Pitágoras de Samos
Vida y pensamiento
Sección publicada en webdianoia.com por primera vez el 3 de diciembre de 2001
Biografía
La vida de Pitágoras se encuentra envuelta en leyendas. Nació en Jonia, en la isla de Samos, hacia el 572 a.C. y, al parecer, conoció a Anaximandro de Mileto. Se le atribuyen viajes a Egipto y Babilonia. La tiranía de Polícrates le hizo abandonar Samos, trasladándose a Italia y estableciéndose en Crotona. Allí creó una secta filosófico-religiosa, inspirada en el orfismo, cuyos miembros vivían en comunidad de bienes, participando de un conjunto de creencias y saberes que permanecían en secreto para los no iniciados.
La influencia ejercida por dicha secta en Crotona fue considerable, al parecer, llegando a suscitar la enemistad del pueblo que se rebeló contra el dominio ejercido por las secta pitagórica y, en el transcurso de esa revuelta popular, puso fuego a sus propiedades y los expulsó de la ciudad. Se dice que Pitágoras se refugió en Metaponto, donde murió poco después, hacia el 496 antes de Cristo.
Pensamiento
Son pocas las referencias a su obra entre los antiguos, incluidas las de Platón y Aristóteles, pero abundantes a partir de ellos (lo que genera muchas dudas sobre su autenticidad) y en las que se mezcla, además, la leyenda y la realidad, o lo que podría ser tomado como una referencia real a Pitágoras o a los pitagóricos (hoy sabemos, por ejemplo, que la atribución a Pitágoras del descubrimiento del teorema que lleva su nombre no es defendible). Es difícil fijar también qué doctrinas pertenecen a Pitágoras y cuáles pudieron ser desarrolladas por sus discípulos posteriores: Alcmeón o Filolao, por ejemplo.
La filosofía de Pitágoras se desarrolla en una doble vertiente: una místico-religiosa y otra matemático-científica.
a) Por lo que respecta a la primera, el eje central está representado por la teoría de la trasmigración de las almas y la consecuente afirmación del parentesco entre todos los seres vivos. Según ella, las almas son entidades inmortales que se ven obligadas a permanecer en cuerpos reencarnándose sucesivamente pasando de unos a otros durante un periodo de tiempo indeterminado, hasta superar el proceso de reencarnaciones gracias a la purificación (catarsis), que culmina en el regreso del alma a su lugar de origen. Para ello, era necesario observar numerosas reglas de purificación, por ejemplo, la abstinencia de la carne, así como diversas normas rituales y morales. Esta teoría será adaptada posteriormente por Platón, constituyendo un elemento importante de su filosofía.
b) Respecto a la vertiente matemático-científica, Pitágoras afirmaba que los números eran el principio (arjé) de todas las cosas.
b.1 No sabemos si se concebían los números como entidades físicas o si, por el contrario, se afirmaba que el principio de la realidad era algo de carácter formal, es decir, no material (una relación, una estructura…). Aristóteles pensaba que la doctrina pitagórica del número se basaba en descubrimientos empíricos; por ejemplo, el hecho de que los intervalos musicales puedan expresarse numéricamente. (De hecho los pitagóricos concedieron una gran importancia al estudio de la música, vista su relación con las matemáticas. Esta relación la pudieron ir ampliando al resto de objetos que constituyen la realidad, descubriendo en el número la razón de todo lo real, lo que llevaría a convertirlo en el «arjé» de los milesios.) Parece, además, que los pitagóricos concibieron los números espacialmente, identificando el punto geométrico con la unidad aritmética. Las unidades tendrían, pues, extensión espacial y podrían ser consideradas, como dice Aristóteles, como el elemento material de las cosas.
b.2 Es dudoso que los pitagóricos hayan podido interpretar el número como una realidad de carácter formal o como una estructura de la realidad, es decir, como algo no material, dado que la aparición clara de la concepción de una realidad no material difícilmente puede anticiparse a la reflexión platónica sobre el tema. No obstante, pese a las explicaciones de Aristóteles, tampoco queda muy claro cómo podría interpretarse el número como una entidad material. También en su vertiente matemática influirán en Platón los pitagóricos.
Noticias recogidas por Diógenes Laercio sobre Pitágoras
Después de haber tratado de la Filosofía jónica, dimanada de Tales, y de los varones que se hicieron célebres en ella, pasaremos ahora a tratar de la italiana, cuyo autor fue Pitágoras, hijo de Mnesarco, grabador de anillos, natural de Samos, como dice Hermipo, o bien fue tirreno, natural de una isla que poseyeron los atenienses echando de ella a los tirrenos, según escribe Aristójeno. Algunos dicen fue hijo de Mármaco; éste, de Hupaso; éste, de Eutifrón y éste lo fue de Cleónimo, que es el que huyó de Filunte. Que Mármaco habitó en Samos, de donde Pitágoras se llamó Samio. Que pasando éste de allí a Lesbos, fue recomendado a Ferecides por Zoilo, tío suyo; construyó tres cálices de plata y los llevó en regalo a tres sacerdotes egipcios. Tuvo dos hermanos, el mayor de los cuales se llamó Eunomo, el mediano se llamó Tirreno. Tuvo también un esclavo, llamado Zamolxis, a quien sacrifican los getas juzgándolo Saturno, como dice Herodoto.
Pitágoras, pues, según hemos dicho, oyó a Ferecides Siro. Después que éste murió se fue a Samos, y fue discípulo de Hermodamante (que ya era viejo), consanguíneo de Creófilo. Hallándose joven y deseoso de saber, dejó su patria y se inició en todos los misterios griegos y bárbaros. Estuvo, pues, en Egipto, en cuyo tiempo Polícrates lo recomendó por cartas a Amasis; aprendió aquella lengua, como dice Anfitrión en su libro De los que sobresalieron en la virtud, y aun estuvo con los caldeos y magos. Pasando después a Creta con Epiménides, entró en la cueva del monte Ida.
No menos entró en los áditos de Egipto y aprendió las cosas contenidas en sus arcanos acerca de aquellos dioses. Volvió después a Samos, y hallando la patria tiranizada por Polícrates, se fue a Crotona, en Italia, donde, poniendo leyes a los italianos, fue celebérrimo en discípulos, los cuales, siendo hasta trescientos, administraban los negocios públicos tan noblemente, que la República era una verdadera aristocracia.
Heráclides Póntico refiere que Pitágoras decía de sí mismo que «en otro tiempo había sido Etálides y tenido por hijo de Mercurio; que el mismo Mercurio le tenía dicho pidiese lo que quisiese, excepto la inmortalidad, y que él le había pedido el que vivo y muerto retuviese en la memoria cuanto sucediese». Así que mientras vivió se acordó de todo, y después de muerto conservó la misma memoria. «Que tiempo después de muerto, pasó al cuerpo de Euforbo y fue herido por Menelao. Que siendo Euforbo, dijo había sido en otro tiempo Etálides, y que había recibido de Mercurio en don la transmigración del alma, como efectivamente transmigraba y circuía por todo género de plantas y animales; el saber lo que padecería su alma en el infierno y lo que las demás allí detenidas. Que después que murió Euforbo, se pasó de alma a Hermótimo, el cual, queriendo también dar fe de ello, pasó a Branquida, y entrando en el templo de Apolo, enseñó el escudo que Menelao había consagrado allí»; y decía que «cuando volvía de Troya consagró a Apolo su escudo, y que ya estaba podrido, quedándole sólo la cara de marfil. Que después que murió Hermótimo se pasó a Pirro, pescador delio, y se acordó de nuevo de todas las cosas, a saber: cómo primero había sido Etálides, después Euforbo, luego Hermótimo y enseguida Pirro». Y finalmente, que después de muerto Pirro vino a ser Pitágoras, y se acordaba de todo cuanto hemos mencionado.
Sosícrates, en las Sucesiones, dice que habiéndole preguntado León, tirano de los fliasios, quién era, dijo: «Filósofo». Y que comparaba la vida humana a un concurso festivo de todas gentes; pues así como unos vienen a él a luchar, otros a comprar y vender, y otros, que son los mejores, a ver; también en la vida unos nacen esclavos de la gloria; otros, cazadores de los haberes, y otros filósofos, amantes de la virtud. En los tres libros de Pitágoras se contienen universalmente estos documentos. No deja que nadie ore por sí mismo, puesto que no sabe lo que le conviene. Llama a la ebriedad pernicie del entendimiento. Reprueba la intemperancia diciendo que nadie debe excederse de la justa medida en bebidas y comidas. De las cosas venéreas habla en esta forma: «De la Venus se ha de usar en invierno, no en verano; en otoño y primavera, más ligeramente; pero en todo tiempo es cosa gravosa y nada buena a la salud». Y aun preguntado una vez cuándo convenía usarla, dijo: «Cuando quieres debilitarte a ti mismo».
La vida del hombre la distribuye en esta forma: la puericia, veinte años; la adolescencia, veinte; la juventud, veinte, y veinte la senectud. Estas edades son conmensuradas con las estaciones del año, a saber: la puericia con la primavera, la adolescencia con el estío, la juventud con el otoño y la senectud con el invierno. Por adolescencia entiende la juventud, y por juventud la virilidad. Fue el primero que dijo, como asegura Timeo, que «entre los amigos todas las cosas Son comunes» ); y que la amistad es una igualdad.
Sus discípulos también depositaban sus bienes en común. Callaban por espacio de cinco años, oyendo sólo la doctrina; y nunca veían a Pitágoras hasta pasada esta aprobación. De allí en adelante ya iban a su casa y participaban de su vista. Absteníanse de la madera de ciprés para ataúdes, porque de ella es el cetro de Júpiter. Hermipo escribe esto en el libro II De Pitágoras Se refiere que fue sumamente hermoso, y los discípulos creían era Apolo que había venido de los Hiperbóreos. Dicen igualmente que desnudándose una vez, se vio que uno de sus muslos era de oro. Y también afirman muchos que pasando una ocasión el río Neso le impuso este nombre. No menos Timeo, en el libro XI de sus Historias, escribe que Pitágoras a las que cohabitan con los hombres las llamaba diosas, vírgenes, ninfas y luego madres.
Afirman fue el primero que dijo que «el alma, haciendo un necesario giro, pasa de unos animales a otros». Fue también el primero que introdujo en Grecia las medidas y pesos, como dice Aristójenes el Músico. El primero que llamó Véspero y Fósforo al mismo astro, según asegura Parménides. Fue tan admirado de cuantos lo conocían, que a sus sentencias las llamaban palabras de Dios . Aun él mismo escribe diciendo que «después de doscientos siete años había vuelto del infierno a los hombres». Permanecían con él y a él concurrían por su doctrina los lucanos, picentes, mesapios y romanos. Pero hasta Filolao no fue conocido el dogma pitagórico.
Formó por Italia muchos hombres honestos y buenos, singularmente Zaleuco y Carondas, legisladores. Era muy diestro para hacer amistades: y si sabía que alguno era participe de sus símbolos, luego se lo hacia compañero y amigo. Sus símbolos eran éstos: No herir el fuego con la espada. No pasar por encima de la balanza. No estar sentado sobre el quénice. No comer corarán. Ayudar a llevar la carga, y no imponerla. Tener siempre cogidas las cubiertas de la cama. No llevar la imagen de Dios en el anillo. Borrar el vestigio de la olla en la ceniza. No estregar la silla con aceite. No mear de cara al sol. No andar fuera del camino público. No echar mano sin reflexión. No tener golondrinas bajo su mismo techo. No criar aves de uñas corvas. No mear ni caminar sobre las cortaduras de uñas y cabellos. Apartar la espada aguda. No volver a la patria quien se ausente de ella.
Prohibía comer habas, por razón de que constando éstas de mucho aire, participan también mucho de lo animado, aunque por otra parte hagan buen estómago, y hacen leves y sin perturbaciones las cosas soñadas. Alejandro en las Sucesiones de los filósofos, dice haber hallado en los escritos pitagóricos también las cosas siguientes: Que el principio de todas las cosas es la unidad, y que de ésta procede la dualidad, que es indefinida y depende, como materia, de la unidad que la causa. Así, la numeración proviene de la unidad y de la dualidad indefinida. De los números provienen los puntos; de éstos, las líneas; de las líneas, las figuras planas; de las figuras planas, las sólidas, y de éstas los cuerpos sólidos, de los cuales constan los cuatro elementos, fuego, agua, tierra y aire, que trascienden y giran por todas las cosas, y de ellos se engendra el mundo animado, intelectual, esférico, que abraza en medio a la tierra, también esférica y habitada en todo su rededor.
Que hay antípodas, nosotros debajo y ellos encima. Que en el mundo existen por mitad la luz y la sombra, el calor y el frío, el seco y el húmedo. De éstos, cuando reina el calor es verano; cuando el frío, invierno. Que cuando estas cosas se dividen por iguales partes, son muy buenas las estaciones del año, de las cuales las flores es la saludable primavera, y la que fenece es el enfermizo otoño. En cuanto al día, florece la aurora y fallece la tarde, por cuya razón es también más insalubre. Que el aire que circuye la tierra quieto o no agitado es enfermizo, y cuantas cosas hay en él son mortales. Que el aire superior se mueve siempre, es puro y sano, y cuantos en él moran son inmortales y por tanto, divinos.
Hermipo dice que, estando en guerra agrigentinos y siracusanos, salió Pitágoras con sus discípulos y secuaces en favor de los agrigentinos; y que derrotados éstos, iba girando junto a un campo de habas, donde lo mataron los siracusanos. Los demás hasta treinta y cinco fueron quemados en Taranto, queriendo oponerse a los primeros ciudadanos en el gobierno de la república.
Otra cosa dice también de Pitágoras Hermipo, y es: «Que pasado a Italia, se hizo una habitación subterránea y mandó a su madre notase por escrito cuanto sucedía, señalando también el tiempo; luego se entró en el subterráneo, dándole su madre escritas cuantas cosas acaecían fuera. Que pasado tiempo, salió Pitágoras flaco y macilento, y congregando gentes dijo que volvía del infierno, y les iba contando las cosas acontecidas. Que los oyentes, conmovidos de lo que había dicho, prorrumpiendo en lágrimas y lamentos, y creyeron ver en Pitágoras algo divino, de manera que le entregaron sus mujeres para que aprendiesen sus preceptos; de donde vino que fueron llamadas Pitagóricas.
(Diógenes Laercio, «Vidas de filósofos ilustres», trad. José Ortiz, ed. Iberia, Barcelona, 1962)