La atomización del individuo

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Como diría el gran escritor, pensador y conferencista, José Javier Esparza, nos encontramos viviendo un camino terminal, al mismo tiempo que un camino inicial, de un viejo y un nuevo modelo de civilización, respectivamente. En este sentido, esta transición denota el fin del proceso moderno, indefectiblemente. No entraremos aquí en el debate acerca de si es o no la posmodernidad una continuidad, o si es acaso o un proceso posterior e independiente de la Modernidad, -pues, en todo caso, ese fue tema de estudio de personajes como Gianni Vattimo, Jean-François Lyotard o el propio Zygmunt Bauman. Lo que sí nos interesa remarcar, en este sentido, es que la Modernidad -para algunos terminada en la década de los años 60’s-, lo ha abarcado todo. En pocas palabras, se ha impuesto, ha triunfado. Ocurre, no obstante, que es justamente esa victoria, lo que implica un fin. La Modernidad se agota, muere, y deja el paso a un nuevo paradigma, que ya se ha asomado mediante distintas características.

Lo que caracteriza al mundo de hoy es un rasgo único en la historia: nunca había preexistido una sociedad que descanse bajo el único criterio de la eficacia técnico-material. Expliquémonos: a lo largo de la historia han habido sociedades que, por ejemplo- implementaban la fé desde un punto de vista civil, más no trascendente, pero eran sociedades religiosas, en última instancia; Así, el mundo romano precristiano era un mundo religioso; el mundo pagano-germánico también lo era; las sociedades orientales, históricamente, habían sido sociedades de fondo religioso, desde el cual se formaba la vida de la comunidad. Nunca había existido una civilización que considerara que sólo el criterio de la eficacia de la rentabilidad económica fuera suficiente de dar cuenta de todo en la vida mundana. Respecto a ello, un dogma de nuestra civilización hoy día es que “todo lo que sea posible de hacer, hay que hacerlo”, y esto resulta sumamente peligroso. Hoy es imposible que cualquier nuevo descubrimiento técnico no sea inmediatamente utilizado para obtener un rendimiento económico. Incluso, para una mente moderna, es difícil sentir entusiasmo por una vida virtuosa si con ella no se consigue ninguna efímera recompensa.

Esta es una consecuencia de la revolución ideológica de la Modernidad, por varias razones: Decía Hegel que el camino de la Modernidad, nacida a partir de la Reforma Protestante, podía comprenderse como una serie de afirmaciones sucesivas de la individualidad frente a algo. Como nos recuerda el sociólogo Jürgen Habermas: “En términos generales Hegel ve caracterizada la Edad Moderna por un modo de relación del sujeto consigo mismo, que él denomina subjetividad.”[1]. Al mismo tiempo, este pensador le da una caracterización particular, es decir, explica la subjetividad por la libertad y la reflexión, y comenzaría así a desarrollarse la dominación de un sujeto que reclama insistentemente la capacidad de atenerse a sus propias intelecciones. Nacería así el principio de libertad de la voluntad como fundamento sustancial, a tal punto que, “en la sociedad civil cada uno es fin para sí mismo, todo lo demás no significa nada para él. Pero sin relación con los otros no puede alcanzar sus fines. Esto se convierten, por tanto, en medio para el fin del individuo particular”[2]. El propio Schopenhauer brinda una percepción análoga al esgrimir, ya en el siglo XIX, que: “Inspira tal horror el egoísmo, que hemos inventado la urbanidad para ocultarlo como una parte silenciosa. Pero sobresale a través de todos los velos y se denuncia en todo encuentro, donde instintivamente nos esforzamos por utilizar cada nuevo conocimiento para servirnos en uno de nuestros innumerables proyectos. Siempre es nuestra primera idea saber si tal hombre puede sernos útil para alguna cosa. Si no nos puede servir, ya no tiene valor…”[3] o, desde otro punto de vista, “por su propio interés, el hombre se ha vuelto gregario, pero, desde el punto de vista instintivo, se ha mantenido solitario en gran medida”[4], como diría Bertrand Russell casi un siglo después.

Así pues, siguiendo el razonamiento de Hegel, con la Reforma, se concibió el principio de la individualidad frente a la religión. En la Ilustración, se vió la afirmación de la soberanía de las personas frente al conocimiento ortodoxo, frente a la autoridad cultural. ¿Cuál fue una de las consecuencias inequívocas de la Ilustración, sino la genocida Revolución Francesa?, donde se percibió la afirmación de la individualidad del ciudadano, ya no persona -como se concebía durante la Cristiandad-, sino ahora de un sujeto político, frente al poder. Y en esa sucesión de afirmaciones respecto de la individualidad frente a algo -como diría Hegel-, se irá construyendo un mundo muy diferente al que lo precedía, que era un mundo que, justamente, se sostenía bajo el anclaje de que las personas, no individuos, respondían a un orden que les trascendía. El término de individuo, como tal, no existía, no comprendía un sentido: piénsese tan solo en la doctrina de Platón o Aristóteles (de donde se nutre en buena medida Occidente): no hay vida moral fuera de la polis[5]. Solo los dioses o las bestias pueden vivir por fuera[6]. La realidad, tanto en lo político, como en lo cultural o religioso, era comunitaria, y la persona se subordinaba a ello. A lo largo de los siglos, no obstante, la Modernidad logró romper este mecanismo. Atomizó e individualizó a las personas. Como diría Emile Durkheim en el siglo XIX: la unidad comunal pretérita se rompe por presión del propio capitalismo naciente[7]. Pero la Modernidad siguió en pie porque no dejaba de alimentar una serie de procesos vitales, a saber: que, frente a un orden opresivo, cualesquiera que sea, que impone una cosmovisión, las personas naturalmente tienden a levantarse (independientemente de si tal poder resulta, en los hechos, verdaderamente opresor o no), por tanto, puede comprenderse la sublevación del individuo. Y así, sucesivamente, el camino de la individualidad se iba propagando a lo largo de las décadas subsiguientes.

De esta forma, Las convulsiones acaecidas sobre el orden social que nos es contemporáneo no pueden ser explicadas en y por sí mismas, sino que están precedidas por la difusión de nuevos principios, nuevos sistemas de valores, a la luz de los cuales se presentan como caducos los que fundaban el antiguo orden, en esta suerte de lema progresista que tan bien ha sabido destacar Jürgen Habermas en su “Discurso filosófico de la modernidad”, al referirse a la persistencia de la novedad permanente, donde parecería que “todo lo nuevo debe ser mejor que lo anterior”. En este sentido, “el hombre del presente siente que su vida es más vida que todas las antiguas o, dicho viceversa, que el pasado integro se le ha quedado chico a la humanidad actual. Esta intuición de nuestra vida de hoy anula con su claridad elemental toda lucubración sobre decadencia que no sea muy cautelosa. Nuestra vida se siente, por lo pronto, de mayor tamaño que todas las vidas. ¿Cómo podría sentirse decadente? Todo lo contrario: lo que ha acecido es que, de puro sentirse más vida, ha perdido todo respeto, toda atención hacia el pasado. De aquí que por primera vez nos encontremos con una época que hace tabla rasa de todo clasismo, que no reconoce en nada pretérito posible modelo o norma, y sobrevenida al cabo de tantos siglos sin discontinuidad de evolución, parece, no obstante, un comienzo, una alborada, una iniciación, una niñez. […] Sentimos que de pronto nos hemos quedado solos sobre la tierra los hombres actuales; […] El resto de espíritu tradicional se ha evaporado. Los modelos, las normas, las pautas, no nos sirven. Tenemos que resolvernos nuestros problemas sin colaboración activa del pasado, en pleno actualismo […]”[8]. De forma que, en última instancia, como dijera Nietzsche, “vivimos en una época cuya cultura está en peligro de perecer por los medios de la cultura”[9].

Ahora bien, para el cristianismo, existían personas, no individuos/ciudadanos como en la modernidad, mucho menos usuarios, como en la posmodernidad; el camino que sigue la Revolución de 1789 y la Ilustración en general es evidente: el individuo -ahora ciudadano- y su libertad, se convierten en un único referente posible a seguir en la vida social de Occidente. Al mismo tiempo que, su derecho a la prosperidad, será al margen de todo, incluido cualquier criterio moral. Esta es una nueva forma de pensar que terminaría de generalizarse, harto evidente, donde cualquier elemento de carácter comunitario, desaparece. Y este resulta un punto esencial, porque en este sinnúmero de afirmaciones de la individualidad, se esconde un bucle, en el que continuamente, se debe seguir afirmando la individualidad frente a algo. Cuando se determina que el individuo es el único elemento real de la existencia, que todo por fuera del individuo son ataduras (la religión, la familia, los amigos, las instituciones colectivas, los valores trascendentales), se llega a un punto final, en que el racionalismo -que alguna vez fuera una característica de la modernidad-, se pierde. “Todas son atadura que debemos quitar para que el individuo sea enteramente libre”, en una suerte de búsqueda de la libertad, ya no como medio para un fin, sino de libertad por la libertad misma. De esta forma, tuvimos la afirmación del individuo contra la religión; el individuo frente al conocimiento; frente al poder político: hoy hemos llegado a la afirmación del individuo frente a sí mismo y su propia realidad objetiva: ideología de género, transhumanismo.

Para el cristianismo, el Hombre es libre. Para el posmodernismo, por el contrario, el Hombre es libertad. Por ello es que se ha justificado la autopercepción, el descarte de la vida, la manipulación genética, la rebelión contra la Verdad única y la Moral. Piénsese tan solo en un pensador tan influyente en estos tiempos como lo es Nietzsche, cuando arguye “… no hay hechos eternos ni verdades absolutas.”[10]; “La moral es una mentira muy necesaria de la que debemos ser sacados”[11]. Como diría Bertrand Russell, “en este universo sin Dios, nosotros nos convertimos en dioses”[12], pero ocurre que “para el hombre que se ha vuelto Dios, ya no existe la verdad ni el deber, que representan nuestro sometimiento a la materia y a nuestros vecinos; para lo demás, la verdad es lo que él afirma como tal, el deber es lo que él ordena”[13]. Así hemos llegado bajo el concepto de que vos no sos lo que crees que sos, sino lo que libremente deseas ser en cada momento. En este sentido, Mi voluntad, que es propia, permite que yo pueda afirmarme incluso contra mi mismo. Cuando ese camino de sucesivas afirmaciones de la individualidad frente a algo, llega a un punto de racionalidad plena, entonces ese camino se acabó. No queda más, pero el paradigma de civilización que se termina, será continuado por uno nuevo. Decía Herbert Spencer que “el postulado de que los hombres son seres racionales, continuamente incita a deducir consecuencias que a la larga prueban ser demasiado ambiciosas”[14], lo cual es cierto.

El orden social propio del cristianismo se corrompió al abandonar la sociedad los principios que provee la naturaleza, y haber adoptado otros fundados en no más que el racionalismo. Como enseña el Dr. Gerardo Palacio Hardy, lo que hoy se vuelve ostensible y a muchos sorprende, es tan sólo la consecuencia lógica en la que devinieron los principios de la revolución moderna. Pero las consecuencias de ello no quedan circunscriptas a un mero cambio en el régimen legal y político, sino más bien a una concepción del Hombre y de la sociedad en su conjunto, por demás equívoca, y que hoy presenta sus consecuencias: La negación del hombre, la sustitución de Dios del escenario humano (sustitución, pues como enseña el gran pensador Pablo Muñoz Iturrieta, “Si la religión no se llama catolicismo, judaísmo, etc., se llama cambio climático, marxismo, feminismo,”), la exaltación del Yo, la proclamación de la libertad absoluta, el discurso de liberación respecto de toda sujeción, incluso de uno mismo, entre otras muchas aberraciones creadas por la abstracción de la mente humana.

Para muchos, la Modernidad murió en los 60’s con Mayo del ‘68, no por los sucesos de la fecha, sino porque cumple con el objetivo de la Revolución: cambiar la mentalidad, la visión cultural de lo que quedaba de Occidente. El General de Gaulle volvió al poder al día siguiente, sí, pero de allí en adelante, todo cambió de forma fugaz y permanente. Todos los lemas de Mayo del ‘68 son de una infantilidad extrema, que causó incluso la vergüenza de la vieja izquierda obrera, pues todos se basaban en el mismo postulado: Yo soy yo y lo que quiero ser. Lo problemático de los mismos, es que no son meramente slogans adolescentes, sino que plantean una visión del mundo, y las ideas siempre tienen consecuencias, porque todo aquello, lleva a exterminar necesariamente a todo lo que se oponga a la libre imaginación individual de lo que uno cree que ser. Y todo aquello que se opone a los delirios, es la realidad. El individuo alienado del siglo XXI ya no está en conexión con el mundo, sino que quiere moldear el mundo para que este en conexión con sus propios delirios. Todo aquello que se opone a la libre imaginación individual son la familia, los lazos religiosos, las instituciones comunitarias, que en Occidente son atacadas de forma sistemática desde hace, cuanto menos, cincuenta años.

Mayo del 68 triunfó en su lema “La emancipación del hombre será total o no será”, entre otras cosas, porque se conectó con lo que Max Weber llamaría una “constelación de intereses” provenientes del propio capitalismo. En pocas palabras, como diría José Javier Esparza, el capitalismo descubre que es más rentable un mundo de individuos que consuman, que un mundo de familias que produzcan. Se comprende que, para que el crecimiento económico devenido de una sociedad conservadora pueda seguir adelante, la sociedad debe dejar de ser conservadora, y convertirse en una sociedad de máquinas de consumo y producción, en la que ya no hay familias enlazadas, en la que ya no hay patria, ni se responde a los viejos intereses comunes. Pero para ello, hacía falta una legitimación ideológica, y la misma se encontró en la exacerbación del individualismo moderno.

El capitalismo, para seguir creciendo, debía eliminar las trabas al consumo y producción, pero esas trabas no eran económicas, como impuestos a la exportación, a la producción, ni mucho menos. Esas trabas son morales. Hoy, los objetivos de nuestra civilización son: que nazcan los menos posibles, eliminar a los ancianos, la negación de mí mismo, mientras se ofrecen cada vez más entretenimientos para ocultar y ambientar a la población a un mundo que antes parecía distopico, que puede que cada vez sea más cercano, donde mediáticamente se imponen cada vez más presiones para aceptar lo inaceptable. En definitiva, como diría Naomi Klein: “vivimos en la cultura del presente perpetuo, una cultura que se separa deliberadamente del pasado que nos creó y del futuro que estamos moldeando con nuestras acciones […]”[15].

Y es que “la vida” -como supo exponer Søren Kierkegaard- “sólo puede ser entendida mirando hacia atrás, pero tiene que ser vivida hacia adelante”. La comprensión y el sentido de la propia vida sólo se da en la medida en que reflexionamos hacia atrás. Si bien le damos sentido observando al pasado, aplicando dicho sentido a nuestra vida futura. No obstante, cual plastilina, el Hombre posmoderno es completamente maleable; no posee ni un antes ni un después y ante esto, sólo le queda entregarse al placer del momento. “[…] Nuestro tiempo se caracteriza por una extraña presunción de ser más que todo otro tiempo pasado; más aún: por desentenderse de todo pretérito, no reconocer épocas clásicas y normativas, sino verse a sí mismo como una vida nueva, superior a todas las antiguas e irreductible a ellas”[16].

Tal como expresa Shaw, la libertad correctamente entendida implica responsabilidad, pero es a la dirección diametralmente opuesta hacia donde apunta la sociedad posmoderna, acudiendo a una idea de libertad adolescente ya sin responsabilidad. Es curioso como tantos individuos creen vivir una vida madura y en una sociedad superadora de todas las pasadas, al tiempo que exigen que un Estado sobredimensionado en todas las áreas de la vida social que resuelva absolutamente todos sus problemas. Así, paradójicamente el progresista, mientras cree vivir en una sociedad madura por tener aborto legal, exige al mismo tiempo que sea papá Estado el que lo financie; mientras las feministas creen “empoderarse” por no tener el menor detalle de pudor en público, exigen que sea el Estado el que les proporcione cupos laborales, secretarías públicas, financie sus movilizaciones y censure a quienes no acaten la nueva moral represiva. La libertad sin responsabilidad es un delirio de la modernidad. La moral y las buenas costumbres son el principal remedio para una sociedad en decadencia, es por ello que la izquierda intenta primero corromper las sanas tradiciones, para luego implementar su doctrina totalitaria. Al mismo tiempo, resulta común en la posmodernidad ver individuos que creen haberse “liberado” de Dios, al tiempo que se han vuelto esclavos de meros aspectos mundanos. Siempre vale recordar, como decía San Agustín, que “cualquier cosa que sea lo que te promete el mundo, mayor es el reino de los cielos”.

Decía José Ortega y Gasset que “la vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. […] Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que solo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin «forma». Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las órdenes han quedado en suspenso. Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana, para vacar a sí misma. […] Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse. Librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener quehacer. Y como ha de llenarse con algo, se «inventa» o finge frívolamente a sí propia, se dedica a falsas ocupaciones, que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberintico. Se comprende. Vivir es ir disparando hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a lo que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar solo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar dentro de sí.”[17].

La civilización occidental es el resultado de un arduo trabajo, que sólo fue posible gracias al respeto que mantuvieron los hombres al legado que recibían. Así es que romper con las tradiciones en nombre de la libertad, sólo implicaría quedar a merced de inmorales, delincuentes y tiranos. Siempre es prudente recordar que, aunque a lo largo de la historia, el significado de Liberté ha variado, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que quienes más fervientemente lo han utilizado son quiénes, en efecto, menos lo han perseguido. Así pues, los jacobinos durante la Revolución Francesa, mientras ensangrentaban las calles de París con Robespierre a la cabeza. En este sentido, el verdadero “contrato social”, como diría Edmund Burke, no es una idea abstracta y racionalista, sino más bien la unión de los miembros de una sociedad en distintos tiempos, a través de la sabiduría acumulada a lo largo de las generaciones pretéritas y de los lazos que solo pueden formar las costumbres y la tradición que, parafraseando aquella conocida frase de Juan de Salisbury, nos coloca en los hombros de gigantes, pues el magno agregado del género humano ha adquirido una sabiduría normativa muy superior al alcanzable a través de las meras racionalidades individuales y, “a diferencia del conocimiento, la sabiduría no envejece”[18], como reflexionó el célebre pensador polaco Zygmunt Bauman.

En este sentido, se comprende que la continuidad histórica es fundamental en la experiencia de una comunidad, razón por la cual el conocimiento del pasado debe ser una guía prevalecida a cualquier designación racionalista y abstracta de la mente humana, como las que la historia nos cuenta a quienes la leemos. El sano cambio es lo que hace posible nuestra preservación. Y cierto es que, en esencia, existe un orden moral perdurable. Sin lugar a dudas, la naturaleza del hombre es invariable, y las verdades morales son indelebles. Sin embargo, hemos visto como las distintas sociedades, sin importar en qué siglo se posicionaran, han experimentado las consecuencias de atentar contra dicho orden moral. La sociedad contemporánea ha experimentado las consecuencias de romper con dicha armonía. Son las viejas costumbres las que permiten que los individuos puedan avanzar y convivir pacíficamente. Quienes intentan romper dichas costumbres no hacen más que echar abajo mucho más de lo que piensan o pretenden. Recuérdese aquel pasaje del Manifiesto comunista que reza: “… existen verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el comunismo… viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente todo el desarrollo histórico anterior”[19]. Pero siempre vale recordar que Marx no tuvo más inspiración que los valores de la Ilustración. Así, hemos visto como desde un Marx o Lenin, hasta un Maximilien Robespierre, quienes en nombre de la razón y el progreso han intentado romper un orden establecido, no han conseguido más que disolver mucho más de lo que suponían, desembocando en un camino calamitoso. Tal como dijera dijera David Hume, “la naturaleza mantendrá siempre sus derechos y, finalmente, prevalecerá sobre cualquier razonamiento abstracto”. Desafortunadamente, como expresara Hegel, ocurre que “aprendemos de la historia que no aprendemos de la historia”, y probatura de ello son las recientes experiencias de la historia de la Humanidad, en la que las sociedades no solo han comenzado a olvidar sus raíces y tradiciones, sino que parecen incluso poner su empeño en ello. Las ideologías que han vociferado un paraíso terrenal, finalmente han instaurado un infierno mundano. Esto fue así porque las convenciones que se mantienen a través de los legados, anulan altercados nimios sobre los derechos y los deberes asumidos. La continuidad, en este sentido, es el vehículo entre las generaciones pasadas y venideras, y es lo que condesciende la vigencia de aquellas convenciones esenciales para la próspera convivencia. El orden, la Justicia y la Libertad, son el resultado de la experiencia social, de siglos de convivencia, reflexión y sacrificio que tienen como “heredero de un pasado larguísimo y genial -genial de inspiraciones y de esfuerzos-” a un “nuevo vulgo [que] ha sido mimado por el mundo en torno”[20], como diría José Ortega y Gasset, un mundo que tantas veces se ha intentado deshacer, en el que tantas veces se han intentado cambios exabruptos -muchos de ellos, necesarios, pero ignorando por completo los viejos intereses-. “…Sería muy triste que, por la ignorancia de la época actual, resultasen mutiladas las obras del pasado” es una cavilación de Friedrich Carl von Savigny que debe llamar a la reflexión propia.

 

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[1] Habermas, J. Discurso filosófico de la modernidadTaurus, Madrid, 1993. Pág. 29

[2] Ibíd. Pp. 53

[3] Schopenhauer, A. El amor, las mujeres y la muerte. Editores mexicanos Unidos, S. A. Ciudad de México, 2019, p. 87.

[4] Russell, B. Lo mejor de Bertrand Russell. Ed.: EDHASA, Buenos Aires, 1989, p. 25.

[5] Aristóteles. Política. Ed. Gredos, Madrid, 1988.

[6] “[…] la ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros como individuos. En efecto, el todo es necesariamente anterior a las partes […]. Entonces, que la ciudad es por naturaleza al individuo es evidente. Poruqe si cada individuo, cuando está aislado, no es autosuficiente, su situación será similar a la de cualquier parte respecto al todo; y quien no puede vivir en comunidad o que, por autosuficiencia, de nada necesita, no es parte de la ciudad sino, en consecuencia, una bestia o un dios”. Ibid. p. 59. 20al-25.

[7] Durkheim, E. La división del trabajo social. Biblioteca Nueva / Minerva, Madrid, 2012.

[8] Ortega y Gasset, J. La rebelión de las masas. Barcelona, Ediciones Altaya, 1993, p. 67-68.

[9] Nietzsche, F. Humano, demasiado humano. Madrid, Mestas Ediciones S. L., 2019, p. 277.

[10] Nietzsche, F. Humano, demasiado humano. Ob. Cit. p. 25.

[11] Ibid. p. 57.

[12] Russell, B. Lo mejor de Bertrand Russell. Ed.: EDHASA, Buenos Aires, 1989, p. 137.

[13] Russell, B. Lo mejor de Bertrand Russell. Ed.: EDHASA, Buenos Aires, 1989, p. 25.

[14] Spencer, H. El hombre contra el Estado. Ed.: Aguilar, Buenos Aires, 1953, p. 121.

[15] Klein, N. En llamas. Buenos Aires, Paidós, 2021, p. 162.

[16]  Ortega y Gasset, J. La rebelión de las masas. Barcelona, Ediciones Altaya, 1993, p. 74.

[17] Ortega y Gasset, J. La rebelión de las masas. Barcelona, Ediciones Altaya, 1993, p. 157-58.

[18] Bauman, Z. Tiempos líquidos. México D. F., Tusquets Editores, 2008, p. 13.

[19] Marx, K. & Engels, F. El manifiesto comunista. Buenos Aires, Ediciones Libertador, 2008, p. 107-108.

[20] Ortega y Gasset, J. La rebelión de las masas. Barcelona, Ediciones Altaya, 1993, p. 86.