Perdonar: El desafío de la posmodernidad

Decía Hannah Arendt que, para perdonar, la otra parte debe presentarse arrepentida. De esta forma, el acto de perdonar involucra, cuanto menos, dos partes: la parte arrepentida y la parte perjudicada. De forma que el acto de perdonar se torna, cuando no inútil, imposible, en la medida en que la primera parte no muestra arrepentimiento. Aquí es cuando aparece un conflicto propio de nuestra época. Advirtiera el gran pensador argentino Pablo Muñoz Iturrieta que: “A nivel social, el concepto general que se maneja del ser humano en la actualidad es el de una realidad totalmente subjetiva, inmanente, sin ningún fin y sin ningún tipo de límite externo o interno para hacer lo que se le antoje, ya que se le otorga una libertad ilimitada que le da el ‘poder’ para incluso recrearse él mismo en la identidad que se le antoje. […] Es un hombre metido en sí mismo, sin ningún límite moral en la concepción de su propia vida, es el hacer y dejar hacer, con una vida enfocada en la búsqueda de satisfacción individual cueste lo que cueste […]. De fondo, opera una idea errada de libertad humana como valor absoluto. Esto es consecuencia inevitable de quitar todo elemento trascendente a la realidad humana. Al no haber Dios ni nada fuera de este mundo material que le dé sentido a la existencia humana, la libertad se convierte inevitablemente en la fuente de valores. Como la concepción postmoderna de la realidad termina eliminando la verdad y toda realidad fuera de la propia conciencia (todo es ‘construcción social’), el hombre se constituye en fuente de verdad y valores. Es por eso que cada uno tiene ‘su verdad’, lo que paradójicamente conduce a una dictadura del relativismo […]. Pero como la libertad en sí misma no significa nada, sino que es el ejercicio voluntario de una decisión, son los sentimientos o ‘instituciones’ las que se convierten en fundamento del obrar moral. La propia moral del hombre idiota se convierte así en juez supremo e infalible por el solo hecho de provenir de su interior. […] Incluso el concepto individualista, progresista y postmoderno de la persona está totalmente despojado de la noción filosófica de ‘ser humano’ o ‘naturaleza humana’. Ya lo vio con claridad Juan Pablo II cuando denunciaba: ‘El individualismo, llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana’. De ahí el carácter identitario del hombre contemporáneo: busca una identidad para así llenar el vacío filosófico de su propia existencia”1. Advertía tiempo atrás el pensador José Ortega y Gasset que “la vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. […] Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que solo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin «forma». Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las órdenes han quedado en suspenso. Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana, para vacar a sí misma. […] Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse. Librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener quehacer. Y como ha de llenarse con algo, se «inventa» o finge frívolamente a sí propia, se dedica a falsas ocupaciones, que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberintico. Se comprende. Vivir es ir disparando hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a lo que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar solo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar dentro de sí”2. 

Para el hombre del presente, “su vida es más que todas las antiguas o, dicho viceversa, que el pasado íntegro le ha quedado chico a la Humanidad actual. […] El resto del espíritu tradicional se ha evaporado. Los modelos, las normas, las pautas, no nos sirven. […] Nuestro tiempo se caracteriza por una extraña presunción de ser más que todo tiempo pasado; más aún: por desentenderse de todo pretérito, no reconocer épocas clásicas y normativas, sino verse a sí mismo como una vida superior a todas las antiguas e irreductible a ellas”3. Como lo resumen Lluís Duch y Albert Chillón: “Todo lo que había sido o parecido firme se desvanecía en el aire; proceso de sublimación que se precipitó una centuria después, cuando la prosperidad subsiguiente a la hecatombe mundial trajo consigo —junto con otros factores— un nuevo espíritu del tiempo. De la moral […] se pasó al ethos individualista y hedonista; del auge de los ídolos a su solo aparente crepúsculo; de la sucesión de estilos puros a su promiscuidad; de las utopías que buscaban la consumación del futuro al culto a la consumición del ahora; y de la reverencia a la Verdad una y mayúscula, en fin, a la coexistencia de verdades relativas, minúsculas y plurales. […] El milenario relato cristiano de la emancipación redentora devino en asunto de elección personal, y ya no en dogma de fe obligatorio, en un Occidente embriagado por la secularización, la libertad sexual y la tecnolatría”4. 

Decía el filósofo Bertrand Russell que “en este universo sin Dios, nosotros nos convertimos en dioses”5, pero ocurre que “para el hombre que se ha vuelto Dios, ya no existe la verdad ni el deber, que representan nuestro sometimiento a la materia y a nuestros vecinos; para lo demás, la verdad es lo que él afirma como tal, el deber es lo que él ordena”6. Así es que llega a comprenderse que, cuando la moral deja de ser objetiva para convertirse en individual (cuando no inmoral, pues como demostrara Ayn Rand, entre la moral y la inmoralidad no hay punto medio7, pues “en cualquier compromiso entre el bien y el mal, solo el mal puede beneficiarse”; Como evidenciara Benjamin Whichcote, “en muchos casos, es muy difícil arreglar los límites del Bien y del Mal, porque estos se separan, como el Día y la Noche, que están separados por Crepúsculo”. Ya decía John Cheever que “la sabiduría es el conocimiento del bien y del mal, no la fuerza para elegir entre los dos” o, dicho en otros términos: existe la moral, y todo lo que por fuera de ella se manifieste representa un claro tinte inmoral. Peor aún, como sentenciara José Ortega y Gasset, el hombre medio no tiene un parámetro moral siquiera8), las acciones inmorales dejan de ser objetivas para prenderse a la interpretación de cada agente, pues como diría Gianni Vatimo, en la posmodernidad no existen hechos, sino interpretaciones9. Así pues, una acción inmoral para la visión cristiana de la vida es perfectamente identificable, pero para el individuo atomizado del siglo XXI, las interpretaciones se vuelven particulares. Reflexionara tiempo atrás el sociólogo Zigmunt Bauman que en la posmodernidad, el comportamiento ético correcto, antes único e indivisible, comienza a evaluarse como «razonable desde el punto de vista económico», «estéticamente agradable», «moralmente adecuado». Las acciones pueden ser correctas en un sentido y equivocadas en otro10. Tanto así que cada acción queda subsumida a la mera interpretación de las partes, de forma en que la parte perjudicada no puede mostrar el perdón sin el arrepentimiento de la primera, que nace de la reflexión de las propias acciones a partir de parámetros morales objetivos, pero que ahora su parámetro moral depende exclusivamente de sí mismo, de forma que tal vez siquiera interprete que sus acciones deban merecer reproche alguno. Si la moral es relativa de cada agente, se pierde noción de lo que es correcto o no en una sociedad dada. 

Como explica Fernando Savater: “La ética en el mundo actual difícilmente puede parecerse a un conjunto de mandamientos, normas, prescripciones y proscripciones nítidamente establecido: es más bien una perspectiva de reflexión personal sobre la libertad que ejercemos eligiendo y descartando en una realidad social demasiado rica como para no romper las costuras de todos los formularios. La perspectiva ética es siempre la del aquí y ahora concretos del sujeto que reflexiona sobre cómo vivir mejor su humanidad compartida. No es una desazón de la que nos sea dado descansar apelando al criterio resolutorio de una autoridad externa. Podemos contrastar opiniones, recibir consejos, sopesar argumentos e informarnos sobre consecuencias probables de nuestras acciones, pero a fin de cuentas la decisión y la responsabilidad moral siempre recae sobre uno mismo”11. Pues como observara José Ortega y Gasset, el hombre-masa “se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”12. 

La base del perdón 

En su sentido tradicional, la concepción cristiana que ha perdurado milenios comprende el perdón como aquella institución mediante la cual el pecado, comprendido como una ofensa a Dios, se perdona a través del sacramento de la confesión o penitencia. En este sentido, un aspecto clave para acceder al perdón de los pecados, se comprende, es el propio reconocimiento de las faltas cometidas. Es a través de los sacerdotes que se obtiene el perdón divino por medio de la absolución. La Iglesia católica sostiene esta capacidad del sacerdote en las palabras que el evangelio pone en boca de Jesucristo: “Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos” (Juan 20:23). El cristiano reconoce que, al ofender a alguien, es a Dios mismo a quien se ha ofendido, y a esto es a lo que se llama pecado. Y de ello se pide perdón a Dios. El pedir perdón resulta ser, ante todo, el reconocimiento de la propia falta, para dar paso hacia el ofendido con la intención de reparar el perjuicio efectuado. En este sentido, el perdón adquiere sentido a partir de la falta, del mal.  

Pero disculpar y perdonar no implican lo mismo: “Disculpar es un acto de justicia, porque la persona que ha ofendido merece que se le reconozca que no es culpable, tiene derecho a la disculpa, mientras que el perdón trasciende la estricta justicia, porque el culpable, no merece el perdón; si se le perdona es por un acto de amor, de misericordia. No cabe duda que resulta más fácil disculpar que perdonar. Cuando me doy cuenta que alguien no tiene la culpa, no encuentro en mí ninguna resistencia para disculparlo, porque lo natural es reconocer su inculpabilidad. En cambio, cuando descubro que el ofensor es culpable de su acción, de ordinario, surge naturalmente una acción, inspirada por el sentido de justicia, que exige que esa persona cargue con las consecuencias de su acción, que pague el daño cometido. El perdón implica ir en contra de esa primera reacción espontánea, hay que superarlo con la misericordia. Lo que, en cambio, no tiene sentido, porque se trataría de un esfuerzo estéril, es perdonar lo que merece una simple disculpa”13.  Así pues, el perdón requiere de al menos, dos variables clave, a saber: la presencia del mal, y la culpabilidad de quien, a sabiendas o no de las conclusiones finales de su obrar, llevó adelante una acción que culminó en la desgracia ajena. 

Un punto clave que resulta preciso destacar, en este punto, es que, disímilmente del resentimiento originado a partir de ciertas ofensas, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no equivale a dejar de sentir. Antes bien, el perdón se sitúa en un nivel desemejante del resentimiento, es decir, en el nivel de la voluntad. Así pues, se torna posible decidir perdonar, a pesar del sentimiento adverso que necesariamente se experimenta, porque el perdón es un acto volitivo, y no emocional. El perdón es un acto de voluntad porque quien lo ejerce lleva a cabo una decisión. Al perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído consigo y, por tanto, lo libró en cuanto a su calidad de deudor. El perdón, conforme recuerda la teología cristiana, implica, entre otras cosas, arrepentimiento, propósito de enmienda y penitencia, garantiza el equilibrio moral, y su omnipresencia es evidente. No hace falta acudir a más ejemplos que los que se nos prestan ostensibles de atisbar el día a día. Ocasiones para ser indulgentes se nos presentan en el trato con los vecinos, familiares, compañeros de trabajo, del club deportivo, la Iglesia, y demás integrantes de la sociedad. 

Robert Enright14, ilustre profesor de la Universidad de Wisconsin y pionero en el estudio científico del perdón, honrado con el Premio del Canciller por Enseñanza Distinguida, el Premio Hilldale en todo el campus en la División de Estudios Sociales por su investigación sobre el perdón y la Cátedra Aristotélica en Ciencias del Perdón, define esta acción como “el camino de la sanación […] es el dejar marchar la dureza que se tenía hacia una persona; soltando todas esas cosas que abrigábamos contra esa persona y soltándola de ese vínculo […] perdonar es un proceso que dura toda la vida y se va recibiendo la gracia en cada momento”15. Nada de lo precedentemente expuesto va en detrimento de la comprensión del hecho que “el perdonar no borra el mal hecho, no quita la responsabilidad del ofensor, por el daño hecho, ni niega el derecho de hacer justicia a la persona que ha sido herida. Tampoco le quita la responsabilidad al ofensor por el daño hecho. […] perdonar es un proceso complejo. Es algo que solo nosotros mismos podemos hacer […]. Paradójicamente, al ofrecer nuestra buena voluntad al ofensor, encontramos el poder para sanarnos […]. Al ofrecer este regalo a la otra persona, nosotros también lo recibimos”16. En consecuencia, el perdón tiene, al menos, tres funciones: libera de culpa al agresor; vuelve a unir, pues libera de los resentimientos, y conlleva un compromiso, una promesa de no volver a llevar a efecto el mismo daño. Como observa María Gelpi, profesora de filosofía y teóloga, el perdón como «acto muy loable y cristiano por la asunción de una culpa reconocida y un propósito de enmienda», pero «lo cierto es que el perdón, en su misma etimología (para dar), lo que busca y pide es cancelar el conflicto». 

En “La condición humana”17, Arendt acopia una deliberación acerca de dos poderes humanos fundamentales: el perdón y la promesa. “Estos poderes son una suerte de antídoto a dos deficiencias respectivas, inherentes a la acción humana, insuficiencias que la autora detecta a lo largo de su exposición. Estas son su carácter irreversible y su carácter impredecible respectivamente. Los remedios a estas deficiencias son el perdón y la promesa, que proceden de la propia acción. Por eso es importante para Arendt considerarlos poderes, como algo perteneciente a la esfera de la acción y de la libertad humanas en sentido político, como algo distinto de la producción, el arte o la labor. Así, señala que perdón y promesa son «una de las potencialidades de la acción misma». El perdón y la promesa logran algo así como si la acción pudiera situarse por encima de sí misma, pues ambos son formas de acción y se sitúan, al mismo tiempo, por encima de la acción. Esta suerte de «remedios» van unidos porque el primero se refiere a «deshacer los actos del pasado» y el segundo a «establecer […] islas de seguridad» para el futuro. El perdón permite que la persona cambie y, la promesa, por su parte, logra que la persona se mantenga igual, de forma que se complementan; y todo ello ocurre, no en soledad, sino ante los iguales. […] El perdón, como remedio a la irreversibilidad de los actos del pasado es necesario para poder restaurar las relaciones dañadas por la falta. Arendt señala que necesitamos ser «liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho». […] Este texto muestra la interpretación de dos pasajes, los dos limitadores del alcance del perdón: uno, de carácter subjetivo, pondría de manifiesto que el perdón tiene que ver con una carencia de conocimiento por parte del que comete la falta o pecado. El otro entraña la limitación objetiva, el perdón no se aplica al mal particularmente grave: el llamado «punto extremo del pecado»”18. En otras palabras, al estar interpoladas en una red de relaciones inmensas, las acciones humanas no pueden evitar reacciones en cadena de consecuencias inesperadas e imprevistas. Los resultados de cada actuación del hombre son en muchos casos impredecibles y, en todos ellos, irreversibles: así es que la única herramienta frente a la primera característica es la promesa y, ante la segunda, el perdón. O, dicho de otra forma, la unidad de las personas se constituye a partir de una promesa y se mantiene en el tiempo a través del perdón. Como toda facultad humana, el perdón existe por una razón: no olvidamos porque somos imperfectos, sino para lidiar con nuestra imperfección, y no volver a caer en el error. 

Como explica el profesor emérito de Filosofía Medieval en la Sorbona de París y de Historia del Cristianismo Europeo en la Ludwig-Maximilians-Universität München, Rémi Brague: “Se suele decir ‘perdonar una falta’. La expresión no es muy acertada. No se puede perdonar una falta, porque una falta es una cosa, no una persona. En realidad, se perdona a personas que han hecho algo malo. ¿Qué es algo malo? Para comenzar, quisiera esbozar una tipología del mal: El mal se presenta por una parte como el hecho de que algo está malo, funcionando mal. Siendo pedante, si se quiere, se hablará de disfunción. Así, si algo debiera funcionar sin tropiezos y presenta dificultades, sea el buen funcionamiento de un sistema mecánico (avería) o de un organismo (enfermedad), serán el mecánico o el médico quienes identificarán lo que está malo para operar un restablecimiento. El mal se presenta asimismo como la violación de una ley civil. No pagué mis impuestos. O pasé sin detenerme ante una luz roja. El juez o el policía aplicarán la ley mediante el castigo al culpable: me corresponderá una multa, pagaré las consecuencias de una infracción, y podría terminar preso. El mal puede ser una transgresión de la ley moral, que no se respeta. He mentido, he hecho trampa jugando a los naipes. Se reconocerá nuevamente la autoridad, en relación con esta transgresión, mediante el arrepentimiento: no habría debido hacerlo y lo lamento. El mal puede ser por último un daño a una persona. […] Este mal se habrá superado cuando quien lo cometió haya presentado sus excusas y en la medida de lo posible haya hecho una reparación. Todos estos elementos no coinciden, y tampoco se generan unos a otros. Así, la reparación no variará por el hecho de que el daño esté o no sancionado por una ley. […] El castigo no trae necesariamente aparejado el arrepentimiento. El culpable aburrido en su celda puede lamentar haberse dejado sorprender, pero con más frecuencia atribuirá lo ocurrido a la mala suerte o a sus cómplices, más que estar arrepentido por la maldad de su acto. El arrepentimiento no me exime de la obligación de reparar el daño cometido; por el contrario, me obliga a hacerlo. Un arrepentimiento sin reparación sería mera hipocresía. Aun cuando esté acompañado de reparación, el arrepentimiento tampoco me libera del castigo. […] El perdón es esencialmente personal. La persona es sujeto y objeto del perdón. Siempre hay una persona perdonando a otra. […] Precisamente a partir de la noción de persona es posible comprender el significado de ‘pecado’ […] El pecado comienza donde soy yo quien me reconozco responsable y con necesidad de perdón. […] A veces se tiene la impresión de que los cristianos solo hablan del pecado, que los obsesiona y lo ven en todas partes. Ahora bien, de lo que en realidad hablan es del perdón de los pecados. Dice el Credo: creemos en el ‘perdón de los pecados’. No se cree en el pecado; se cree en Dios que perdona los pecados. El cristianismo no culpabiliza a la gente; por el contrario, la libera del sentimiento de culpa, ya que una vez perdonado, uno puede olvidar, y sobre todo empezar de nuevo. Ahora bien, es precisamente el pecado lo que se perdona. […] Dios perdona siempre; pero es preciso además que aceptemos ser perdonados. Para ser perdonado, debo reconocer que lo necesito; debo reconocer que he pecado y de esto deduzco las consecuencias. […] Esta culpabilidad nos envenena, nos paraliza hasta impedirnos hacer lo posible por reparar. Muy por el contrario, cada uno debe reconocer lo que él mismo ha hecho; lo que hayan hecho los demás es problema de ellos. […] ¿Quién perdona? Solo las personas pueden ser perdonadas, y solo las personas pueden perdonar. Una instancia impersonal no tiene capacidad para perdonar. Quien perdona es ante todo Dios, porque es el Ser más personal que hay, más personal que nosotros los hombres, que también somos cosas. Él es de tal manera personal que no es sino personal. Es por eso que es Él quien puede perdonar. No es que Él perdonaría en lugar de los demás, por los daños cometidos contra ellos, ya que se podría decir: Él no tiene dificultad para perdonar, no le cuesta nada, no es a Él a quien se hace daño. En cierto sentido, el pecado ofende a Dios. ‘Dios mío, me pesa mucho haberos ofendido…’ decimos en nuestro acto de contrición. ¿Cómo es esto posible? Si Dios es Dios, nada podemos hacerle, en el sentido de que no es posible causarle heridas ni molestias, como se hace con un hombre. Es a nosotros mismos a quienes hieren nuestras faltas. Santo Tomás de Aquino ya escribía: La única manera de ofender a Dios es actuando contra nuestro propio bien. El Génesis dice que el hombre está hecho a imagen de Dios (Génesis 1, 26). Si se escupe sobre un cuadro, en cierto modo eso no le hace nada al pintor, y es el cuadro lo que uno estropea. Sin embargo, el pintor sufre al ver de ese modo su obra desfigurada. Es en este sentido que se hiere a Dios. Lo otro es que el mismo cuadro se escupiese a sí mismo. Ofender a Dios y ofender a los demás hombres no son por lo tanto dos cosas. Es imposible hacer una cosa sin la otra. Pero hay más: es un poco precipitado decir sin reflexionar que Dios es otro, que es lo ‘Enteramente Otro’, como se ha adquirido el hábito de decir. Es cierto, pero es igualmente cierto que Él es el ‘No Otro’, como decía Nicolás de Cusa […]. El problema que el cristianismo procura resolver no es si Dios va a perdonar; es saber cómo proceder para que el hombre acepte ese perdón y de ese modo se libere. Supongamos que esté de tal manera corrompido que no quiera aceptar el perdón, o de tal manera inconsciente que ni siquiera sienta la necesidad. ¿Cómo se puede actuar sobre una libertad? Lo fácil para Dios sería vengarse, es decir, suprimir al pecador, pero solo sería una victoria aparente. Se suprimiría al pecador, pero no el pecado. El pecado seguiría siendo lo más fuerte, puesto que el pecador no habría cambiado. Aplastar al pecador sería de hecho confesar la propia debilidad y la propia impotencia. […] Se sabe desde el Antiguo Testamento que Dios es misericordioso y siempre perdona sin condiciones. El gran arte consiste en hacer que nuestra libertad acepte el perdón, transformándola desde adentro”.19 

A este respecto, un punto esencial será entonces el reconocimiento de nuestras faltas, para el posterior perdón de nuestros pecados por parte de a quienes hemos ofendido. El perdón y el arrepentimiento son cosas distintas. El problema radica en que el arrepentimiento no está completo si no se ve correspondido ulteriormente con el propósito de enmienda. El “y no volverá a suceder”, que también se identifica en una relación social, pues se corresponde con un reconocimiento del otro. Ulteriormente, el ciclo culmina en tiempo futuro, cuando, efectivamente, el propósito de enmienda se cumpla. Como lo resume el catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Villacañas: “Perdonar es ante todo una promesa de olvido a cambio de una promesa de no reincidencia”20. El pedir perdón resulta condición necesaria, más no suficiente. Evidentemente, existe una asimetría del perdonar, que ya reconociera vívidamente Benedicto XVI, puesto que esta acción rompe la lógica del ojo por ojo, al superar la deuda venciendo al mal con el bien: “¿Qué es realmente el perdón? ¿Qué ocurre en él? La ofensa es una realidad, una fuerza objetiva que ha causado una destrucción que se ha de remediar. Por eso el perdón debe ser algo más que ignorar, que tratar de olvidar. La ofensa tiene que ser subsanada, reparada y, así, superada. El perdón cuesta algo, ante todo al que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido, debe como cauterizarlo dentro de sí, y con ello renovarse a sí mismo, de modo que luego este proceso de transformación, de purificación interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y superándolo, salgan renovados21 

Como lo condensara el filósofo francés Vladimir Jankélévitch: “La culpa no es ciertamente nada, y el perdón que le otorgo, lejos de ser la renuncia de la víctima a la reparación justificada, implica lo contrario, el sacrificio injusto de mi derecho. La excusa restaura, simbólicamente, el equilibrio y la elipse, pero el perdón restaura lo sobrenatural. Si el que espera la excusa debe explicar lo insignificante y la nada de su falta, aquel que implora la gracia del perdón debe, por el contrario, implorar la gracia del perdón y confesar la maldad irreducible y aceptar la humillación de suplicar ‘mea culpa’. Así que el perdón no está hecho para aquellos que nunca han pedido perdón. No obstante, en este sentido, todas las faltas son perdonables, aunque no todas son excusables […] En este sentido nada es imperdonable que no sea excusable. Nada es imperdonable.”22 ¿Qué significa esto? Lo que aquí se evidencia es la distancia que existe entre el perdón y la justificación de los actos, pues si una falta es objeto de perdón es precisamente porque la falta carece de socapa. En otras palabras, el perdón no puede ser reemplazado por la justificación, puesto que mientras que ésta pretende justificar los actos, el perdón no requiere justificar nada, en razón que la falta cometida es irremisiblemente injustificable. De este modo, lo que no es susceptible de excusar se adentra, per se, en el terreno del perdón. Así es que “la excusa no inaugura una nueva era, ella no es el comienzo del reino del amor, es más bien una liquidación, una nivelación y una terminación. A esta filosofía llana, desdeñosa y probablemente humanitaria se opone la del perdón, que no le gusta e incluso por ser una razón, por vocación espontánea y entusiasta, que acepta la maldad tal como es y la transfigura por el acto gratuito y desinteresado del amor”23. El perdón no implica, entonces, conmutar nuestro punto de vista sobre las malas acciones efectuadas. El perdón tiene lugar entre iguales que tienen una conexión personal. El perdón resulta la herramienta necesaria no tanto para superar la situación de conflicto sino para reparar el marco anterior al conflicto: el de la relación que ha sido lastimada. Una relación “de confianza” que no puede recuperarse si el ofensor sigue comportándose igual. 

Desacralización del perdón: una “nueva condición humana” 

“El origen y el empleo común de la noción de perdón están enraizados, indudablemente, en una tradición religiosa que tiene su origen en el inicio de la era cristiana. Y es que, la noción de perdón, que era desconocida en la Antigüedad, proviene, al parecer de Derrida, de Abraham y reúne, por ello, a las tres religiones más representativas de la humanidad, a saber: el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam. Ahora bien, debido a este origen, la noción de perdón ha sido restringida, en una dimensión teórica, a un contexto teológico y, en su uso común, a un ·ámbito religioso. Esto ha traído consigo que la noción de perdón esté permeada de una fuerte carga metafísica. Así, la noción de perdón ha sido concebida como una facultad divina, es decir, como una facultad que es propia de Dios y, a través de la cual, le es posible al ser humano alcanzar su salvación.”24 Un concebimiento de esta índole supone, por una parte, una relación jerárquica entre Dios (omnipotente y eterno) y los seres humanos (limitados y mortales) y, por la otra, una predeterminación de la existencia humana, en la medida en que la aspiración del perdón es alcanzar el perdón por las faltas y la vida eterna.  Para Arendt, “el perdón se presenta, entonces, como un medio para alcanzar un fin, un fin determinado y predecible. Ahora, si bien es cierto que Arendt reconoce […] que el descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos es Jesús de Nazaret, ello no implica, para nuestra autora, que el perdón sea exclusivo del ·ámbito religioso ni que su significado se restrinja a una dimensión metafísica. Esto es, aun cuando Arendt reconoce en la persona de Jesús de Nazaret y en sus famosas palabras de la cruz: ‘Señor, perdónalos, que no saben lo que hacen’, el inicio de la historia del perdón, en modo alguno considera que se trate de un concepto de carácter exclusivamente religioso”25. 

La originalidad de Arendt radica, en este sentido, en focalizar su énfasis en el papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos y no tanto en Jesucristo: “Jesús de Nazaret es, al parecer de Arendt, quien a partir de la experiencia de: ´porque no saben lo que hacen’ concluye que no solo Dios tiene que perdonar a los seres humanos, sino que, los seres humanos son los que se tienen que perdonar mutuamente, siete veces y siete veces, setenta veces o, en verdad, interminablemente. De esta consideración resulta claro que el perdón, concebido por Arendt, no tenga ningún significado religioso, metafísico, ni de tradición cristiana, ni judía. Así, se puede afirmar que la noción de perdón en el pensamiento de Arendt remite al ·ámbito de los asuntos humanos y, por ello, se trata de una noción de carácter político”26. Arendt seculariza la concepción cristiana del perdón, vaciándola toda de su carácter metafísico y teológico, excluyendo a la figura central de la idea del perdón. Según el catecismo de la Santa Iglesia Católica, sólo Dios perdona los pecados (Marcos 2:7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” (Marcos 2:10) y ejerce ese poder cuando dice: “Tus pecados están perdonados” (Marcos 2:5; Lucas 7:48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (Juan 20:21-23) para que lo ejerzan en su nombre. En este sentido, si para el cristianismo pecar contra el prójimo era ofender a la figura de Dios, puesto que “en cuanto lo hicisteis a uno solo, el más pequeño de estos mis hermanos, a Mí lo hicisteis” (Mateo 25:40), la figura central del perdón para Arendt serán las propias personas, idea que para el cristianismo carece de sentido, pues es Dios el sumo creador y nosotros, piezas de su creación. Para Arendt, al no haber Dios al cual apuntar, el hombre adquiere esa figura de Homo-Deus. 

Es esta deliberación, acerca de que los seres humanos son los que tienen que perdonarse entre sí, recíprocamente y de manera ilimitada, la que muestra que el concepto de perdón en Arendt no posee ninguna carga metafísica, puesto que no se trata de una facultad que vincula a Dios con los seres humanos, como lo comprende la tradición cristiana, sino que se trata de una facultad política humana que, en tanto vincula a los seres humanos entre sí, hace posible su capacidad de actuar. “Ciertamente, al secularizar la noción de perdón, Arendt la convierte en una experiencia humana que surge al interior de la pluralidad humana y que, en razón de esto, bien puede ser entendida como una facultad política. A partir de lo anterior, es posible aseverar entonces que el concepto de perdón arendtiano, más que ser de naturaleza metafísica, es de naturaleza antropológica. Pero, ¿qué significa dicha secularización de la noción de perdón? o, para expresarlo de otra manera, ¿a qué nos referimos cuando afirmamos que el concepto de perdón en el pensamiento de Arendt es de naturaleza antropológica y no metafísica?”27. El perdón deja de ser una facultad divina que regula la relación metafísica entre los seres humanos y Dios, para convertirse en una facultad y/o capacidad humana que afecta a los seres humanos y puede ser actualizada por cada uno. El perdón restaura y rehabilita entonces la capacidad humana de actuar. El perdón es, en principio, una facultad y una capacidad humana. Ahora bien, afirmar que el perdón es una facultad propia de los seres humanos, no significa otra cosa que afirmar que el perdón se encuentra en ellos en potencia. Comparecer al perdón como una facultad humana no permite dar cuenta, de manera acabada, de la implicancia que éste tiene en el ámbito de los asuntos humanos. Y es que el hecho de que los seres humanos estén dotados de la facultad de perdonar es una condición necesaria, pero no una condición suficiente del perdón. En otras palabras, mientras los seres humanos no sean capaces de perdonar, es decir, mientras no transformen esta facultad en una capacidad, el perdón no tendrá· ningún efecto, implicancia o contubernio alguno en la esfera de los asuntos humanos. 

“Para tratar de dar cuenta de la manera en la que el perdón se hace presente en la esfera de los asuntos humanos, es necesario esclarecer su naturaleza. El perdón posee, al parecer de Arendt, dentro del conjunto de las actividades de la vita activa, a saber: la labor, el trabajo y la acción, el mismo status de ésta ˙última, esto no sólo significa que en ambos casos se trata de capacidades políticas, sino principalmente dos cosas: en principio, que el perdón, al igual que la acción, tiene como condición de posibilidad a la pluralidad humana […] [según el cual se] pretende dar cuenta del hecho de que todos los seres humanos son diferentes entre sí, que cada uno es un ser singular, único e irrepetible y que, al mismo tiempo, todos son iguales, es decir, seres humanos. […] Ahora bien, que el perdón emerja de la acción, que tenga la misma naturaleza que ésta y pueda darle continuidad no significa otra cosa que, el actuar mismo tiene la capacidad de generar el remedio para las consecuencias irreversibles e impredecibles de los actos humanos. […] El perdón, en tanto que pretende hacer reversible o, si se prefiere, intenta deshacer las consecuencias impredecibles del actuar humano, se presenta como un remedio contra la irreversibilidad e impredecibilidad del actuar humano. Y es que, cuando el ser humano actúa, en el sentido arendtiano del término, introduce de manera inevitable algo nuevo en el mundo, algo cuyas consecuencias son impredecibles e irreversibles. Y es precisamente, este carácter impredecible e irreversible del actuar humano, lo que muestra, de manera clara, la necesareidad del perdón en la esfera de los asuntos humanos”28. 

En términos de Hannah Arendt, “a causa de la impredecibilidad del actuar humano y de la inseguridad del futuro, los seres humanos precisamos de perdonar y ser perdonados, y sólo nos podemos apoyar del prometer y cumplir con nuestras promesas”. El perdón no es una acción que se dirija a la persona misma que está dispuesta a perdonar. Es decir, no puede perdonarse a sí misma, pues esto constituiría una incoherencia lógica, sino que, esencialmente, se trata de un acto que se dirige a aquellos con quienes, a través de la acción y la palabra, se renueva continuamente la esfera pública. El perdón, en este sentido, se presenta como una enmienda contra la irreversibilidad de los actos humanos, en tanto procura corregir las consecuencias que éstos traen consigo, resulta claro que éste remita a una acción pasada, que ha traído como consecuencia aquellas faltas irreversibles, que estamos dispuestos a perdonar.  

Ahora bien, un problema central que surge a partir de la conceptualización de Arendt es el siguiente: en la medida en que una falta surge como resultado de un acto determinado, cuyas consecuencias –como hemos visto- son impredecibles, y cuya temporalidad y circunstancialidad son igualmente determinadas, resulta ostensible que la persona a la que se le atribuye la falta, no puede ser reducida a la falta cometida, pues esta es, sin duda, más que la falta que ha cometido. Para Arendt, el perdón de las faltas cometidas se fundamenta en el respeto. Es decir, “el concepto de respeto, […] en el que se cimienta el concepto de perdón, […] expresa la atención que se tiene frente a la persona por el simple hecho de ser tal. Lo que significa, que cada persona, por el simple hecho de ser persona, es decir, independientemente de sus cualidades y de la valoración que se tenga de éstas, debe ser respetada. […] Y es que, si no hay reconocimiento de la persona, en la que se fundamenta el perdón, no hay, como consecuencia, reconocimiento de la pluralidad humana. […] Ahora bien, el perdón, por fundamentarse en el respeto, no sólo tiene a la base el reconocimiento de la persona, sino que también se dirige a ella. Esta consideración responde a uno de los cuestionamientos más importantes a los que alude el problema del perdón, a saber: ¿qué es lo que se perdona o, a quién se perdona? o, en otros términos ¿se perdona la falta cometida o a la persona que la comete? El perdón, afirma Arendt de manera contundente, se dirige a la persona que ha cometido la falta y no a la falta cometida, esto es, que ‘…cuando se perdona, no se perdona el crimen, sino a la persona que lo comete.’  Ciertamente, el perdón se dirige a la persona, y no a la falta cometida, ya que […] la persona ‘puede ser más que su acto.’ Y es que, en la medida en que una falta surge como resultado de un acto determinado, cuyas consecuencias son impredecibles, y cuya temporalidad y circunstancialidad son igualmente determinadas, resulta claro que la persona a la que se le atribuye la falta, no puede ser reducida a la falta cometida, ni debe ser identificada con ella. La persona es, sin duda alguna, más que la falta que ha cometido”29 

Dirigir el perdón a la persona que comete la falta, y no a la falta cometida, requiere indubitablemente de la intervención de la comprensión en el acto de perdonar: “Arendt reconoce que el perdón precisa, hasta cierto punto, de la comprensión. Ahora, asumir que el perdón precisa de alguna manera de la comprensión no significa, sin embargo, que el perdón pueda ser identificado con la comprensión, es decir, comprender no es perdonar, ni perdonar es comprender. Del mismo que, cuando Arendt afirma que la reconciliación es inherente a la comprensión, no quiera decir con ello que la reconciliación es comprensión ni a la inversa. Y en verdad, si bien el perdón requiere de la comprensión, en la medida en que ésta se dirige a la persona a quien se perdona, no puede, en modo alguno, ser identificado con ella. […] Ahora bien, si el perdón parte de la persona y se dirige a la persona, resulta claro que se da de manera personal, es decir, que tiene como condición de posibilidad la existencia de la persona y la interacción entre las personas”30 

Las condiciones del perdón 

A partir de la Modernidad, comenzó un ostensible proceso de secularización de los aspectos trascendentes de la vida humana. Así, conceptos tan objetivos como la moral, la ética o el perdón, dejaron de ser objetivos para convertirse en individuales de cada agente de esta sociedad atomizada. Como reflexionara el célebre pensador Zigmunt Bauman, en la posmodernidad el comportamiento ético correcto, antes único e indivisible, comienza a evaluarse como «razonable desde el punto de vista económico», «estéticamente agradable», «moralmente adecuado»31. Las acciones pueden ser correctas en un sentido y equivocadas en otro. Un problema crucial que surge desde este punto de análisis es el de ¿Qué acción debería medirse conforme a un criterio determinado? Y, si se aplican diversos criterios, ¿cuál deberá tener prioridad? Cristina Martínez, psicóloga colegiada y vicepresidenta de la Sección de Alternativas a la Resolución de Conflictos del Colegio Oficial de Psicología de Cataluña, explana que “en el momento en el que una persona pide perdón se está responsabilizando de algo, así que no hablar de culpa facilita el restablecimiento de una relación dañada. […] A veces el perdón es muy banal porque no se es consciente de que se ha causado un daño emocional”. Así, hay una pregunta anterior a cualquier petición de perdón es: ”¿Estoy dispuesto a reparar el daño causado?”. Si la respuesta a la pregunta anterior es un no, el perdón carece de sentido, puesto que ”si me disculpo para sentirme bien se está partiendo de una premisa errónea. Las relaciones se basan en el reconocimiento del otro. Si no le escucho y atiendo a lo que demanda no es posible reparar esa relación”. Pero aunque en una situación de ofensa entre dos personas, el análisis tiende a ser diferente precisamente porque estamos realzados como individuos. En este sentido, ”interpretamos un mismo hecho de manera diferente en base a las experiencias previas que hemos tenido. Y eso nos lleva al conflicto y a veces a la pérdida de confianza”. De esta manera, el protocolo del perdón se rompe: ”En ocasiones alguien pide perdón pero la otra persona interpreta que son solo palabras y que quien se disculpa quiere algo a cambio. Si no hay honestidad en el acto y no se asume una responsabilidad, resulta insuficiente para restablecer la confianza”32. 

Para Hannah Arendt, “la necesidad del perdón hace justicia al hecho de que cada ser humano es más de lo que hace o piensa. Sólo el perdón hace posible un nuevo comienzo para el actuar, comienzo que necesitamos todos y que constituye nuestra dignidad humana.”33 El mal obrar puede ser consecuencia de personas corrientes, que no se han cuestionado, preguntado o inquirido respecto de las consecuencias de sus propias acciones. Así pues, quien no esté dispuesto a pensar, quien no sea libre de hacerlo, dirá esta filosofa, no puede ser objeto del perdón. Un punto esencial en el concepto de perdón de Arendt es el reconocimiento, y el posterior arrepentimiento de las propias acciones. Solo se perdona a quien reconoce el mal que ha hecho y se arrepiente. En este sentido, aparece un vínculo común entre el concepto articulado por Arendt y la propia concepción cristiana del perdón. Como enseña el filósofo español Mariano Crespo: “el acto del perdón es de carácter intencional, es decir no inmanente a la conciencia; y […] el perdón siempre tiene un carácter personal, donde intervienen el que ofende y el ofendido. Según Crespo, por esta segunda consideración no es posible el perdón a sí mismo. Dice él que, más bien, se trata de un fenómeno de aceptación de la propia culpa y de esperanza del posible perdón que se me concederá”34. Siguiendo a Crespo, “el perdón no es venganza. Ni deseo de ella. Tampoco es odio. O rencor. Asimismo, existen otros fenómenos que pueden confundirse con el perdón, como la superación de los malestares sufridos a consecuencia del mal objetivo que se me ha realizado, dejar de lado el mal, la indiferencia ante el agresor, la condonación o la aprobación del ofensor, tampoco son perdón. El perdón no es una representación psicológica que acontece en el ofendido ni tampoco un juicio de la razón. El perdón no es una respuesta obligada ante quien ofende. […] Tampoco es el cese de un sentimiento negativo. Ni del resentimiento”. Por el contrario, el perdón se encamina “exclusivamente al mal objetivo, es decir a la acción injusta, únicamente en cuanto que se nos hizo a nosotros de forma intencionada y no en la medida en que posee un disvalor moral. Por lo tanto, es preciso distinguir la intencionalidad de la ofensa al mismo tiempo que si, en efecto, la ofensa fue dirigida a mí”35. 

No obstante, algo que no se ha aclarado aquí son las condiciones para el perdón: “respecto de quien perdona, son necesarias: libertad, reconocimiento de que el ofensor es una persona, volver a ser consciente de la propia dignidad que la ofensa parecía haber ocultado, la comprensión del mal infligido, el reconocimiento y superación de los sentimientos negativos y la restauración de la relación con el ofensor. Por parte del ofensor, son necesarias la responsabilidad y la conciencia”. Al igual que Arendt y Crespo, Jankélévitch sostiene la imposibilidad del perdón a quienes no han pedido el perdón de sus afectados. Esta resistencia encuentra lugar en tanto que el perdón, al igual que las ofensas, nacen de la relación con el otro. “En la medida en que hay un encuentro frente a frente se abren las posibilidades de comunicación que generan nuevas formas de futurición. Por esta razón, es necesario solicitar perdón, aunque no sea una garantía para perdonar; pero sí pone a quien cometió la falta en un encuentro con su culpabilidad y a quien recibió la ofensa en una relación de intersubjetividad. Este doble movimiento resulta necesario no para sanar la herida sino más bien como parte del reconocimiento de su mundo. El perdón exige un encuentro, una relación personal cara a cara donde se pide perdón por el daño y el mal infligido. No obstante, en el encuentro no se justifican los motivos por los cuales se cometió la acción, pues ya que no hay motivos para perdonar tampoco, en este sentido, hay motivos claros y racionales para infligir el mal. En esta relación entre ofendido y ofensor puede que emerja lo sobrenatural del perdón, que consiste aquí, no en que la víctima cambie de opinión sobre lo que es el criminal o verdugo; por el contrario, el hecho continúa siendo estático; más bien, la iluminación o el perdón se dan en el cambio de la relación con el culpable. Es decir, en el encuentro con el ofendido la relación con el otro se modifica, es derribada, se invierte. En el encuentro cara a cara entre culpable e inocente se ve que ‘el perdón perdona al culpable porque precisamente es culpable’. Podríamos decir, entonces, que lo propio de quien perdona es olvidarse de sí mismo para situarse más allá de todo sufrimiento y asentarse en el lugar y cara a cara del ofensor”36. 

Al respecto, “Jankélévitch coincide con Arendt en el sentido que el perdón puede darse en el plano humano porque emerge de una acción del hombre hacia otro hombre. En este sentido, afirma el filósofo: el poder de perdonar es ante todo un poder humano. En ambos filósofos este poder se da no en el silencio ni en la intimidad sino en el encuentro cara a cara. Es decir, la comunicación entre víctima y ofendido posibilita el perdón. El perdón es la oportunidad para reconocer al prójimo en su humanidad, lo que implica aceptar que tanto la víctima como el victimario están atravesados por esa misma miseria que es la condición humana. La víctima reconoce que todos somos pecadores, pero por esto su generosidad se abre percibiendo no solo la falta y la culpa sino la totalidad del ser del prójimo y, con ello, de sí mismo”37. No obstante, la existencia del perdón requiere, para Jankélévitch, la existencia de un “mínimo ético”, es decir, con el arrepentimiento del hecho y del mal cometido: “si no hay conciencia del mal cometido, ¿qué sentido tiene entonces el perdón? Entonces, el perdón requiere una conciencia del arrepentimiento, de un juicio reflexionante, que confronte al verdugo de manera íntima y pública con la ley violada, esto es, con la exigencia de r espeto por la dignidad del otro, puesto que precisamente fue omitida en este caso”. En este sentido, “el arrepentimiento es una actitud, cierto modo de comportarse; no dolor pasivo y estéril, sino dolor activo, operación de alma”. En otras palabras: un dolor que compromete el alma entera, dado que se ha cometido una falta, que resulta inadmisible desde cualquier punto de vista; frente a esta falta, lo mínimo que puede realizar el victimario es aceptar sinceramente su falta. El mínimo que está aquí en juego es la agnición del mal efectuado. 

Así pues, ambos parecen estar de acuerdo con una máxima de la concepción cristiana del perdón, a saber: Se torna imposible disculpar sin una base válida. Dios no perdona a los que cometen un pecado a propósito y con malicia, a quienes disfrutan hacer el mal, o se negasen a admitir su falta, negando la rectificación del mal efectuado, o a quienes no están dispuestos a pedir perdón a aquellos a quienes efectuaron daño (Proverbios 28:13; Hechos 26:20; Hebreos 10:26; Colosenses 3:13; Efesios 4:31-32; 1 Juan 1:9; Mateo 6:9-15). El propio San Agustín da cuenta de ello en uno de sus sermones respecto del perdón, cuando advierte: “El Señor mismo, nuestro Dios, nos dice, según acabamos de oír: Si tu hermano peca contra ti, corrígele; y si se arrepiente, perdónale. Y aunque peque siete veces al día contra ti, si viene y te dice: «Me arrepiento», perdónale. Al decir «siete veces al día» quiso que se entendiese «cuantas veces»; no sea que peque ocho veces y no quieras perdonarle. ¿Qué significa, pues, siete veces? Siempre, cuantas veces peque y se arrepienta. Pues Te alabaré siete veces al día equivale a lo dicho en otro salmo: Su alabanza está siempre en mi boca. La razón de poner «siete veces» por «siempre» es clarísima: la totalidad del tiempo se despliega en el ir y venir de siete días.”38 La tradición cristiana es muy clara en la concepción de que perdonar no significa aprobar la ofensa. La Biblia condena a quienes consideran una mala acción como aceptable o inofensiva (Isaías 5:20). No obstante, el cristianismo ha sentado las bases del perdón como el acto de dejar de sentir resentimiento o ira por el mal recibido. El perdón se fundamenta en el amor honesto, más no implica consentir o acoger los actos ofensivos, más bien la biblia condena aquellas malas acciones hacia nuestro prójimo, pues “el amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparece ni se infla. Actúa con humildad, no busca sus propios intereses, no quiere dejarse llevar por la ira y olvidarse de ella. No se regocija en lo injusto, sino que disfruta de la verdad. Aguanta a pesar de todo, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta.” (1 Corintos 13:4-7) De lo que se trata es de corregir al errado remediando el error. Rechazar el pecado más no al pecador. El hombre se libera del pecado al confesarlo “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9), puesto que el arrepentimiento es esencial para el perdón de pecados: “arrepiéntete, pues, de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizá te sea perdonado el pensamiento de tu corazón” (Hechos 8:22). Quien no se arrepiente se convierten en enemigos de Dios. Y él no espera que perdonemos a los que él mismo no ha perdonado (Salmo 139:21- 22). 

El desafío de la posmodernidad

El perdón es uno de los grandes desafíos de la posmodernidad. El perdón nace de la falta, de la ofensa recibida, que es comprendida como un mal. Para perdonar el mal, es condición sine qua non el reconocimiento objetivo del mismo. No reconocer el mal no implica que el mismo no exista, pero sí dificulta el reconocimiento de las propias faltas cometidas para con los demás. El acto de perdonar involucra, cuanto menos, dos partes: la parte arrepentida y la parte perjudicada que deja pasar el mal recibido. De forma que el acto de perdonar se torna, cuando no inútil, imposible, en la medida en que la primera parte no muestra arrepentimiento: A nivel social, el conceto general que se maneja del ser humano en la actualidad es el de una realidad totalmente subjetiva, inmanente, sin ningún fin y sin ningún tipo de límite externo o interno para hacer lo que se le antoje. Es un hombre metido en sí mismo, sin ningún límite moral en la concepción de su propia vida, es el hacer y dejar hacer, con una vida enfocada en la búsqueda de satisfacción individual. Como la concepción posmoderna de la realidad termina eliminando la verdad y toda realidad fuera de la propia conciencia, el hombre se constituye en fuente de verdad y valores. Es por eso que cada uno tiene “su verdad”. Cuando la moral deja de ser objetiva para convertirse en individual, las acciones inmorales dejan de ser objetivas para prenderse a la interpretación de cada agente, así que cada acción queda subsumida a la mera interpretación de las partes, de forma en que la parte perjudicada no puede mostrar el perdón sin el arrepentimiento de la primera, que nace de la reflexión de las propias acciones a partir de parámetros morales objetivos, pero que ahora su parámetro moral depende exclusivamente de sí mismo, de forma que tal vez siquiera interprete que sus acciones deban merecer reproche alguno. Si la moral es relativa de cada agente, se pierde noción de lo que es correcto o no en una sociedad dada. El perdón tiene lugar entre iguales que tienen una conexión personal. Es la herramienta necesaria no tanto para superar la situación de conflicto sino para reparar el marco anterior al conflicto: el de la relación que ha sido lastimada. Una relación “de confianza” que no puede recuperarse si el ofensor sigue comportándose igual. Ergo, el perdón se torna imposible en la medida en que el comportamiento ético correcto, antes único e indivisible, comienza a evaluarse como relativo. Las acciones pueden ser correctas en un sentido y equivocadas en otro. La moral deja de ser objetiva y colectiva para convertirse en individual y divisible. Interpretamos un mismo hecho de manera diferente en base a las experiencias previas que hemos tenido, y eso nos lleva al conflicto y a veces a la pérdida de confianza. De esta manera, el protocolo del perdón se rompe, en tanto que alguien pide perdón, pero la otra parte interpreta que son solo palabras y exige algo a cambio, un cambio. Si no hay honestidad en el acto y no se asume una responsabilidad, resulta insuficiente para restablecer la confianza. 

 

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Referencias:

1. Muñoz Iturrieta, P. Las mentiras que te dicen, las verdades que te ocultan. Metanoia Press, Ontario, 2021, p. 26-27. 

2. Ortega y Gasset, J. La rebelión de las masas. Barcelona, Ediciones Altaya, 1993, p. 157-58. 

3. Ortega y Gasset, J. Ob. Cit. p. 67-74.

4. Duch, L.; Chillón, A. (07 de febrero de 2012). La agonía de la posmodernidad. El País. Recuperado de: https://elpais.com/elpais/2012/02/07/opinion/1328616099_621222.html 

5. Russell, B. Lo mejor de Bertrand Russell. Ed.: EDHASA, Buenos Aires, 1989, p. 137. 

6. Russell, B. Ob. Cit. p. 25. 

7. En cuestiones morales, se ha rendido pleitesía a lo que nuestra filósofa llama el “culto a la moral gris”, como aquel concepto que apunta a la indiferencia o tibieza ante la toma de posiciones en cuestiones morales, es decir, “una moral acomodaticia que hizo posible ese juego de transacciones; y los hombres se aferran ahora a ella en un desesperado intento por justificarlas”; pero ese gris es meramente n preludio para negro, pues podrá haber hombres grises, “pero no códigos morales ‘grises’, pues la moral es un código de blanco y negro”, en todo caso, “cuando un hombre ha averiguado que una alternativa es buena y la otra, mala, ya no tendrá justificación alguna para elegir parte de aquello que se sabe que es malo”. Rand, A. La virtud del egoísmo. Buenos Aires: Grito sagrado, 2009, p. 148-149. 

8. “El hombre-masa carece simplemente de moral, que es siempre, por esencia, sentimiento de sumisión a algo, conciencia de servicio y obligación. Pero acaso es un error decir «simplemente». Porque no se trata solo de que este tipo de criatura se desentienda de la moral. No; […] De la moral no es posible desentenderse sin más ni más. Lo que con un vocablo falto hasta de gramática se llama amoralidad, es una cosa que no existe. Si usted no quiere supeditarse a ninguna norma, tiene usted, velis nolis, de supeditarse a la norma de negar toda moral, y esto no es amoral, sino inmoral. Es una moral negativa que conserva de la otra la forma en hueco. ¿Cómo se ha podido creer en la amoralidad de la vida?. Sin duda porque toda la cultura y la civilización moderna llevan a este convencimiento. […] el hombre-masa está viviendo precisamente de lo que niega y otros construyeron o acumularon.” Ortega y Gasset. Ibid. Pp. 200-201. 

9. Vattimo, G. “No hay hechos, sólo interpretaciones. Todo pasa lejos de nuestra existencia inmediata; sólo hay interpretación y mediación. Por ello la realidad me interesa como lo no contestado”, dijo Vattimo para luego agregar que “la realidad no puede difundirse porque aún no ha sido discutida. Es una hipótesis corriente que no se falsificó”. Ver en: http://noticias.unsam.edu.ar/2012/12/07/gianni-vattimo-la-realidad-es-una-hipotesis-todavia-no-desmentida/#:~:text=%E2%80%9CNo%20hay%20hechos%2C%20s%C3%B3lo%20interpretaciones,a%C3%BAn%20no%20ha%20sido%20discutida.

10. Bauman, Z. Ética posmoderna. Barcelona, Siglo XXI Editores, 2009. 

11. Savater, F. (16 de febrero de 1998). Lo moral y lo legal. El País. Recuperado de: https://elpais.com/diario/1998/02/17/opinion/887670003_850215.html 

12. Ortega y Gasset. Ibid. p. 89. 

13. Recuperado de: http://es.catholic.net/op/articulos/48153/tema-7-perdonar-y-disculpar.html#modal. 

14. Ver: https://edpsych.education.wisc.edu/staff/enright-robert/. 

15. Enright, R. A. Definition of forgivenessThe World of ForgivenessOctober/November de 1996. Base de datos en línea disponible en : http://edpsych.education.wisc.edu/people/faculty-staff/robert-enright 

16. Recuperado de Excerpts From the talks at the National Conference on Forgiveness, Universidad de Wisconsin-Madison, marzo 1995.  

17. Arendt, H. La condición humana. Barcelona, Editorial Paidós, 2005. 

18. Madrid Gómez Tagle, Marcela, y «SOBRE EL CONCEPTO DE PERDÓN EN EL PENSAMIENTO DE HANNAH ARENDT.» Praxis Filosófica , no. 26 (2008):131-149. Redalyc, https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=209014645007. 

19. Brague, R. Sobre el perdón. 2014. Humanitas. Recuperado de: https://www.humanitas.cl/filosofia/sobre-el-perdon#no. 

20. Cit. en Dale, J. (03 de diciembre de 2018). El País. Recuperado de: https://elpais.com/elpais/2018/11/28/buenavida/1543422171_517403.html. 

21. Ratzinger, J. (2007). Jesús de Nazaret.Desde el Bautismo a la Transfiguración. Miami: Planeta, p. 194-95. 

22. Villa Castaño, L. E. El perdón en el plano humano: entre el amor y el diálogo. Praxis Filosófica Nueva serie, No. 41, julio-diciembre 2015: 125 – 142. 

23. Villa Castaño, L. E. El perdón en el plano humano: entre el amor y el diálogo. Praxis Filosófica Nueva serie, No. 41, julio-diciembre 2015: 125 – 142. 

24. Madrid Gómez Tagle, Marcela, y «SOBRE EL CONCEPTO DE PERDÓN EN EL PENSAMIENTO DE HANNAH ARENDT.» Praxis Filosófica , no. 26 (2008):131-149. Redalyc, https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=209014645007. 

25. Ibid.

26. Ibid.

27. Ibid.

28. Ibid.

29. Ibid.

30. Ibid.

31. Ver Bauman, Z. Ética posmoderna. Barcelona, Siglo XXI Editores, 2009.

32. Dale, J. (03 de diciembre de 2018). Por mucho que te pidan perdón, solo valdrá si cumple estas condiciones. El País. Recuperado de: https://elpais.com/elpais/2018/11/28/buenavida/1543422171_517403.html.

33. Madrid Gómez Tagle, Marcela, y «SOBRE EL CONCEPTO DE PERDÓN EN EL PENSAMIENTO DE HANNAH ARENDT.» Praxis Filosófica , no. 26 (2008):131-149. Redalyc, https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=209014645007. 

34. García Arévalo, P. El perdón. Una investigación filosófica, de Mariano Crespo. Rev. filos.open insight vol.8 no.14 Querétaro jul./dic. 2017. Recuperado de: http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2007-24062017000200275#B2.  

35. Ibid.

36. Villa Castaño, L. E. El perdón en el plano humano: entre el amor y el diálogo. Praxis Filosófica Nueva serie, No. 41, julio-diciembre 2015: 125 – 142. Recuperado de: file:///C:/Users/User/Desktop/frances.pdf. 

37. Ibid.

38. San Agustín de Hipona. El perdón de las ofensas. Sermón 114. Recuperado de: https://www.augustinus.it/spagnolo/discorsi/discorso_148_testo.htm.