Sócrates

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Vida y pensamiento de Sócrates

Sección publicada en webdianoia.com por primera vez el 3 de diciembre de 2001

Biografía

Sócrates nació en Atenas el año 470 a. c. de una familia, al parecer, de clase media. Su padre era escultor y su madre comadrona, lo que ha dado lugar a alguna comparación entre el oficio de su madre y la actividad filosófica de Sócrates. Los primeros años de la vida de Sócrates coinciden, pues, con el período de esplendor de la sofística en Atenas.

El interés de la reflexión filosófica se centraba entonces en torno al ser humano y la sociedad, abandonando el predominio del interés por el estudio de la naturaleza. Probablemente Sócrates se haya iniciado en la filosofía estudiando los sistemas de Empédocles, Diógenes de Apolonia y Anaxágoras, entre otros. Pero pronto orientó sus investigaciones hacia los temas más propios de la sofística.

Pensamiento

Sócrates no escribió nada y, a pesar de haber tenido numerosos seguidores, nunca creó una escuela filosófica. Las llamadas escuelas socráticas fueron iniciativa de sus seguidores. Acerca de su actividad filosófica nos han llegado diversos testimonios, contradictorios entre ellos, como los de Jenofonte, Aristófanes o Platón, que suscitan el llamado problema socrático, es decir la fijación de la auténtica personalidad de Sócrates y del contenido de sus enseñanzas. Si creemos a Jenofonte, a Sócrates le interesaba fundamentalmente la formación de hombres de bien, con lo que su actividad filosófica quedaría reducida a la de un moralista práctico: el interés por las cuestiones lógicas o metafísicas sería algo completamente ajeno a Sócrates. Poco riguroso se considera el retrato que hace Aristófanes de Sócrates en «Las nubes», donde aparece como un sofista jocoso y burlesco, y que no merece mayor consideración.

Más problemas plantea la interpretación del Sócrates platónico: ¿Responden las teorías puestas en boca de Sócrates en los diálogos platónicos al personaje histórico, o al pensamiento de Platón? La posición tradicional es que Platón puso en boca de Sócrates sus propias teorías en buena parte de los diálogos llamados de transición y en los de madurez, aceptándose que los diálogos de juventud reproducen el pensamiento socrático. Esta posición se vería apoyada por los comentarios de Aristóteles sobre la relación entre Sócrates y Platón, quien afirma claramente que Sócrates no «separó» las Formas, lo que nos ofrece bastante credibilidad, dado que Aristóteles permaneció veinte años en la Academia.

El rechazo del relativismo de los sofistas llevó a Sócrates a la búsqueda de la definición universal, que pretendía alcanzar mediante un método inductivo; probablemente la búsqueda de dicha definición universal no tenía una intención puramente teórica, sino más bien práctica. Tenemos aquí los elementos fundamentales del pensamiento socrático…

Los sofistas habían afirmado el relativismo gnoseológico y moral. Sócrates criticará ese relativismo, convencido de que los ejemplos concretos encierran un elemento común respecto al cual esos ejemplos tienen un significado. Si decimos de un acto que es «bueno» será porque tenemos alguna noción de «lo que es» bueno; si no tuviéramos esa noción, ni siquiera podríamos decir que es bueno para nosotros pues, ¿cómo lo sabríamos? Lo mismo ocurre en el caso de la virtud, de la justicia o de cualquier otro concepto moral. Para el relativismo estos conceptos no son susceptibles de una definición universal: son el resultado de una convención, lo que hace que lo justo en una ciudad pueda no serlo en otra. Sócrates, por el contrario, está convencido de que lo justo ha de ser lo mismo en todas las ciudades, y que su definición ha de valer universalmente. La búsqueda de la definición universal se presenta, pues, como la solución del problema moral y la superación del relativismo.

¿Cómo proceder a esa búsqueda? Sócrates desarrolla un método práctico basado en el diálogo, en la conversación, la «dialéctica», en el que a través del razonamiento inductivo se podría esperar alcanzar la definición universal de los términos objeto de investigación. Dicho método constaba de dos fases: la ironía y la mayéutica. En la primera fase el objetivo fundamental es, a través del análisis práctico de definiciones concretas, reconocer nuestra ignorancia, nuestro desconocimiento de la definición que estamos buscando. Sólo reconocida nuestra ignorancia estamos en condiciones de buscar la verdad. La segunda fase consistiría propiamente en la búsqueda de esa verdad, de esa definición universal, ese modelo de referencia para todos nuestros juicios morales. La dialéctica socrática irá progresando desde definiciones más incompletas o menos adecuadas a definiciones más completas o más adecuadas, hasta alcanzar la definición universal. Lo cierto es que en los diálogos socráticos de Platón no se llega nunca a alcanzar esa definición universal, por lo que es posible que la dialéctica socrática hubiera podido ser vista por algunos como algo irritante, desconcertante o incluso humillante para aquellos cuya ignorancia quedaba de manifiesto, sin llegar realmente a alcanzar esa presunta definición universal que se buscaba.

Esa verdad que se buscaba ¿Era de carácter teórico, pura especulación o era de carácter práctico? Todo parece indicar que la intencionalidad de Sócrates era práctica: descubrir aquel conocimiento que sirviera para vivir, es decir, determinar los verdaderos valores a realizar. En este sentido es llamada la ética socrática «intelectualista»: el conocimiento se busca estrictamente como un medio para la acción. De modo que si conociéramos lo «Bueno», no podríamos dejar de actuar conforme a él; la falta de virtud en nuestras acciones será identificada pues con la ignorancia, y la virtud con el saber.

En el año 399 Sócrates, que se había negado a colaborar con el régimen de los Treinta Tiranos, se vio envuelto en un juicio en plena reinstauración de la democracia bajo la doble acusación de «no honrar a los dioses que honra la ciudad» y «corromper a la juventud». Al parecer dicha acusación, formulada por Melitos, fue instigada por Anitos, uno de los dirigentes de la democracia restaurada. Condenado a muerte por una mayoría de 60 o 65 votos, se negó a marcharse voluntariamente al destierro o a aceptar la evasión que le preparaban sus amigos, afirmando que tal proceder sería contrario a las leyes de la ciudad, y a sus principios. El día fijado bebió la cicuta.

La influencia de Sócrates

Sócrates ejercerá una influencia directa en el pensamiento de Platón, pero también en otros filósofos que, en mayor o menor medida, habían sido discípulos suyos, y que continuarán su pensamiento en direcciones distintas, y aún contrapuestas. Algunos de ellos fundaron escuelas filosóficas conocidas como las «escuelas socráticas menores«, como Euclides de Megara (fundador de la escuela de Megara), Fedón de Elis (escuela de Elis), el ateniense Antístenes (escuela cínica, a la que perteneció el conocido Diógenes de Sinope) y Aristipo de Cirene (escuela cirenaica).

Noticias recogidas por Diógenes Laercio sobre Sócrates

Sócrates fue hijo de Sofronisco, cantero de profesión, y de Fenareta, obstetriz, como lo dice Platón en el diálogo intitulado Teeteto. Nació en Alopeca, pueblo de Ática. Hubo quien creyera que Sócrates ayudaba á Eurípides en la composición de sus tragedias, por lo cual dice Mnesíloco:

Los Frigios, drama es nuevo
De Eurípides, y consta
Que á Sócrates se debe (I).

Y después:

De Sócrates los clavos
Corroboran de Eurípides los dramas.

Igualmente Calias en la comedia Los Cautivos dice:

Tu te engríes, y estás desvanecido:
Pero puedo decirte
Que á Sócrates se debe todo eso.

Y Aristófanes, en la comedia Las Nubes, escribe:

Y Eurípides famoso,
Que tragedias compone,
Lo hace con el auxilio
De ese que habla de todo:
Así le salen útiles y sabias.

Habiendo sido discípulo de Anaxágoras, como aseguran algunos, y de Damón, según dice Alejandro en las Sucesiones; después de la condenación de aquel, se pasó a Arquelao Físico, el cual usó de él deshonestamente, como afirma Aristoxenes. Duris dice que se puso a servir, y que fue escultor en mármoles: y aseguran muchos que las Gracias vestidas que están en la Roca (la Acrópolis) son de su mano. De donde dice timón en sus Sátiras:

De estas Gracias provino
El cortador de piedras;
El parlador de Leyes,
Oráculo de Grecia.
Aquel sabio aparente y simulado,
Burlador, y orador semiateniense.

En la oratoria era vehementísimo, como dice Idomeneo; pero los treinta tiranos le prohibieron enseñarla, según refiere Jenofonte. También lo moteja Aristófanes porque hacía buenas las causas malas. Según Favorino, en su Historia varia, fue el primero que con Esquines, su discípulo, enseñó la Retórica: lo que confirma Idomeneo en su Tratado de los discípulos de Sócrates. Fue también el primero que trató la Moral, y el primero de los filósofos que murió condenado por la justicia.

Aristoxenes, hijo de Espíntaro, dice que era muy cuidadoso en juntar dinero; que dándolo a usura, lo recobraba con el aumento; y reservado éste, daba nuevamente el capital a ganancias. Según Demetrio Bizantino dice, Critón lo sacó del taller y se aplicó a instruirlo, prendado de su talento y espíritu. Conociendo que la especulación de la Naturaleza no es lo que más nos importa, comenzó a tratar de la Filosofía moral, ya en las oficinas, ya en el foro, exhortando a todos a que inquiriesen

Qué mal o bien tenían en sus casas.

Muchas veces, a excesos de vehemencia en el decir, solía darse de coscorrones y aun arrancarse los cabellos; de manera que muchos reían de él y lo menospreciaban; pero él lo sufría todo con paciencia. Habiéndole uno dado un puntillón, dijo a los que se admiraban de su sufrimiento: «Pues si un asno me hubiese dado una coz ¿había yo de citarlo ante la justicia? Hasta aquí Demetrio.

No tuvo necesidad de peregrinar como otros, sino cuando así lo pidieron las guerras. Fuera de esto, siempre estuvo en un lugar mismo, disputando con sus amigos, no tanto para rebatir sus opiniones, cuanto para indagar la verdad. Dicen que habiéndole dado a leer Eurípides un escrito de Heráclito, como le preguntase qué le parecía, respondió: «Lo que he entendido es muy bueno, y juzgo lo será también lo que no he entendido; pero necesita un nadador Delio». Tenía mucho cuidado de ejercitar su cuerpo, el cual era de muy buena constitución.

Militó en la expedición de Anfípolis; y dada la batalla junto a Delio, libró a Jenofonte, que había caído del caballo. Huían todos los atenienses, mas él se retiraba a paso lento, mirando frecuentemente con disimulo hacia atrás, para defenderse de cualquiera que intentase acometerlo. También se halló en la expedición naval de Potidea, no pudiendo ejercitarse por tierra en aquellas circunstancias. En esta ocasión dice que estuvo toda una noche en una situación misma. Peleó valerosamente, y consiguió la victoria; pero la cedió voluntariamente a Alcibíades, a quien amaba mucho, como dice Aristipo en el libro IV De las delicias antiguas.

Ión Quío dice que Sócrates en su juventud estuvo en Samos con Arquelao. Aristóteles escribe que también peregrinó a Delfos. Y Favorino afirma en el libro I de sus Comentarios, que también estuvo en el Itsmo. Era de un ánimo constante y republicano: consta principalmente, de que habiendo mandado Cricias y demás jueces traer a Leonte de Salamina, hombre opulento, para quitarle la vida, nunca Sócrates convino en ello; y de los diez capitanes de la armada fue él solo quien absolvió a Leonte. Hallándose ya encarcelado, y pudiendo huir e irse donde quisiese, no quiso ejecutarlo, ni atender al llanto de sus amigos que se lo rogaban; antes les reprendió, y les hizo varios razonamientos llenos de sabiduría.

Era parco y honesto. Panfila escribe en el libro VII de sus Comentarios, que habiéndole Alcibíades dado una área muy espaciosa para construir una casa, le dijo: «Si yo tuviese necesidad de zapatos ¿me darías todo un cuero para que me los hiciese? Luego ridículo sería yo si la admitiese». Viendo frecuentemente las muchas cosas que se venden en público, decía consigo mismo: «¡Cuánto hay que no necesito!». Repetía a menudo aquellos Yambos:

Las alhajas de plata,
De púrpura las ropas,
Útiles podrán ser en las tragedias;
Pero de nada sirven en la vida.

Menospreció generosamente a Arquelao Macedón, a Escopas Cranonio y a Eurilo Lariseo; pues ni admitió el dinero que le regalaban, ni quiso ir a vivir con ellos. Tanta era su templanza en la comida, que habiendo habido muchas veces peste en Atenas, nunca se le pegó el contagio.

Aristóteles escribe que tuvo dos mujeres propias: la primera Jantipa, de la cual hubo a Lamprocle; la segunda Mirto, hija de Arístides el Justo, la que recibió indotada, y de la cual tuvo a Sofronisco y a Menexeno. Algunos quieren casase primero con Mirto; otros que casó a un mismo tiempo con ambas, y de este sentir son Satiro y Jerónimo de Rodas; pues dicen que queriendo los atenienses poblar la ciudad, exhausta de ciudadanos por las guerras y contagios, decretaron que los ciudadanos casasen con una ciudadana, y además pudiesen procrear hijos con otra mujer; y que Sócrates lo ejecutó así.

Avivó el ánimo de Ificrates, capitán de la República, mostrándole unos gallos del barbero Midas que reñían con los de Calias. Glauconides lo tenía por tan digno de la ciudad, como un faisán o pavo. Decía que «es cosa maravillosa que siendo fácil a cualquiera decir los bienes que posee, no puede decir ninguno los amigos que tiene», tanta es la negligencia que hay en conocerlos. Viendo a Euclides muy solícito en litigios forenses, le dijo: «¡Oh Euclides! podrás muy bien vivir con loa sofistas, pero no con los hombres». Tenía por inútil y poco decente este género de estudio, como dice Platón en su Eutidemo. Habiéndole dado Cármides algunos criados que trabajasen en su provecho, no los admitió; y hay quien diga que menospreció la belleza del cuerpo de Alcibíades. Loaba el ocio como una de las mejores posesiones, según escribe Jenofonte en su Banquete. También decía que sólo hay un bien, que es la sabiduría, y sólo un mal, que es la ignorancia. Que las riquezas y la nobleza no contienen circunstancia recomendable; antes bien todos los males».

…Aprendió a tocar la lira cuando tenía oportunidad, diciendo no hay absurdo alguno en aprender cada cual aquello que ignora. Danzaba también con frecuencia, teniendo este ejercicio por muy conducente para la salud del cuerpo, como lo dice Jenofonte en su Banquete. Decía asimismo que un genio le revelaba las cosas venideras. «Que el empezar bien no era poco, sino cercano de lo poco. Que nada sabía excepto esto mismo: que nada sabía. Que los que compran a gran precio las frutas tempranas desconfían llegar al tiempo de la sazón de ellas».

Preguntado una vez qué cosa es virtud en un joven, respondió: «El que no se exceda en nada». Decía que «se debe estudiar la geometría hasta que uno sepa recibir y dar tierra medida» Habiedo Eurípìdes en la tragedia Auge dicho de la virtud

Que es acción valerosa
Dejarla de repente y sin consejo:

se levantó y se fue diciendo «era cosa ridícula tener por digno de ser buscado un esclavo cuando no se halla, y dejar perecer la virtud». Preguntado si era mejor casarse o no casarse, respondió: «Cualquiera de las dos cosas que hagas te arrepentirás». Decía que «le admiraba ver que los escultores procuraban saliese la piedra muy semejante al hombre, y descuidaban de procurar no parecerse a las piedras». Exhortaba a los jóvenes «a que se mirasen frecuentemente al espejo, a fin de hacerse dignos de la belleza, si la tenían; y si eran feos, para que disimulasen la fealdad con la sabiduría».

La acusación jurada, y que, según Favorino, todavía se conserva en el templo Metroo, fue como se sigue: «Melito Piteense, hijo de Melito, acusó a Sócrates Alopecense, hijo de Sofronisco, de los delitos siguientes: Sócrates quebranta las leyes, negando la existencia de los dioses que la ciudad tiene recibidos, e introduciendo otros nuevos; y obra contra las mismas leyes corrompiendo a la juventud. La pena debida es la muerte».

(Diógenes Laercio, «Vidas de filósofos ilustres», trad. José Ortiz, ed. Iberia, Barcelona, 1962)

Que no, que no ¡Viva Sócrates!

Artículo de Agustín García Calvo

Por lo visto, un periodista norteamericano retirado, un tal señor Stone, ha sacado un libro, que las prensas españolas se han apresurado a venderles a ustedes traducido bajo el título El Juicio de Sócrates. Parece ser que el autor, para darle a la cosa ese empaque de escrúpulo y seriedad científica, cuenta que, para acometer su empresa, se puso en su vejez, como Catón el Viejo, a estudiar griego. Uno pensaría que, si se tomó ese deleitoso trabajo, sería para poder entender con precisión los ambages lógicos y sutilezas que juegan en los diálogos socráticos (lo cual requiere ciertamente una buena familiaridad con el ático coloquial de esa literatura) y para meterse un poco en el interminable intento de, a través de las versiones de Platón y de Jenofonte, comparando y contrastando, discernir algo de lo que pudo acaso decir la voz de Sócrates dialogando por las calles. Pero no: al sr.St. no le interesa para nada a qué suena sócrates ni lo que dice: le interesa el personaje Sócrates, y la Democracia, y discutir una vez más de los motivos que tuviera el Jurado democrático ateniense para condenarlo a muerte a los 70 años; para el cual fin, le bastaba con recoger una sarta de trivialidades históricas y opiniones ramplonas sobre el caso, que unas mediocres traducciones en su lengua le hubieran igual de bien proporcionado. (Los lectores que quieran, con motivo de este devaneo, volver un poco sobre el caso, disponen, entre otras, de la Vida de Sócrates de A. Tovar, muchas veces reeditada y traducida y, si lo quieren más escueto [oso ofrecérselo porque son libros hace años agotados y que tendrán que buscar en alguna biblioteca], el artículo ‘Sócrates’, que fabriqué hace unos 15 años para la enciclopedia Universitas de la Ed. `Salvat’, t. II, y Las obras socráticas de Jenofonte que saqué un par de años antes en la colección de bolsillo de `Alianza Editorial’.) El meterse con la figura de Sócrates ha sido una ocupación frecuente en este mundo, desde que, vivo él y presente, Aristófanes (que en política era conservador y amigo de paces con los espartanos) la puso en Las Nubes en ridículo, cargándola con especulaciones físicas y malas mañas retóricas que no tenían mucho que ver con Sócrates, pero que daban motivo a un espléndido juego cómico; y después de muerto, la más notoria hasta ahora de las diatribas antisocráticas era la de Nietzsche, que lo atacaba sobre todo porque, frente al principio puro y duro de ‘el más fuerte’, (contra el que se lanza el Sócrates de Platón en el libro I de la República), le parecía a él que venía Sócrates a sostener la ley de los débiles y comunes, o sea el principio mismo de toda democracia. Ahora este sr.St. la toma con esa figura casi exactamente par lo contrario: porque Sócrates, amigo esta vez de oligarcas y hasta de regímenes espartanos, era un peligro o molestia para la Democracia, y que, en el fondo, por eso lo condenaron; lo cual al sr.St., como demócrata que él es, le hace comprender mejor, si no disculpar del todo, que el Jurado democrático ateniense lo condenara. Cuesta enterarse de tan crasa majadería sin encolerizarse un poco, y a duras penas me avengo a rememorar un par de notas sobre la figura de Sócrates, antes de volver a lo que importa. Hace el sr.St. como si no se nos hubiera transmitido claramente que los cargos par los que se juzgó y condenó a Sócrates fueron el de corromper a los jóvenes y el de meter dioses que no eran los oficiales; o le parece muy normal y democrático que a uno se le monte un juicio con unos cargos aparentes, mientras que por bajo anda otro cargo verdadero; que no es siquiera el de que a la mayoría democrática de los atenienses Sócrates les caía gordo y estaban hartos, sine eso de que no era un buen demócrata y más bien le gustaban los regímenes aristocráticos; cargo, por cierto, que era fácil de formular, y que en las varias democracias atenienses se había muchas veces empleado. ¿Para qué habría que andar acusando a Sócrates de pervertir jóvenes y de traer otros dioses, cargos más bien insólitos y poco decentes para los ideales democráticos, si no era de eso de lo que se le acusaba? Luego, el sr.St., al parecer, se desentiende de que, habiéndole dejado a Sócrates vivir 70 años, había pasado por regímenes de diversos colores en Atenas, entre ellos algunos netamente oligárquicos, como el de los 30 Tiranos; durante el cual a Sócrates, como en tales regímenes se suele, sabemos que Los Treinta quisieron implicarlo con ellos encargándole una gestión policíaca para atrapar a uno de la lista negra; a lo cual él respondió no dándose por enterado del encargo; así que en un tris debió de estar que en consecuencia se lo hubieran cargado a él, adelantándole así la cosa algunos años y haciéndole para la Historia perecer bajo una oligarquía en vez de bajo una Restauración de la Democracia. ¿Cómo desconocer la evidente indiferencia de Sócrates por los cambios de régimen y las actualidades políticas de Atenas?: él se dedicaba a preguntar, entre otras cosas, qué es eso de `gobernar un estado’; y ésa es una pregunta que a ningún tipo de Gobierno le sienta bien; sólo que a Sócrates la mayor parte de su vida le tocó hacerla bajo una Democracia. ¿De dónde vienen entonces esas historias del sr.St. sobre Las ideas políticas de Sócrates y sus simpatías par el régimen espartano? Ahí debe de estar lo más zafio del guisado: de los casi solos testimonios socráticos que nos quedan, los escritos de Platón y de Jenofonte, apenas si con mil miramientos y discusión de contradicciones han podido los filólogos ir sacando algún hilo para discernir lo que en ellos podía haber de socrático, separándolo de lo que los autores fueron atribuyéndole de sus propias ideas y sus gustos a su respectivo personaje `Sócrates’.. Pero en cambio, de Platón y de Jenofonte estamos bien informados: Jenofonte, bastante limitado de entendederas y facultad dialéctica (tanto más admirable que el recuerdo de las charlas socráticas oídas en su juventud le hiciera escribir en defensa de su memoria), era un señor con ideales de derechas y declaradamente filoespartano; Platón, maravilla de lucidez y gracia en la escritura, a quien debemos, por sus diálogos de juventud, la mayor parte de lo que pueda habernos llegado de la voz de Sócrates, sabemos que con la edad fué desarrollando ideales políticos y colaborando incluso con dictadores en ensayos para realizarlos. Pues bien, héte aquí que ahora el sr.St. le cargo tranquilamente a Sócrates todo lo que a su propósito le viene bien de Las monsergas morales y políticas que Jenofonte sobre todo le mete de vez en vez a su personaje `Sócrates’, y supongo que también de los ideales políticos de Platón, que también él fué cada vez más descaradamente poniendo en boca de su `Sócrates’, (aunque hay que decir que en el último y más grueso de los tratados políticos, las Leyes tuvo la decencia de retirar al fin el nombre de Sócrates de la trama), y así se ha debido de montar el sr.St. el Sócrates que le hacía falta para el juicio. En fin, el colmo de la cosa debe de ser cuando, como muestra del desprecio de Sócrates par la Democracia, le reprocha el sr.St. no haber en su defensa apelado al Principio de la Libertad de Expresión, genial invento que si Sócrates hubiese usado, le habría disculpado de corromper jóvenes y de meter dioses nuevos. Como si Sócrates no hubiera hecho al Principio Democrático de la Libertad de Expresión el más directo y fino homenaje que se puede, a saber, el de usarla, soltando el día del juicio, igual que cualquiera de los de su vida, lo que le salía par esa boca, sin cuidarse mucho de las consecuencias. Y todavía, yo creo que el sr.St. sospecha que Sócrates, que podía haberse fácilmente salvado de la condena (y podía, sí: a lo que dicen nuestras fuentes, pudo en contrapropuesta de pena condenarse a una multa muy grande, tomando el dinero que sus amigos ricos le ofrecían, cosa que el Jurado habría aceptado probablemente; pero él, que pensaba que lo que Atenas le debía era agradecimiento, por haber operado sobre ella como el tábano que mantiene despierto a un caballo remolón, se obstinó en no ceder en eso; y todavía, a regañadientes, se condenaba a pagar todo el dinero que él tenía, unas 20 o 30 mil pesetas de las de ahora, lo que al Jurado, claro, no iba a parecerle respetable), pues sospecha el sr.St. -yo creo- que se dejó ejecutar adrede para chinchar a la Democracia y dejarla para siempre cargada con la mala sombra de su muerte. No puedo más seguir en torno a la figura de Sócrates con estas necedades. El libro del sr.St. ni siquiera lo he leído: al entrar o salir de cenar lo he hojeado un par de noches en las pilas de novedades de algún drugstore, y no me han dada ganas de más. Ni me habría ocupado de semejante libro, si no llega a ser que un amigo me trajo a la atención un par de artículos que han sacado G. Jackson en El Independiente, 24 de Febrero, y F. Savater en El País del 26, a propósito del libro, tratándolo con encomio, aprobando su ingenio y probidad histórica, y hasta Savater, que en años lejanos anduvo leyendo conmigo restos de presocráticos (y sócrates no es otra cosa que el último de los presocráticos), estimando contundentes los argumentos del sr.St. y declarando la delicia de iconoclastia que con ese libro le ha cosquilleado. ¿Qué puede pensar uno de estos hombres? Lo más piadoso que se le ocurre pensar a uno es que están viejos o se están haciendo viejos, o adultos par lo menos. Porque es que la voz de Sócrates es un encanto perpétuo para los oídos de los muchachos. La figure `Sócrates’, al fin y al cabo, allá se vaya, con su juicio y su muerte, con la Atenas democrática del 399 ante y la Administración de la Casa Blanca de 1989 post, y la sarta de zarandajas históricas con que entretienen su tránsito hacia la muerte los ejecutivos y señoras de ejecutivos comadreando delante del televisor o en su pantalla: ¿a quién le quita el sueño el figurón de Sócrates y los mecanismos políticos de su ejecución? Pero la voz de Sócrates, eso que, gracias a y a la vez a pesar de Platón y Jenofonte, resucita de los escritos y suena una vez y otra, eso a los muchachos y menos formados los encanta una vez y otra y les hace abrírseles los ojos y palpitar en una pasión de razonamiento viva. Porque es que, en el trance en que el mundo los tiene de aceptar el principio de realidad, de someterse par su propio bien futuro a las ideas que los mayores les inculcan, suena una voz que a cada una de esas ideas dominadoras pregunta «¿Qué es?», y descubre razonando amablemente las contradicciones y mentira de que están formadas, y eso es como un aliento de liberación en que aletean aunque sea un breve rato sus corazones; y así les pasa como cuenta el Alcibíades de Platón (Symp. 215 d-216 b), al que hace entrar al final del convite de Amor medio borracho, diciendo aquello de que, cada vez que oía a Sócrates, o las razones de sócrates referidas por boca de algún otro, le danzaba el corazón y se le saltaban las lágrimas, y le parecía que no podía un momento más seguir viviendo como vivía. Luego los muchachos suelen hacerse mayores, y empiezan a creer a su vez en cosas, en el ideal Nacional-sindicalista o en la Democracia por ejemplo, y a ocupar sus puestos y destinos; y entonces eso de Sócrates les estorba, como a ese Alcibíades, al que saca Platón en un trance de su vida en que está ocupando altos cargos en la Administración Democrática de Atenas, y que sigue en su discurso declarando que ahora lo que tiene que hacer es andar escapado de sócrates y, como Ulises con las sirenas, tapándose los oídos a sus razones, porque sabe que, si las oye, va a pasarle otra vez como de muchacho, y se va a quedar allí hasta la vejez oyéndolas. Sólo que no suelen los hombres confesarse tan claro esa necesaria huída y sordera a sócrates a que su estado adulto les obliga; lo corriente es que apaguen pronto sus contradicciones, crean firmemente en algunos ideales o principios (en caso de que el recuerdo de sócrates siga aguijando macho, pueden, como Platón y Jenofonte, atribuírle a Sócrates las ideas en que ellos van, con la vejez, creyendo), o más bien no vuelvan siquiera a acordarse de a qué sonaba sócrates, al menos hasta que alguno de los niños o niñas que hayan criado para el Cielo venga por ventura a oírlo y se lo recuerde amargamente. Es una pena que los oyentes de Sócrates tengan en su mayoría que ser siempre tan inexpertos y jovenzuelos, y desde luego, esto de la sucesión de generaciones y que, aunque la voz siga sonando siempre, esos jovenzuelos tengan que ser a cada paso otros y otros, no es un procedimiento nada satisfactorio ni para quedarse tan conformes; pero el tinglado así lo condiciona; y en tanto y no que pasa algo para desbaratarlo y acabar con esas condiciones, lo que sí conviene que notemos es que el truco principal para anular o ensordecer las razones es el de confundir la voz de sócrates con la figure histórica de Sócrates, y para no oírlas, platicar mucho de las anécdotas de su juicio y su condena y muerte bajo las piedrecillas de los votos negros de la mayoría democrática de un Jurado de la vieja Atenas. Recuérdese que esa reducción de las razones de sócrates a la máscara histórica y personal de Sócrates y a sus líos con el régimen político de su pueblo que le tocó en suerte, eso es el verdadero proceso para juzgarlo y condenarlo, una y otra vez, a muerte.

Nota:

El libro al que se refiere el autor del artículo, Agustín García Calvo, lleva por título «El Juicio de Sócrates». Fue escrito por I.F.Stone, y publicado por Mondadori, en Madrid, el año 1988.