Los animales no tienen (ni necesitan) derechos

A lo largo de las últimas cinco décadas, corolario de la expansión acentuada del ideario ecologista a lo largo del mundo, se ha puesto de moda extender el concepto de Derechos Humanos a los animales. Tómese, a modo de ejemplo, un suceso acontecido semanas atrás, cuando el medio The Guardian publicó una nota titulada “La gran idea: ¿deberían los animales tener los mismos derechos que los humanos?[1]”. En este sentido, lo que se busca es, como diría el teórico político Murray Rothbard: “que, dado que los animales tienen los mismos plenos derechos que los seres humanos, no se debería permitir — es decir, nadie tiene el derecho de — matarlos o comerlos”. Empero, sucede que, consecuencia de humanizar a un animal, ello no eleva su forma, sino que degrada al humano, pues ontológicamente, un humano no posee la misma esencia que un animal. Dicho de otra forma, el animal no posee campo cultural, ni del lenguaje, comprensión, o moral. Como sostiene Horacio Giusto: “Hay quienes mezclan ‘No maltratar un animal’ con ‘El animal tiene derechos’. Sólo el humano tiene la racionalidad y el campo cultural como para esbozar un sistema de abstención y especulación. Decir que una cosa o un animal tiene ‘derechos’ es simplemente confundir naturalezas. El respeto a la naturaleza es algo noble propio de la gente de bien. Pero hay una diferencia sustancial entre evitar el daño innecesario al animal y considerar que una bestia es igual de digna que una vida humana, ya que sólo el hombre posee un campo cultural y simbólico”.

En este sentido, cabe señalar que, como recuerdan el abogado ambientalista Enrique Viale y la socióloga Maristella Svampa, “los presupuestos filosóficos de los movimientos animalistas, aun con sus especifidades, presentan puntos importantes en común con las narrativas relacionales a la hora de analizar el vínculo entre sociedad y naturaleza, entre animales humanos y no humanos. […] El movimiento por la defensa de los animales surgió en los años setenta en los países de habla inglesa y se extendió con rapidez por todo el planeta. Desde su origen se ha nutrido de los nuevos movimientos sociales (ecologistas, feministas, pacifistas). […] El postulado del movimiento animalista contemporáneo es doble. Por un lado, propone ampliar la frontera de derechos que no deben ser atributo exclusivo de los humanos, sino extensivos a los animales no humanos. Por otro lado, cuestiona el especismo que, con diversos argumentos, considera la humana como superior al resto de las especies y por ende justifica su dominio sobre estas”[2]. Siguiendo a Juan José Ponce, el giro animal “alude al amplio espectro y heterogeneidad de las luchas sociales, políticas y culturales por la defensa de los animales. Se distinguen tres vertientes principales: 1) derechos animales, 2) bienestarismo y 3) liberacionismo o abolicionismo”[3]. Así pues, como señaló la antropóloga María Carman, “los promotores de esta ética sin especies -o bien ética interespecie- resaltan que las diferencias físicas entre humanos y animales no deben ser el fundamento para una discriminación en el trato dispensado a los animales no humanos, dado que tenemos importantes semejanzas en cuanto a las capacidades de sentir dolor, placer y otro tipo de emociones”[4]. En resumen, el animalismo -como explana la politóloga Flavia Broffoni- “sostiene que los animales (todos) tienen los mismos derechos que los humanos (versión extensionista) y sus vidas deben ser respetadas como la de cualquier hombre o mujer. Según la activista francesa Corine Pelluchon, ‘los animalistas son antiespecistas, y sus convicciones los llevan al veganismo’”[5].

En este sentido, ha señalado el escritor y periodista Juan Soto Ivars que “la defensa de los animales es un principio de la dignidad humana. El hombre que maltrata a su perro delata su crueldad, y esto se entiende desde los tiempos de Esopo. […] Pero una cosa es tener conciencia de que los animales sienten y padecen, y estar a favor de que se cuide de ellos lo mejor posible, y otra creer […] que los animales y los humanos no somos tan distintos como nos había dicho Darwin”[6]. Y es que se torna prudente trazar una distinción fundamental, puesto que, como señala el Dr. Alberto Benegas Lynch (h): “En verdad la expresión ‘derechos humanos’ es redundante puesto que las piedras y las rosas no son sujetos de derecho. Sólo los seres humanos pueden ser titulares de derechos”[7]. Se comete un error fundamental cuando se invocan los “derechos de los animales” sin antes definir con precisión la naturaleza específica de la especie humana ni tampoco, por consiguiente, las diferencias entre los seres humanos y otras especies. Si no se razona en estos términos, nos hundimos en las arenas movedizas de los sentimientos subjetivos. Y es que como explica el profesor emérito en el departamento de filosofía de la Auburn University, Tibor Machan: “Esa forma de pensar sobre los animales es equivocada y comete lo que en filosofía se llama un error de categoría, confundiendo un tipo de ser con otro completamente diferente. El afán de tratar a los animales con amabilidad no justifica imponer a los seres humanos las propias esperanzas y sueños para ellos. El uso de animales, incluido su pelaje u órganos, para mejorar, incluso entretener, a las personas está justificado dada la importancia relativamente mayor de las personas frente a otros animales. Hay una jerarquía en la naturaleza, y negarla no está justificado”[8].

Como explicó el filósofo Fernando Savater, “si los animales tuviesen derechos, éstos deberían ser humanos, porque no existen los «derechos animales». Y además también tendrían deberes humanos y podríamos hacerles reproches morales si no los cumpliesen a nuestra satisfacción. […] Por lo general, los animalistas […] creen defender una ética cercana a la naturaleza y alejada de prejuicios teológicos, pero lo cierto es más bien lo contrario, o sea: que tienen una perspectiva de la naturaleza moralizante y antropomórfica. En la naturaleza existe una pugna entre necesidades opuestas pero ningún ser tiene la obligación de renunciar a lo que inmediatamente le conviene en nombre de un principio superior, que es precisamente lo que suele pedir la moral. Incluir a los animales en el ámbito ético como sujetos sería borrarles del proceso evolutivo natural y convertirles en humanos disfrazados; si en cambio somos los humanos quienes tenemos obligaciones morales respecto a ellos, nos autoproclamamos conciencia universal y guardianes responsables del resto de la naturaleza. […] La perspectiva ética se basa en el reconocimiento de lo humano por lo humano, es decir, en distinguir a los humanos de los demás seres naturales y asumir obligaciones respecto a ellos que no tenemos frente al resto de lo que existe. No se trata de que seamos los mejores ni los dueños del mundo: sólo consiste en reconocer prácticamente que somos importantes para nuestros semejantes y que compartimos un sentido simbólico, no meramente zoológico, que nos damos unos a otros. A ese sentido compartido solemos llamarle la dignidad humana y los derechos humanos son su codificación civil. Hay dos formas de malograr esos derechos: la primera, reservándoles para sólo unos cuantos humanos y excluyendo a los demás, por razones raciales, ideológicas o lo que fuere; la otra, extendiendo tales derechos hasta que difuminen el perfil humano y lo confundan con cualquier otro animal, aunque no esté dotado de razón simbólica ni de libertad. Estoy de acuerdo en que debemos evitar el maltrato de los animales, no porque tengamos la obligación moral de respetarlos sino por respeto a nuestra propia dignidad, que incluye la compasión y rechaza la crueldad. También por estética, ya que no hay nada de peor gusto que disfrutar causando dolor porque sí. Ahora bien, maltratar a un animal quiere decir tratarlo como no corresponde a su condición: lidiar en la plaza a una oveja, comernos al gato que nos acompaña o intentar obtener leche de las ratas. Pero no hay maltrato en utilizar a ciertos animales de acuerdo con el fin para el que han sido criados e incluso ‘diseñados’ por nosotros: proporcionarnos alimento, prestarnos su fuerza o fascinarnos con la bravura que ponen al luchar”[9]. Es la condición moral del ser humano, que se materializa en la posibilidad de obrar en contra de los propios instintos, conveniencias e individualismos, la que justifica el deber de desapropiar el maltrato animal por parte del Hombre.

La fragilidad argumental del animalismo contiene una gran paradoja, que se manifiesta en la acusación que los animalistas han elegido para quienes se oponen a su doctrina: siguiendo a la socióloga y maestranda en Comunicación y Cultura, Anahí Méndez, podemos señalar que “el movimiento animalista problematiza el especismo como una forma de constitución del ‘Hombre’ moderno a partir del sometimiento y el trato desigual a los seres sintientes que no pertenecen a la especie Homo sapiens”[10]. En este sentido, sostiene el doctor en filosofía moral Eze Paez que, “en tanto que movimiento político, el antiespecismo está necesariamente comprometido contra toda forma de discriminación […] En todas las sociedades, en todas las épocas, los demás animales han sido discriminados por no pertenecer a la especie humana. Esta discriminación recibe el nombre de especismo. […] El antiespecismo es una posición política, por lo que debe conformarse como un movimiento que persigue objetivos políticos. Esto es porque el especismo no sólo se manifiesta en las actitudes y prácticas individuales. También subyace a las instituciones sociales –económicas, jurídicas y políticas– mediante las que los seres humanos se organizan, así como a las creencias compartidas que las legitiman y reproducen. Los animales no humanos no son considerados sujetos políticos cuyos intereses deben ser tenidos en cuenta en la determinación del bien común. A efectos institucionales, son cosas”[11]. Ahora bien, como clarifica Soto Ivars: “Antropocéntrico o especista es aquel humano que se considera superior a un mono titi o una merluza. ¿Dónde está la gran paradoja? En que el animalismo se levanta precisamente sobre un antropocentrismo radical: proyecta en los animales cualidades humanas, hasta el punto de considerar a los animales sujetos de derecho. […] Pero ahí está el problema capital de la ideología animalista: en que los animales no tienen derechos, de la misma manera que no tienen obligaciones. No pueden acatar leyes, ni hacerlas cumplir a otros animales. Cuando educamos a un perro para que no cague en casa estamos imponiéndole reflejos condicionados a su conducta, lo cual es totalmente diferente a imponer una ley”[12]. El discurso animalista se haya plagado de inconsistencias argumentativas, basta analizar cuando afirman que el ser humano no deja de ser un animal más y, al mismo tiempo, le imponen una serie de obligaciones “morales”, como el veganismo obligatorio, del que están exonerados los animales. Es precisamente debido a que el ser humano se haya dotado de una condición diferente al resto de los seres naturales, que puede asumir ese tipo de “obligaciones” no naturales.

Paez sostiene que los animales deberían tener personalidad jurídica, esto es, que puedan tener derechos propios, que impidiesen que pudieran ser dañados o maltratados, considerándolos “seres sintientes”. En este sentido, articula su argumento a partir de “valoraciones morales” que apuntala con razonamientos científicos. De esta forma, ultima que los animales no humanos, habiéndose demostrado su capacidad de sentir y padecer miedo y sufrimiento (a partir, sobre todo, de la firma en 2012 de la declaración de Cambridge sobre la sintiencia animal, donde se sostuvo que los animales son conscientes de su existencia, que poseen estructuras nerviosas que se lo permiten, y que los mamíferos, aves e incluso el pulpo son capaces de sentir una situación de placer), Paez sostiene que “lo único que hace que los consideremos inferiores a nosotros, critica Paez, es una situación de especismo: la creencia de que unas especies son superiores a otras; de que tenemos derecho a utilizar a otras especies a nuestro antojo”[13]. Finalmente, concluye que el criterio para la posesión de derechos debiera de ser la capacidad de sentir.

En este sentido, ha afirmado Michael Levin, profesor de filosofía en el City College de Nueva York, que “la gente de los derechos de los animales plantea una pregunta interesante. Los animales, a diferencia de los minerales que extraemos del suelo, sienten dolor. ¿Qué nos da derecho a tratarlos como recursos? […] La respuesta elegante es que los seres humanos pueden razonar y comprender la regla de oro, las habilidades negadas a los animales. […] ¿Qué tiene de especial ser capaz de razonar? De hecho, cualquier distinción que uno quiera nombrar entre el hombre y los animales siempre puede encontrarse con ‘¿qué tiene eso de especial?’ A los defensores de la liberación animal les encanta jugar a este juego, pero no se les aconseja hacerlo, ya que no pueden explicar qué tiene de especial sentir dolor. Así que la respuesta elegante es un callejón sin salida. Una mejor es que los seres humanos simplemente no pueden evitar hacer uso de los animales. Nada, y mucho menos las regañinas ecologistas, nos va a cambiar. Como inteligentes omnívoros sin pelo, el deseo de comer carne y utilizar a nuestras criaturas para satisfacer otras necesidades está integrado en nuestros genes. Gritarle a alguien que detenga lo que no puede detener es una pérdida de aliento. Conozco a liberacionistas comprometidos que han tratado de convertir a sus gatos en vegetarianos. ¿Sabes qué? no funciona. Tampoco funcionará en humanos. Siempre que los ecologistas quieren cercenar la libertad nos recuerdan que el hombre es parte de la naturaleza, pero se olvidan de esto en el resto de los momentos. El hecho es que la acción humana es solo uno entre la miríada de factores, junto con las inundaciones, las sequías y los cometas, que determinan quién tiene éxito en la lucha por la vida”[14].

No obstante, como señala Rothbard, el error fundamental en la teoría de los derechos de los animales es aún más básico. La afirmación de los derechos humanos no se desprende de la mera emotividad; Ha esgrimido la escritora Sara Mesa que “algunos animales experimentan dolor, ansiedad, alegría y tristeza, sensaciones y sentimientos que no son privativos de nuestra especie. Defender esto no significa desatender a los humanos; más bien lo contrario”[15], pero resulta que los humanos poseemos derechos “no porque ‘sentimos’ […], sino debido a una evidencia racional sobre la naturaleza del hombre y del universo. En definitiva, el hombre tiene derechos porque son naturales. Están basados ​​en la naturaleza del hombre: la capacidad del hombre individual para la elección consciente, la necesidad de que use su mente y energía para adoptar metas y valores, para conocer el mundo, para perseguir sus fines a fin de sobrevivir y prosperar, su capacidad y necesidad de comunicarse e interactuar con otros seres humanos y de participar en la división del trabajo. En resumen, el hombre es un animal racional y social. Ningún otro animal o ser posee esta capacidad de razonar, de tomar decisiones conscientes, de transformar su entorno para prosperar, o de colaborar conscientemente en la sociedad y la división del trabajo. Así, mientras que los derechos naturales, como hemos venido enfatizando, son absolutos, hay un sentido en el que son relativos: son relativos a la especie hombre. Una ética de los derechos para la humanidad es precisamente eso: para todos los hombres, independientemente de su raza, credo, color o sexo, pero solo para la especie humana. La historia bíblica fue perspicaz en el sentido de que al hombre se le ‘dio’ —o, en la ley natural, podemos decir ‘tiene’— dominio sobre todas las especies de la tierra. La ley natural está necesariamente ligada a la especie. Que el concepto de ética de una especie es parte de la naturaleza del mundo puede verse, además, al contemplar las actividades de otras especies en la naturaleza. Es más que una broma señalar que los animales, después de todo, no respetes los ‘derechos’ de otros animales; es la condición del mundo, y de todas las especies naturales, que viven comiendo otras especies. La supervivencia entre especies es una cuestión de dientes y garras. Seguramente sería absurdo decir que el lobo es ‘malo’ porque existe devorando y ‘agrediendo’ a corderos, gallinas, etc. El lobo no es un ser malvado que ‘agrede’ a otras especies; simplemente está siguiendo la ley natural de su propia supervivencia. Del mismo modo para el hombre. Es tan absurdo decir que los hombres ‘agreden’ a las vacas y los lobos como decir que los lobos «agreden» a las ovejas. Si, además, un lobo ataca a un hombre y el hombre lo mata, sería absurdo decir que el lobo era un ‘mal agresor’ o que el lobo estaba siendo ‘sólo se aplican a las acciones de un hombre o grupo de hombres contra otros seres humanos”[16].

Se torna ostensible que, como señala el licenciado en química, doctor en física y editor de la revista Nature, Philip Ball: “Todavía persiste la pregunta de si existe alguna diferencia mental fundamental que haga que los humanos sean especiales. Ciertamente, la sofisticación de nuestro idioma, y ​​quizás como consecuencia de nuestra cultura, parece única. Pero no hay razón para suponer que la capacidad de experimentar dolor, curiosidad, empatía y otros aspectos sentidos de la existencia pertenecen únicamente a los humanos. Algunos biólogos ahora argumentan que la sensibilidad puede ser una propiedad de todos los seres vivos, incluso las bacterias y las células individuales. Afirman que las plantas, a pesar de carecer de un sistema nervioso, muestran signos de cognición genuina, incluso de sentimiento. Pero si todavía se debate en qué punto del mundo viviente comienza la sensibilidad, ahora es común la opinión expresada por el filósofo Daniel Dennett: ‘La sensibilidad se presenta en todos los grados e intensidades imaginables, desde la más simple y más ‘robótica’, hasta la más exquisitamente humano sensible e ‘hiperreactivo’’. El concepto de sensibilidad libera el debate del asunto más polémico de si otros animales son conscientes”[17].

Resulta evidente que, como señala Horacio Giusto, “ciertamente no hay nada loable en maltratar una especie animal. Quien goce del sufrimiento presenta a la luz de la verdad una patología que debe ser atendida lo antes posible […] Pero cuan ofensivo es para el intelecto la equiparación de seres racionales y volitivos con las bestias. No faltará algún evolucionista que sostenga que la equiparación entre humanos y animales procede de la misma naturaleza, por cuanto el Hombre es resultado de una evolución originaria en vaya a saber qué especie. Apelar a esta idea sostenida en forma popular no refuta el hecho de que hay diferencias cualitativas entre las especies y el Hombre. Desde las primeras pruebas de la existencia de la humanidad […] se extrae la existencia de ropajes, dibujos e incluso ritos sagrados. Simplemente con la evidencia científica ya es posible marcar que las sociedades humanas han variado a lo largo de la historia […]. Existieron diversas formas de organización familiar y política, incluso, las formas de trabajo cambiaron drásticamente. Pero los animales, por más que puedan presentar leves alteraciones fisiológicos por alguna razón de adaptación, lo real es que siguen sin exponer un solo rasgo cultural. No se ha encontrado aún a una hormiga que haga algo distinto a lo que su naturaleza ordena, tampoco hay registros de perros realizando alguna simple raya en la arena como forma de dibujo para su pareja o de algún mono que decida contar historias a sus crías. Mover la cola para un perro no es un proceso premeditado, es, por el contrario, inexorable, inapelable, en la medida en que el animal está determinado a reaccionar según los estímulos que reciba. El animal, pese a poseer sentidos, no posee conciencia de un Yo en orden a la trascendencia. […] siquiera hay en los animales juicios de valor que brinden una apreciación sobre cosas que le rodean. […] Ser compasivo con las demás vidas no implica reconocer igual grado de jerarquía. Reducir la dignidad del Hombre a una mera bestia implica deshacer lo más profundo de su ser”[18].

A colación de ello, el autor Damon Linker agrega que, “una vez que se ha borrado la línea divisoria entre humanos y animales, es difícil mantener una distinción ética fundamental entre ellos.”[19] El animalismo opta por dos medidas para borrar esta distinción: reducir al humano al nivel de los animales, o intentar elevar al animal a nuestro nivel. Como clarifica Linker, ambas medidas deben ser resistidas: “El padre fundador del movimiento por los derechos de los animales, el especialista en ética de la Universidad de Princeton, Peter Singer, adopta el primer enfoque. En una serie de escritos que se remontan a su libro seminal Animal Liberation (1975), Singer ha desarrollado una versión del utilitarismo que niega cualquier estatus especial a los seres humanos y afirma que la única consideración moral significativa es el grado de placer o dolor que experimentan los seres humanos. un ser sintiente. Dado que tanto los humanos como (otros) animales son lo suficientemente sensibles como para soportar el dolor, tenemos la misma obligación ética de evitar infligirlo a los animales como a los humanos. Siempre que humanos y animales específicos sean igualmente sensibles, es decir. En los casos en que esa igualdad no está clara, Singer está notoriamente dispuesto, en aras de la coherencia, a respaldar el infanticidio para los recién nacidos humanos (aparentemente conscientes) y decir que tenemos menos obligaciones morales hacia los seres humanos gravemente discapacitados que hacía ciertos seres humanos altamente discapacitados. animales evolucionados. Una vez que se ha borrado la línea divisoria entre humanos y animales, es difícil mantener cualquier distinción ética fundamental entre ellos. Steven Wise, profesor de derecho y fundador de una organización, Nonhuman Rights Project, que lucha para establecer la personalidad jurídica y los derechos de los animales, adopta el enfoque opuesto. En lugar de tratar de establecer la igualdad humana y animal sobre la base del placer y el dolor comúnmente experimentados, Wise trabaja para elevar a los animales al nivel humano. Los chimpancés y los bonobos pueden razonar, exhiben emociones y viven y contribuyen a las culturas primitivas. Eso los hace más que cosas; significa que poseen el mismo grado de dignidad que los humanos completamente funcionales. Esa afirmación es crucial. Los filósofos y los abogados discuten sobre qué es lo que fundamenta los derechos humanos. […] Sin embargo, al final, la única forma de dar sentido a la experiencia espiritualmente dolorosa de que se viole un derecho humano fundamental, incluso en lugares sin antecedentes de derechos legales codificados, es suponer que los derechos protegen la violación de la dignidad intrínseca. Desde este punto de vista, matar a un individuo está mal, ya sea que una comunidad política en particular reconozca públicamente o no un derecho legal a la vida, porque matar a un individuo es violar la dignidad intrínseca que él o ella posee simplemente por el hecho de ser humano. Wise entiende que si puede demostrar que ciertos animales superiores poseen la misma dignidad intrínseca que los seres humanos, la ley dentro de las democracias liberales estará obligada a reconocer que tales animales son personas que poseen al menos algunos derechos fundamentales e inviolables. Entonces ¿por qué no hacerlo? Porque hay demasiado en juego con respecto al autoconocimiento humano. Deberíamos hacer más para proteger a los animales del dolor y el sufrimiento innecesarios, pero no a costa de negar mucho de lo que distingue a los seres humanos. Como señalé hace varios años en un ensayo para la revista Commentary, los defensores de los derechos de los animales tienen razón al señalar que tanto los humanos como los animales pueden estar motivados por el hambre, pero no pueden explicar ‘la elección de una persona de morirse de hambre por una causa’. Reconocen que tanto los humanos como los animales anhelan el sexo, pero no pueden explicar cómo o por qué ‘algunos eligen abrazar el celibato por el bien de su noble pureza’. Resaltan de manera convincente la tendencia de los humanos y los animales a evitar el dolor y el daño corporal, pero no pueden explicar la ‘disposición de un hombre a enfrentar una muerte segura en el campo de batalla cuando su país lo requiera’. por qué las historias de tal sacrificio a veces nos conmueven hasta las lágrimas’. La dignidad humana está indisolublemente unida a estas cualidades morales, que surgen y residen en un mundo público compartido definido por ideas distintivamente humanas de virtud y vicio, belleza y fealdad, bien y mal. Por eso concluí mi ensayo insistiendo en que para demostrar que posee derechos inviolables, un chimpancé o un bonobo necesitaría nada menos que ‘ponerse de pie y, guiado por el amor a la justicia y el sentido de la autoestima, insistir en que los mundo reconozca y respete su dignidad’. Eso es lo que se necesitaría para demostrar que los miembros de una especie animal poseen el mismo valor moral intrínseco que los seres humanos. Cualquier cosa por debajo de eso es una expresión de autoengaño humano. Y ceguera sobre todo lo que somos. Perder de vista esa realidad y verdad en un acto de ofuscación conceptual impulsada por la defensa es simplemente un precio demasiado alto a pagar, incluso por la promesa de aliviar el sufrimiento de nuestros primos más cercanos en el reino animal.”[20]

Asimismo, entre estas corrientes de pensamiento posmodernas, se desprende más de una dificultad, entre las cuales descolla la de llegar a un criterio sobre qué animales o seres vivos incluir en la esfera de los derechos y cuáles excluir: “No hay muchos teóricos, por ejemplo, que llegarían tan lejos como Albert Schweitzer y negarían el derecho de cualquier persona a pisar una cucaracha. Y, si la teoría se extendiera más allá de los seres vivos conscientes a todos los seres vivos, como las bacterias o plantas, la raza humana preferiría morir rápidamente.”[21] Como señala el periodista, biólogo y doctor en Bioquímica y Biología Molecular, Javier Yanes, “en las últimas décadas ha venido creciendo un animalismo extremista caracterizado por la misantropía y la autoexculpación. Los extremistas del animalismo introducen el concepto de especismo o discriminación de especies, pero los criterios sobre a qué especies colocar al mismo nivel son, obviamente, de una subjetividad brutal. ¿Cuál es la frontera? ¿La capacidad de experimentar dolor, como algunos proponen? Los nociceptores, o receptores de dolor de las neuronas sensoriales, están presentes desde el ser humano hasta los invertebrados como los insectos, e incluso se han documentado en el Caenorhabditis elegans, un gusano nematodo de un milímetro de longitud. Dado que es probable que al menos algunos parásitos multicelulares de los humanos posean estos receptores, desde el animalismo extremo podría razonablemente llegar a discutirse qué vida vale más: la de la persona enferma o la de sus parásitos. Al mismo tiempo, los animalistas extremos suelen abrazar opciones –como el veganismo– con las que se consideran autoexculpados de aquello que vilipendian, una actitud vana y pueril que comparten con cierto falso ecologismo. Es obvia la contradicción entre el uso de cualquier medicamento y la oposición a la experimentación con animales. Pero hay otros ejemplos más sutiles: estos movimientos suelen hacer un uso intensivo de los medios digitales. Y a no ser que carguen sus móviles, portátiles y tablets exclusivamente a base de fuerza de voluntad, ningún usuario puede considerarse inocente del cambio climático, ya que hoy las tecnologías de la información consumen el 10% de la energía de todo el mundo, un 50% más que el sector global de la aviación y un total equivalente al que en 1985 se dedicaba a la iluminación del planeta. Así que no basta con viajar en bicicleta: la única opción congruente en su caso sería renunciar también al uso de la tecnología”[22].

Ahora bien, hay autores que reconocen que, como el ser humano es un animal diferente, racional, es precisamente por ello que debe ser el que guíe la relación entre las distintas especies, en su protección, y por ello es que brinda sus derechos a las demás, no siendo él un depredador más de la cadena. PETA sostiene que “los animales no razonan, no entienden los derechos y no siempre respetan nuestros derechos, entonces, ¿por qué deberíamos aplicarles nuestras ideas de moralidad? La incapacidad de un animal para entender y adherirse a nuestras reglas es tan irrelevante como la incapacidad de un niño o de una persona con una discapacidad del desarrollo para hacerlo. Al igual que los niños pequeños, la mayoría de los animales no son capaces de elegir cambiar su comportamiento, pero los seres humanos adultos tienen la inteligencia para elegir entre el comportamiento que lastima a los demás y el comportamiento que no lo hace”[23]. Empero, en susodicha forma de reflexión yace un error conceptual fundamental: En primera instancia, un niño pequeño, si bien incapaz de comprender sus derechos y obligaciones, es un ser humano que, potencialmente, estará capacitado para hacerlo y, hasta que sea capaz de responsabilizarse por sus propios actos, estará bajo el cuidado de una familia o tutor que resguarde su integridad. Por el contrario, ninguna especie animal tiene la potencialidad de ejercer derechos y obligaciones. Algo análogo sostuvo Pablo Montes, al reflexionar que: “hay quien considera que las personas tienen prioridad a la hora de ser titulares de derechos porque tienen una inteligencia más desarrollada o la capacidad de relacionarse social o políticamente. Es algo de lo que no disponen todas las personas que, sin embargo, no dejan de tener derechos por ello. No existe pues ningún obstáculo técnico para otorgar derechos a los animales. Tampoco la imposibilidad de tener obligaciones es un argumento en su contra pues también hay seres humanos incapacitados para ello.”[24]

Una posición análoga sostienen la politóloga Irune Ariño y Eze Paez al esgrimir que “la defensa más robusta del especismo apela a la inteligencia de los seres humanos. Asume que poseemos ciertas capacidades psicológicas que nos hacen únicos o superiores. Los seres humanos somos racionales, autónomos, autoconscientes y podemos comunicarnos mediante un lenguaje complejo. Según esta posición, esto es lo que hace que debamos tener en cuenta a alguien desde un punto de vista ético. Es lo que fundamenta nuestras obligaciones respecto de los individuos y que sus intereses deban estar protegidos políticamente mediante derechos. Los demás animales carecerían de estas capacidades. Así, podríamos excluirlos de nuestra consideración ética o política”[25]. Pero nada hay más lejos de la verdad. Lo cierto es que, por nuestro ser -refiriéndonos a la esencia humana- poseemos las capacidades de pensar, elegir y amar espiritualmente, a diferencia de los animales. Tales capacidades no dependen de su uso pues, a pesar de que como animales racionales es la racionalidad lo que nos diferencia del resto, un niño pequeño, un demente o un adulto durmiendo no esté pensando, ni eligiendo, ni amando y, a pesar de todo, no dejar de ser humano ni pierde su dignidad. Este es el fundamento ontológico de la dignidad humana, el que no se pierde nunca mientras existamos y seamos personas. Por eso, un demente, a pasar de no pensar bien ni actuar coherentemente, posee la dignidad propia de toda persona humana y, por mismo, exige el respeto debido a la misma. “Hay una ruda justicia en el conocido chiste de que «reconoceremos los derechos de los animales apenas lo soliciten». El hecho de que, obviamente, no pueden hacer este tipo de peticiones a favor de sus «derechos» es parte constitutiva de su naturaleza y explica por qué no son iguales a nosotros ni pueden tener los derechos de los seres humanos. Y si se arguye que tampoco los bebés pueden hacerlo, la réplica es que llegará el día en que lo harán, en que serán personas humanas adultas, y los animales no”[26].

Por otra parte, lo cierto es que los animales no necesitan “derechos” y, el hecho de que no los tengan, no consiente a los seres humanos la aprobación moral para el maltrato a los animales. Incluso no poseyendo derechos los animales, los seres humanos asumen el deber moral de no maltratarlos: “Que los animales no tengan derechos no significa que deban ser vulnerables a la crueldad humana: de nuestro derecho a utilizar a los animales emana nuestra obligación de cuidar de ellos. Es decir: no es que mi perro tenga derecho a una vida digna por ser un perro, sino que yo tengo la obligación de dársela, y por lo tanto debo ser castigado si lo maltrato. A cambio de mis cuidados, el perro me premia con su lealtad, su cariño y su simpatía, elementos tan intrínsecos a los perros que cualquiera con un poco de sensibilidad sufre cuando se le arrima por la calle un chucho abandonado.”[27] El argumento de que los animales deben ser tratados adecuadamente puede basarse completamente en la necesidad de que los seres humanos se comporten moralmente, más que en los “derechos” de los animales: a diferencia de las bestias, el Hombre posee conciencia de las ideas morales y comprende la diferencia entre el bien y el mal, percibe cuando una acción se vuelve moralmente negativa y no debe procurarse, indiferentemente de si la víctima posee derechos o no, los animales no necesitan derechos para ser protegidos. El perro o gato que recibe su porción diaria de alimento dos o más veces a diario y duerme sobre un cojín bajo techo, no lo hace porque tenga derecho a hacerlo, sino porque su dueño tiene el deber moral de, al haberse hecho cargo del mismo, cuidarlo lo mejor que pueda.

Causar dolor y sufrimiento es una práctica moralmente reprobable, sea la torturado un hombre o un animal. Esto no se debe a que viole los derechos de la víctima, sino a que causar dolor y sufrimiento es intrínsecamente malo y éticamente reprochable. Causar dolor y sufrimiento, por lo tanto, disminuye la posición moral del ser humano que lo provoca. Ya el propio Santo Tomás de Aquino había señalado que nada ético hay en propiciar un mal sin fundamento hacia un ser de la Creación. Como señaló Santo Tomás, todo ser posee un alma, principio de nuestra vida orgánica y animal, pero como distinguió Aristóteles, los humanos diferencian su condición de los animales puesto que solo nosotros poseemos un “alma racional”. Es claro que los animales poseen la capacidad de “sentir”: el alma sensitiva brinda las funciones o capacidades para el conocimiento sensitivo, el apetito y la locomoción. Presente en los animales y virtualmente en el hombre, tiene como facultades vernáculas la facultad cognoscitiva inferior o sensación, la facultad apetitiva inferior, en la que descansan los instintos y los deseos relacionados con el cuerpo, y la facultad para el movimiento local.

Por otra parte, el alma intelectiva incluye dentro de sí al alma vegetativa y la sensitiva, por lo que faculta al hombre para las actividades vitales de la alimentación, crecimiento, reproducción, apetitos inferiores, conocimiento sensible y locomoción; pero lo propio de ella es permitir al ser humano actividades que no se encuentran en ningún otro ser vivo: el conocimiento y la volición o actos voluntarios. Las facultades que tiene como propias son el entendimiento y la voluntad. De todos los seres vivos, sólo el Hombre es capaz de adquirir conocimiento intelectual de las cosas, y sólo él es capaz de tener conductas libres. El alma humana es una substancia espiritual, substancia que posee la capacidad de subsistir por sí misma. Esto es lo que ocurre con el entendimiento y la voluntad. En cuanto a la inmortalidad del alma humana, presenta varias pruebas, aunque la más comprensible se refiere al deseo: todas las cosas desean naturalmente mantenerse en el ser, seguir existiendo. En el caso de los seres dotados de conocimiento, el deseo proviene del conocimiento; los seres dotados de conocimiento sensible no conocen más que lo actualmente existente y presente ante sus sentidos; sin embargo los que tienen conocimiento intelectual conocen la existencia en absoluto, sin la limitación del tiempo y del espacio, de ahí que desean de forma natural existir siempre. Mas la naturaleza no da ningún deseo vano, no da ningún deseo que no se pueda cumplir de ninguna manera. Luego toda substancia intelectual es incorruptible[28].

Tal y como lo explana Santo Tomás: “En las almas de los brutos no puede hallarse operación alguna superior a las operaciones de la parte sensitiva, porque ni entienden ni razonan. Lo evidencia el hecho de que todos los animales de una misma especie obran del mismo modo, como movidos por la naturaleza y sin valerse de artificios; así, toda golondrina hace un nido igual, y toda araña, igual tela. Luego ninguna operación del alma de los brutos puede realizarse sin el cuerpo. Y como toda substancia tiene su propia operación, el alma del bruto no podrá estar sin el cuerpo. Luego, pereciendo el cuerpo, también perece ella. […] En cualquier cosa capacitada para alcanzar cierta perfección se encuentra el apetito natural de dicha perfección, pues ‘el bien es lo que todos apetecen’, pero en este sentido: que ‘cada cual apetece su propio bien’. En los brutos no existe apetito alguno del ser perpetuo, salvo el de la perpetuidad de la especie, dado que se encuentra en ellos el apetito procreador que perpetúa la especie; y no sólo en ellos, sino incluso en las plantas y en los seres inanimados, aunque en estos últimos sin la característica de apetito animal tal, que es el apetito derivado de la aprehensión. Y como el alma sensitiva sólo aprehende lo concreto y presente, es imposible que apetezca el ser perpetuo, ni siquiera con apetito animal. Luego el alma del bruto no es capaz del ser perpetuo. Como ‘las delectaciones perfeccionan las operaciones’, según consta en el X de los ‘Éticos’ de Aristóteles, la operación de cualquier cosa se ordena como al fin a aquello en que su delectación se concreta. Las delectaciones de los animales brutos se ordenan todas a la conservación del cuerpo, pues no se deleitan con los sonidos ni con los olores y miradas sino en cuanto son indicios de los alimentos y de la sensualidad, objetivos exclusivos de todos sus deseos. Luego su operación está ordenada, como al fin, a la conservación del ser corporal. Luego fuera de éste no hay en ellos otro ser”[29].

El propio Kant señaló en el siglo XVIII que maltratar a los animales es algo malo, inhumano, para nuestra especie[30], pero la visión negativa hacia el maltrato animal proviene desde quienes sentaron las bases de nuestra civilización: “La actitud pretendidamente moralista que obliga a la ética a juzgar nuestras relaciones con todos los seres vivos y no sólo con nuestros semejantes no amplía la moral sino que la aniquila. Algunos maestros de ética, con Santo Tomás a la cabeza, recomiendan renunciar a la crueldad con los seres irracionales no por una obligación estrictamente moral con ellos sino porque el hábito de desdeñar el sufrimiento de los animales que nos acompañan nos empeora, es decir nos predispone a comportarnos también brutalmente con nuestros congéneres. Siguiendo este plausible criterio, es razonable celebrar que en nuestro tiempo se haya desarrollado una mayor sensibilidad en el trato con las bestias y hasta con el resto de la naturaleza, de la cual formamos parte si no ética al menos biológicamente. Pero ello no nos impone el deber de abandonar nuestros hábitos de vida, sean alimenticios o lúdicos, lo cual acarrearía repercusiones graves tanto sociales como económicas”[31].

A modo de conclusión, como señalara Linker, “establecer la personalidad jurídica de los animales y otorgarles derechos legales es algo que todos los humanistas deberían encontrar profundamente preocupante. Pero la base de estas reformas no debería ser ninguna cualidad que presumimos que poseen los animales mismos. Debería surgir de una expansión de la esfera de la preocupación y la simpatía humanas, en la línea del viejo ideal aristocrático de noblesse oblige: la noción de que la superioridad de uno obliga a actuar con nobleza hacia los plebeyos. En otras palabras, debemos tratar a los animales decentemente no porque sean como seres humanos, sino porque no lo son”[32].

En otro orden de cosas, el animalismo guarda una inconsistencia teórica muy evidente pues, si el Hombre no es más que un animal más, con un lenguaje refinado, ¿Por qué entonces imponerle obligaciones “morales”, como el veganismo obligatorio, del que están exonerados los animales? El discurso animalista se halla plagado de contradicciones, pues mientras critica el “especismo” y el “antropocentrismo” de quienes señalan una jerarquía de los humanos sobre las bestias, el propio discurso animalista se erige precisamente sobre un antropocentrismo radical, el cual proyecta en los animales cualidades humanas, hasta el punto de considerarlos como sujetos de derecho.

En este sentido, la consecuencia lógica de creer que un animal vale lo mismo que un ser humano “porque puede sentir” es el hecho de rebajar la condición humana. Una vez que se borra la división entre humanos y animales, es difícil mantener una distinción ética fundamental entre ellos. Prueba cabal de ello la manifestó Peter Singer, padre del animalismo, cuando sostuvo que como los humanos son lo suficientemente sensibles como para soportar el dolor, tenemos la obligación ética de evitar infligirlo a los animales y humanos, siempre que humanos y animales específicos sean igualmente sensibles. Pero, en casos donde esa igualdad no esté clara, estuvo dispuesto a respaldar el infanticidio para recién nacidos (aparentemente conscientes) y sostuvo que tenemos menos obligaciones morales hacia las personas discapacitadas en inconciencia, que tendrían menos derechos que una vaca, en la medida en que esta “siente” el peligro e intenta huir en pos de la conservación de su vida.

Se ha dicho que “La fe cristiana le brindó a la sociedad una enseñanza única sobre el puesto que ocupa la creación humana de Dios dentro de este mundo, y el progreso derribó todo esto para regresarnos a la barbarie, al amanecer de los ídolos, a la celebración del sacrificio humano efectuado por los paganos. Chesterton tenía razón: hoy se entrona a una bestia y se sacrifica a un niño o un anciano”[33], y hasta ahora, todo parece apuntar a que es cierto.

 

[1] Ball, P. (24 de enero de 2022). The big idea: should animals have the same rights as humans?. The Guardian. Recuperado de: https://www.theguardian.com/books/2022/jan/24/the-big-idea-should-animals-have-the-same-rights-as-humans

[2] Svampa, M.; Viale, E. El colapso ecológico ya llegó. Buenos aires: Siglo XXI Editores, 2021, p. 107-08.

[3] Ponce, J. J. Cit en Hurtado Arguello, R. (4 de Agosto de 2022). Animalismos: entre praxis y teoría. Revista Crisis. Recuperado de:  https://www.revistacrisis.com/debate-animalismos-criticos/animalismos-entre-praxis-y-teoria

[4] Carman, M. Las fronteras de lo humano. Cuando la vida humana pierde valor y la vida animal se dignifica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017, pp. 138.

[5] Svampa, M.; Viale, E. El colapso ecológico ya llegó. Ob. Cit. p 111

[6] Soto Ivars, J. (11 de octubre de 2014). Contra el animalismo. El estado mental. Recuperado de: https://elestadomental.com/diario/contra-el-animalismo

[7] Benegas Lynch, A. (h) “El juicio crítico como progreso” (1996); Buenos Aires. Ed.: Sudamericana. Pp. 95.

[8] Machan, T. (5 DE ABRIL DE 2012). Los animales no tienen derechos básicos. The New York Times. Recuperado de: https://www.nytimes.com/roomfordebate/2011/09/25/ban-fur-then-why-not-leather/animals-do-not-have-basic-rights

[9] Savater, F. (18 de septiembre de 2011). Contra los animalistas. El diario vasco. Recuperado de: https://www.diariovasco.com/v/20110918/opinion/articulos-opinion/contra-animalistas-20110918.html

[10] Mendez, A. cit en Hurtado Arguello, R. (4 de Agosto de 2022). Animalismos: entre praxis y teoría. Revista Crisis. Recuperado de:  https://www.revistacrisis.com/debate-animalismos-criticos/animalismos-entre-praxis-y-teoriahttps://www.revistacrisis.com/debate-animalismos-criticos/animalismos-entre-praxis-y-teoria

[11] Paez, Eze. (30 de junio de 2017). Posición política: antiespecista. El diario. Recuperado de: https://www.eldiario.es/caballodenietzsche/posicion-politica-antiespecista_132_3309685.html

[12] Soto Ivars, J. (11 de octubre de 2014). Contra el animalismo. El estado mental. Recuperado de: https://elestadomental.com/diario/contra-el-animalismo

[13] Montes, P. (29 de abril de 2017). Los animales no tienen derechos. Ser. Recuperado de: https://cadenaser.com/programa/2017/04/27/hora_14_fin_de_semana/1493303406_623305.html

[14] Levin, M. (11 de enero de 1997). Animals and the Market. Mises Institute. Recuperado de: https://mises.org/library/animals-and-market

[15] Mesa, S. (14 de julio de 2019). Derecho animal. El País. Recuperado de: https://elpais.com/elpais/2019/07/14/opinion/1563105221_026562.html

[16] Rothbard, M. (7 de junio de 2007), Los «derechos» de los animales. Mises Institute. Recuperado de: https://mises.org/library/rights-animals

[17] Ball, P. (24 de enero de 2022). The big idea: should animals have the same rights as humans?. The Guardian. Recuperado de: https://www.theguardian.com/books/2022/jan/24/the-big-idea-should-animals-have-the-same-rights-as-humans

[18] Giusto, H. El conservadurismo en 10 reflexiones. Pp. 316-18.

[19] Linker, D. (10 de enero de 2015). No, animals don’t have rights. The Week. Recuperado de: https://theweek.com/articles/452715/no-animals-dont-have-rights

[20] Linker, D. (10 de enero de 2015). No, animals don’t have rights. The Week. Recuperado de: https://theweek.com/articles/452715/no-animals-dont-have-rights

[21] Rothbard, M. (7 de junio de 2007), Los «derechos» de los animales. Mises Institute. Recuperado de: https://mises.org/library/rights-animals

[22] Yanes, J. (13 DE MAYO DE 2014). El ecologismo no debe caer en la trampa animalista. 20 minutos. Recuperado de: https://blogs.20minutos.es/ciencias-mixtas/2014/05/13/el-ecologismo-no-debe-caer-en-la-trampa-animalista/?utm_source=whastapp.com&utm_medium=socialshare&utm_campaign=mobile_web

[23] PETA. (s. f.) Los animales no razonan, no entienden los derechos y no siempre respetan nuestros derechos, entonces, ¿por qué deberíamos aplicarles nuestras ideas de moralidad?. PETA. Recuperado de: https://www.peta.org/about-peta/faq/animals-dont-reason-dont-understand-rights-and-dont-always-respect-our-rights-so-why-should-we-apply-our-ideas-of-morality-to-them/

[24] Montes, P. (29 de abril de 2017). Los animales no tienen derechos. Ser. Recuperado de: https://cadenaser.com/programa/2017/04/27/hora_14_fin_de_semana/1493303406_623305.html

[25] Paez, E. & Ariño, I. (11 de junio de 2019). La defensa de los animales: una causa común. El Diario. Recuperado de: https://www.eldiario.es/caballodenietzsche/defensa-animales-causa-comun_132_1507138.html

[26] Rothbard, M. La ética de la libertad. Pp. 222. Recuperado de: chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/https://riosmauricio.com/wp-content/uploads/2017/07/la-etica-de-la-libertad.pdf

[27] Soto Ivars, J. (11 de octubre de 2014). Contra el animalismo. El estado mental. Recuperado de: https://elestadomental.com/diario/contra-el-animalismo

[28] Olleta, J. E. Historia de la Filosofía. Volumen 2: Filosofía Medieval y Moderna. Madrid: Edinumen, 1996.

[29] De Aquino, T. (2018). CAPÍTULO LXXXII: LAS ALMAS DE LOS ANIMALES BRUTOS NO SON INMORTALES. Recuperado de: https://tomasdeaquino.org/capitulo-lxxxii-las-almas-de-los-animales-brutos-son-inmortales/#:~:text=Las%20delectaciones%20de%20los%20animales,exclusivos%20de%20todos%20sus%20deseos.

[30] Wells, T. (24 de octubre de 2016). La incoherencia del argumento utilitario a favor del vegetarianismo de Peter Singer. ABC. Recuperado de: https://www.abc.net.au/religion/the-incoherence-of-peter-singers-utilitarian-argument-for-vegeta/10096418

[31] Savater, F. (18 de septiembre de 2011). Contra los animalistas. El diario vasco. Recuperado de: https://www.diariovasco.com/v/20110918/opinion/articulos-opinion/contra-animalistas-20110918.html

[32] Linker, D. (10 de enero de 2015). No, animals don’t have rights. The Week. Recuperado de: https://theweek.com/articles/452715/no-animals-dont-have-rights

[33] Paloma, J. (13 de diciembre de 2021). La adoración animal y el sacrificio humano. La Gaceta de la Tierra Firme. Recuperado de: https://carlismo.co/2021/12/13/la-adoracion-animal-y-el-sacrificio-humano/