Fragmentos de obras de Hume
SECCIÓN VII. Sobre la idea de conexión necesaria. (Primera Parte)
La gran ventaja de las ciencias matemáticas sobre la moral consiste en esto, en que las ideas de las primeras, al ser sensibles, son siempre claras y precisas, la más insignificante distinción entre ellas es perceptible de inmediato, y los mismos términos expresan siempre las mismas ideas, sin ambigüedad ni variaciones. Un óvalo no se confunde jamás con un círculo, ni una hipérbola con una elipse. Los límites que distinguen el isósceles del escaleno son más precisos que los que distinguen el vicio de la virtud, el bien del mal. Con los términos definidos por la geometría, la mente por sí misma sustituye fácilmente en toda ocasión el término definido por su definición; o, incluso cuando no se emplea definición alguna, el propio objeto puede presentarse a los sentidos, y así ser firme y claramente aprehendido. Sin embargo, los más sutiles sentimientos de la mente, las operaciones del entendimiento, los diversos humores de las pasiones, aun distinguiéndose manifiestamente, se nos escapan con facilidad cuando los examinamos mediante la reflexión; y no podemos traer a la mente el objeto original con la misma frecuencia con que tenemos ocasión de contemplarlo. Así es cómo la ambigüedad se va introduciendo gradualmente en nuestros razonamientos: objetos similares fácilmente se toman por idénticos, y al final la conclusión se aleja mucho de las premisas.
Se podría afirmar, no obstante, que, si contemplamos estas ciencias bajo una luz adecuada, sus ventajas y desventajas casi se compensan, alcanzando ambas un estado de igualdad. Aunque la mente retenga con mayor facilidad las ideas claras y precisas de la geometría, por otro lado, se ve obligada a elaborar una cadena de razonamiento mucho más larga y compleja, y a comparar ideas muy alejadas las unas de las otras, todo ello con objeto de alcanzar las más abstrusas verdades de esa ciencia. Y aunque las ideas morales puedan caer, si no se tiene un cuidado extremo, en la oscuridad y la confusión, las inferencias de estas disquisiciones son siempre mucho más cortas, y los pasos intermedios que conducen a la conclusión muchos menos que los de las ciencias dedicadas a la cantidad y el número. En realidad, las proposiciones de EUCLIDES, por simples que sean, cuentan con más partes que las de cualquier razonamiento moral que no sea quimérico o producto de la presunción. Allí donde en pocos pasos hallamos los principios de la mente humana debemos estar muy satisfechos con nuestro progreso; considerando lo pronto que la naturaleza dificulta todas nuestras investigaciones sobre las causas y nos obliga a admitir nuestra ignorancia. El principal obstáculo a nuestro progreso en las ciencias metafísicas o morales es, así pues, la oscuridad de las ideas, y la ambigüedad de los términos. La principal dificultad de las matemáticas reside en la longitud de las inferencias y en la amplitud del pensamiento necesarias para alcanzar cualquier conclusión. Y, posiblemente, nuestro progreso en filosofía natural venga retrasado principalmente por la falta de fenómenos y experiencias adecuadas, a menudo descubiertas por azar y no siempre cuando es preciso, aun en el caso de las investigaciones más diligentes y prudentes. Como, hasta la fecha, la filosofía moral parece haber progresado menos que la geometría o la física, podemos concluir que, si efectivamente existen diferencias a este respecto entre dichas ciencias, la superación de las dificultades que obstruyen el desarrollo de la primera requerirá mayor cuidado y capacidad.
No existen ideas, de las que aparecen en metafísica, más oscuras e inciertas que aquellas de poder, fuerza, energía o conexión necesaria, las cuales surgen siempre en todas nuestras disquisiciones. Por lo tanto, en esta sección nos proponemos fijar, cuando sea posible, el significado preciso de estos términos, para eliminar así parte de la oscuridad que tantas quejas suscita en este tipo de filosofía.
La proposición de que todas nuestras ideas no son más que copias de nuestras impresiones no admite mucha discusión; en otras palabras, es imposible que pensemos nada que no hayamos sentido anteriormente, ya sea a través de nuestros sentidos externos o internos. Me he propuesto explicar y probar esta proposición, y he manifestado mis esperanzas de que una correcta aplicación de la misma nos permita alcanzar mayor claridad y precisión en los razonamientos filosóficos que la lograda hasta el momento. Es posible que las ideas complejas puedan conocerse bien por definición, que no es más que la enumeración de las partes o ideas simples que las componen. Sin embargo, cuando llegamos a las ideas más sencillas y vemos que seguimos hallando más ambigüedad y oscuridad, ¿de qué recurso disponemos? ¿Qué invención puede echar luz sobre estas ideas para hacerlas en conjunto claras y precisas a nuestra percepción intelectual? Producir las impresiones o sentimientos originales de los que se copian las ideas. Todas estas impresiones son fuertes y sensibles. No admiten ambigüedad. No sólo están bien iluminadas sino que además pueden echar luz sobre sus ideas correspondientes, que están en la oscuridad. Y es posible que de esta manera podamos lograr un nuevo microscopio o especie de óptica que permita, en las ciencias morales, que las ideas más menudas y simples puedan ser aumentadas hasta el punto de que podamos aprehenderlas fácilmente, y conocerlas tan bien como las ideas más grandes y sensibles que puedan ser el objeto de nuestra investigación.
Por lo tanto, para conocer plenamente la idea de poder o conexión necesaria examinemos su impresión, y con objeto de hallar con mayor certeza su impresión, busquémosla en todas las fuentes de las que pueda derivarse.
Cuando miramos en derredor a los objetos externos y consideramos la operación de las causas, ni en un solo caso somos capaces de descubrir poder o conexión necesaria alguna; cualidad alguna que vincule el efecto a la causa y convierta a una en la consecuencia infalible de la otra. Sólo encontramos que la una, efectivamente, sigue de hecho a la otra. El impulso de una bola de billar se acompaña del movimiento de la otra. Esto es todo lo que aparece ante los sentidos externos. La mente no percibe ningún sentimiento ni impresión interna de esta sucesión de objetos. Consecuentemente, no existe, en ningún caso particular de causa y efecto, ninguna cosa que pueda sugerir la idea de poder o conexión necesaria.
Desde la primera aparición de un objeto, no podemos hacer nunca conjeturas sobre el efecto que resultará de ésta. Sin embargo, si el poder o energía de cualquier causa pudiera ser descubierto por la mente, seríamos capaces de prever el efecto, incluso sin la experiencia, así como, en principio, de pronunciarnos con certeza al respecto por el mero uso del pensamiento y el raciocinio.
En realidad, no existe ninguna parte de la materia que descubra nunca, mediante sus cualidades sensibles, ningún poder o energía, ni que nos dé pie a imaginar que podría producir cosa alguna, o ser seguida por cualquier otro objeto que pudiéramos denominar su efecto. La solidez, la extensión, el movimiento, estas cualidades son todas completas en sí mismas, y nunca apuntan a ningún otro hecho que pueda resultar de ellas. Las escenas del universo cambian continuamente, y un objeto sigue a otro en una sucesión ininterrumpida, pero el poder o fuerza que actúa sobre toda la maquinaria se mantiene completamente oculto, y no se descubre en ninguna de las cualidades sensibles del cuerpo. Sabemos que, de hecho, el calor acompaña constantemente la llama, pero no podemos hacer conjeturas ni imaginar qué conexión existe entre ambos. Así, es imposible que la idea de poder se derive de la contemplación de los cuerpos cuando están operando en casos concretos, porque los cuerpos nunca descubren ningún poder que pueda ser el original de esta idea.
Así pues, dado que los objetos externos tal y como aparecen ante los sentidos no nos dan ninguna idea de poder o conexión necesaria al operar en casos particulares, veamos si esta idea puede derivar de la reflexión sobre las operaciones de nuestras propias mentes, y ser copiada de alguna impresión interna. Puede decirse que a cada momento somos conscientes del poder interno cuando sentimos que, por la simple orden de nuestra voluntad, podemos mover los órganos de nuestro cuerpo o dirigir las facultades de nuestra mente. Un acto de volición produce movimiento en nuestras extremidades o suscita una nueva idea en nuestra imaginación. A esta influencia de la voluntad la llamamos consciencia. De ahí adquirimos la idea de poder o energía, y la seguridad de que nosotros mismos y todos los restantes seres inteligentes poseen poder. Esta idea, entonces, procede de la reflexión, puesto que surge de reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente, y ante la orden que ejerce la voluntad tanto sobre los órganos del cuerpo como sobre las facultades del alma.
Procederemos a examinar esta pretensión; primeramente, en relación con la influencia de la volición sobre los órganos del cuerpo. Podemos observar que esta influencia es un hecho que, al igual que todos los demás eventos naturales, sólo puede ser conocido por la experiencia, y nunca puede ser predecido a partir de ninguna energía o poder aparente en la causa que la conecte con el efecto, convirtiendo a la una en una consecuencia infalible de la otra. El movimiento de nuestro cuerpo se sigue de la orden de nuestra voluntad. De esto somos conscientes a cada instante. Sin embargo, los medios que lo provocan, la energía mediante la cual la voluntad realiza una operación tan extraordinaria, de esto nos encontramos tan lejos de ser inmediatemente conscientes que siempre escapará a nuestra investigación, por diligente que ésta sea.
Pues, en primer lugar, ¿existe algún principio en toda la naturaleza más misterioso que el de la unión del alma y el cuerpo, por el que una supuesta sustancia espiritual adquiere una influencia tal sobre una material que el más sutil pensamiento es capaz de actuar sobre la materia más sólida? Esta extensa autoridad no sería más extraordinaria ni estaría más lejos de nuestra comprensión si pudiéramos, con sólo desearlo secretamente, eliminar montañas o controlar las órbitas de los planetas. Pero si por la consciencia percibiéramos cualquier poder o energía en la voluntad, conoceríamos necesariamente ese poder, su conexión con el efecto, la unión secreta del alma y el cuerpo y la naturaleza de estas dos sustancias por la que la una es capaz de operar, en tantos casos, sobre la otra.
En segundo lugar, no somos capaces de mover todos los órganos del cuerpo con la misma autoridad, aunque no podemos asignar ninguna razón que no sea la experiencia para explicar la notable diferencia entre unos y otros. ¿Por qué tiene la voluntad influencia sobre la lengua y los dedos y no sobre el corazón o el hígado? Esta pregunta nunca nos avergonzaría si fuéramos conscientes de un poder para el primer caso, no para el último. Percibiríamos entonces, independientemente de la experiencia, por qué la autoridad de la voluntad sobre los órganos del cuerpo queda circunscrita en esos límites tan particulares. Siendo en ese caso plenamente conocedores del poder o fuerza por la que opera, también sabríamos por qué su influencia llega precisamente a tales fronteras y no más allá.
Un hombre al que de pronto se le paralice una pierna o un brazo, o que acabe de perder esos miembros, a menudo intenta primero moverlos, y emplearlos en sus habituales ocupaciones. En este caso, él es tan consciente del poder para dirigir tales miembros como un hombre en perfecto estado de salud del poder para actuar sobre cualquier miembro que permanezca en su estado y condición naturales. Pero la consciencia nunca engaña. En consecuencia, ni en un caso ni en el otro somos nunca conscientes de ningún poder. Sólo conocemos la influencia de nuestra voluntad por la experiencia. Y la experiencia sólo nos enseña que un evento sigue a otro constantemente, sin instruirnos en la secreta conexión que los une y los hace inseparables.
En tercer lugar, de la anatomía aprendemos que el objeto inmediato de poder en el movimiento voluntario no es el propio miembro que se mueve sino ciertos músculos y nervios y espíritus animales y, quizá, algo incluso más menudo y desconocido, a través de lo cual el movimiento se propaga sucesivamente hasta que alcanza al propio miembro cuyo movimiento es el objeto inmediato de la volición. ¿Puede haber una prueba más certera de que el poder por el que toda esta operación se ejecuta, tan lejos de ser directa y plenamente conocido por un sentimiento o consciencia interna es, en última instancia, misterioso e inintiligible? Aquí la mente ejerce voluntad sobre determinado evento. Inmediatamente se produce otro evento, desconocido para nosotros y totalmente diferente del pretendido. Dicho evento produce otro, igualmente desconocido. Hasta que al final, después de una larga sucesión, se produce el evento deseado. Pero si el poder original se sintiera, se conocería necesariamente: si se conociera, su efecto también se conocería puesto que todo poder está relacionado con su efecto. Y viceversa, si el efecto no fuera conocido, el poder no podría ser conocido ni sentido. ¿Cómo vamos a ser conscientes de un poder que mueve nuestras extremidades cuando no tenemos ese poder, sino tan solo el de impulsar determinados espíritus animales que, aunque al final provocan movimiento en nuestros miembros, operan de forma completamente incomprensible para nosotros?
Por tanto, podemos concluir del todo, espero, sin miedo a temeridades y con seguridad, que nuestra idea de poder no está copiada de ningún sentimiento o consciencia de poder dentro de nosotros mismos cuando originamos un movimiento animal, o aplicamos nuestras extremidades a un uso y una ocupación adecuadas. El hecho de que su movimiento siga la orden de la voluntad es una cuestión de la experiencia común, como los otros eventos naturales; pero el poder o la energía por la que esto se consigue, como la de otros eventos naturales, nos es desconocida e inconcebible. ¿Debemos entonces aseverar que somos conscientes de un poder o energía en nuestras propias mentes, cuando por un acto u orden de nuestra voluntad suscitamos una nueva idea, nos concentramos en su contemplación, le damos mil vueltas y finalmente la descartamos a favor de alguna otra idea cuando creemos que ya la hemos analizado con suficiente detenimiento? Yo creo que los mismos argumentos probarán que incluso esta orden de la voluntad no nos da una idea verdadera de la fuerza o la energía.
En primer lugar habrá que conceder que cuando conocemos un poder, conocemos esa circunstancia particular en la causa que la capacita para producir el efecto, pues se supone que éstos son sinónimos. Por lo tanto, debemos de conocer tanto la causa como el efecto, y la relación entre ambos. No obstante, ¿pretendemos conocer la naturaleza del alma humana y la naturaleza de una idea, o la aptitud de la una para producir la otra? Ésta es una verdadera creación, la creación de algo de la nada; lo que implica un poder tal que a primera vista podría parecer encontrarse más allá del alcance de cualquier ser menor que el infinito. Al menos se debería sostener que tal poder no se siente, no se conoce, no es siquiera concebible para la mente. Sólo sentimos el evento, principalmente, la existencia de una idea, que sigue a una orden de la voluntad. Pero la forma en que se realiza esta operación, el poder por el que se produce, está completamente más allá de nuestra comprensión.
En segundo lugar, el control de la mente sobre sí misma es limitado, como lo es su control sobre el cuerpo, y estos límites no le son conocidos a la razón, como cualquier noción sobre la naturaleza de causa y efecto, sino sólo a la experiencia y a la observación, como en todos los restantes eventos naturales y en la operación de objetos externos. Nuestra autoridad sobre nuestros sentimientos y pasiones es mucho más débil que la que tenemos sobre nuestras ideas; e incluso esta última autoridad queda circunscrita a unas fronteras muy estrechas. ¿Intentará alguien determinar la razón última de estas fronteras, o mostrar por qué existe menos poder en un caso que en otro?
En tercer lugar, este auto control es muy diferente en distintos momentos. Un hombre saludable posee más que otro que languidezca en la enfermedad. Somos más dueños de nuestros pensamientos por la mañana que por la noche, ayunando que cuando acabamos de comer bien. ¿Podemos dar alguna razón para estas variaciones, excepto la experiencia? ¿Dónde, entonces, se encuentra el poder del que pretendemos ser conscientes? ¿Acaso no existe aquí, ya sea en sustancia espiritual o material, o en ambas, algún secreto mecanismo o estructura de las partes del que depende el efecto y que, siéndonos totalmente desconocido, hace que el poder o la energía de la voluntad nos sea igualmente desconocida o incomprensible?
Indudablemente la volición es un acto de la mente con el que estamos suficientemente familiarizados. Piénsese en él. Abórdese desde todos las perspectivas. ¿Se encuentra en él algo parecido a este poder creativo que hace que de la nada surja una nueva idea, y que con una especie de FIAT imita la omnipotencia de su Creador, si se me permite hablar así, el que convocó a la existencia a las diferentes escenas de la naturaleza? Tan lejos como estamos de ser conscientes de esta energía de la voluntad, convencernos de que un simple acto de volición produce efectos tan extraordinarios requiere una experiencia como la que poseemos.
La mayor parte de la humanidad nunca encuentra ninguna dificultad a la hora de dar cuenta de las operaciones más comunes y familiares de la naturaleza, como la caída de cuerpos pesados, el crecimiento de las plantas, el nacimiento de los animales, o la nutrición de los cuerpos. Pero supongamos que, en todos estos casos, perciben la propia fuerza o energía de la causa que la conecta a su su efecto, y es para siempre infalible en su operación. Adquieren, por un prolongado hábito, tal estado mental que, al aparecer la causa, inmediatamente esperan con seguridad su normal acompañamiento, y apenas pueden concebir como posible que de ello pudiera resultar cualquier otro evento. Sólo en el descubrimiento de fenómenos extraordinarios, tales como los terremotos, la peste y los prodigios de cualquier tipo, se encuentran en desventaja a la hora de asignar la causa adecuada, y explicar la manera en que ésta produce el efecto. Es común para los hombres que se encuentran en tal aprieto recurrir a algún principio inteligente invisible para presentarlo como causa inmediata de aquel evento que les sorprende y que, en su opinión, no puede ser explicado por los poderes normales de la naturaleza. Sin embargo, los filósofos, que llevan sus investigaciones algo más allá, perciben de inmediato que, incluso en los eventos más familiares, la energía de la causa es tan ininteligible como en la más inusual, y que sólo aprendemos por la experiencia la frecuente CONJUNCIÓN de los objetos, sin poder comprender su CONEXIÓN. Aquí, pues, muchos filósofos creen que están obligados por la razón a recurrir, en todas las ocasiones, al mismo principio, al que la masa no recurre nunca salvo en casos que parecen milagrosos o sobrenaturales. Reconocen que la mente y la inteligencia son no sólo la causa última y original de todas las cosas sino también la causa inmediata y sola de todos y cada uno de los eventos que aparecen en la naturaleza. Pretenden que esos objetos comúnmente llamados causas no son en realidad más que ocasiones, y que el verdadero y directo principio de efecto no es ningún poder o fuerza de la naturaleza sino una volición del Ser Supremo, quien decide que tales objetos particulares estén unidos para siempre. En vez de decir que una bola de billar mueve a otra por una fuerza que ha derivado del autor de la naturaleza, es el propio Dios, dicen, quien, por una volición particular, mueve la segunda bola, quedando condicionado a esta operación por el impulso de la primera bola, en coherencia con esas leyes generales que él ha establecido para sí mismo en el gobierno del universo. Pero los filósofos, avanzando siempre en sus investigaciones, descubren que, al igual que somos totalmente ignorantes del poder del que depende la mutua operación de los cuerpos, no somos menos ignorantes de ese poder del que depende la operación de mente sobre cuerpo, o de cuerpo sobre mente, y tampoco somos capaces, ya sea a partir de nuestros sentidos o consciencia de asignar el principio último en un caso más que en el otro. Por lo tanto, la misma ignorancia les reduce a la misma conclusión. Aseveran que la Deidad es la causa inmediata de la unión entre alma y cuerpo, y que éstos no son los órganos del sentido que, al ser agitado por objetos externos, produce sensaciones en la mente; sino que se trata de una volición particular de nuestro Creador omnipotente lo que excita tal sensación, como consecuencia de tal movimiento en el órgano. De manera análoga, no es ninguna energía de la voluntad la que provoca el movimiento de nuestros miembros: es al propio Dios, a quien le complace secundar nuestro deseo, en sí mismo impotente, y dirigir ese movimiento que erróneamente atribuimos a nuestro propio poder y eficacia. Los filósofos tampoco se detienen ante esta conclusión. En ocasiones extienden la misma inferencia a las operaciones internas de la propia mente. Nuestra visión mental o concepción de ideas no es más que una revelación que nos hace el Creador. Cuando voluntariamente pensamos en cualquier objeto, y suscitamos su imagen en la imaginación, no es la voluntad la que crea esa idea; es el Creador universal quien se la descubre a la mente y la convierte en presente para nosotros.
Así, según estos filósofos, todo está lleno de Dios. No satisfechos con el principio de que nada existe si no es por Su voluntad, que nada posee ningún poder si no es porque Él lo concede, despojan a la naturaleza y a todos los seres creados de cualquier poder, para que su dependencia de la Deidad resulte aun más sensible e inmediata. No caen en la cuenta de que con esta teoría reducen en vez de aumentar el esplendor de tales atributos, tan celebrados por ellos. Sin duda, le conceden más poder a la Deidad para delegar un cierto grado de poder en las criaturas inferiores que para producir todas las cosas por propia voluntad. Conceden más sabiduría a que se ingenie en un principio la estructura del mundo con una visión tan perfecta que, en sí misma, y por su propia operación, puede servir a todos los propósitos de la providencia, que si el gran Creador se viera obligado a cada momento a ajustar sus partes y animar con su aliento todos los engranajes de esta impresionante máquina.
Sin embargo, para una refutación más filosófica de esta teoría quizá bastaran las dos siguientes reflexiones:
En primer lugar, me parece que esta teoría de la energía universal y las operaciones del Ser Supremo es demasiado audaz como para convencer a ningún hombre lo bastante informado de la debilidad de la razón humana y de los estrechos límites que circunscriben todas sus operaciones. Aunque la cadena de argumentos que condujeran a ella fueran [sic] perfectamente lógicos, debiera surgir una fuerte sospecha, por no decir una seguridad absoluta, de que nos ha conducido más allá de los límites de nuestras facultades, puesto que nos conduce a conclusiones tan extraordinarias y tan alejadas de la vida y la experiencia comunes. Hemos llegado al país de las hadas en los últimos pasos de nuestra teoría, y allí no existe ninguna razón para que confiemos en nuestros habituales métodos de argumentación, ni para que creamos que nuestras comunes analogías y probabilidades tienen alguna autoridad. Nuestro cable es demasiado corto como para sondear abismos tan profundos. Y aunque nos complazcamos en que cada paso que damos va de la mano de una especie de verosimilitud y experiencia, podemos estar convencidos de que esta experiencia imaginada no tiene autoridad alguna cuando se aplica a temas que se hallan completamente fuera de la esfera de la experiencia. Tendremos ocasión de volver sobre esto más adelante.
En segundo lugar, no puedo percibir fuerza alguna en los argumentos sobre los que se fundamenta esta teoría. Desconocemos, es cierto, la manera en que los cuerpos operan los unos sobre los otros. Su fuerza o energía nos es completamente incomprensible. Sin embargo, ¿acaso no desconocemos igualmente la forma o fuerza por la que una mente, incluso la suprema, opera sobre sí misma o sobre un cuerpo? ¿Cuándo, pregunto, adquirimos cualquier noción sobre ella? No tenemos ningún sentimiento ni consciencia de este poder en nosotros mismos. No tenemos ninguna idea sobre el Ser Supremo que no sea la que surje de la reflexión sobre nuestras propias facultades. Si, por lo tanto, nuestra ignorancia fuera razón suficiente para rechazar algo, desembocaríamos en el principio de negar toda energía tanto en el Ser Supremo como en la materia más sólida. Es indudable que comprendemos tan poco de unas operaciones como de las otras. ¿Acaso es más difícil concebir que el movimiento pueda surgir del impulso que de la volición? Lo único que sabemos es que nuestra ignorancia es profunda en los dos casos.
SECCIÓN VII. Sobre la idea de conexión necesaria. (Segunda Parte)
No obstante, para alcanzar con prontitud una conclusión sobre este argumento, que ya ha llegado demasiado lejos, hemos buscado en vano la idea de poder o conexión necesaria en todas las fuentes de las que podríamos suponer que derivara. Aparentemente, en los casos particulares de la operación de los cuerpos, no podemos descubrir, ni mediante el más celoso examen, nada que no sea que un evento sigue a otro, sin llegar a identificar ninguna fuerza o poder por el que opera la causa, ni ninguna conexión entre ésta y su supuesto efecto. La misma dificultad se da al contemplar las operaciones de la mente sobre el cuerpo, donde observamos que el movimiento de este último se sigue de la volición de la primera pero somos incapaces de observar o concebir el vínculo que une el movimiento y la volición, o la energía por la que la mente produce este efecto. La autoridad de la voluntad sobre sus propias facultades e ideas no es ni un ápice más comprensible. De ahí que, en su conjunto, en toda la naturaleza no aparece ni un solo caso de conexión que nos sea concebible. Todos los eventos parecen estar completamente sueltos y separados. Un evento sigue al otro, pero nunca podemos observar ningún vínculo entre ellos. Parecen estar unidos pero nunca conectados. Y como no podemos hacernos ninguna idea de nada que no haya aparecido nunca ante nuestro sentido externo o sentimiento interno, necesariamente la conclusión parece ser que no tenemos idea alguna de la conexión o el poder, y que estas palabras no tienen absolutamente ningún significado cuando las empleamos tanto en los razonamientos filosóficos como en la vida ordinaria.
Sin embargo, aún existe un método para evitar esta conclusión, y una fuente que todavía no hemos examinado. Cuando se nos presenta cualquier evento u objeto natural, nos es imposible, a pesar de nuestra sagacidad o capacidad de penetración, descubrir, o siquiera conjeturar, sin la experiencia, qué evento resultará de ello, y también llevar nuestra previsión más allá del objeto que se presenta de manera inmediata a la memoria y los sentidos. Incluso después de un caso o experimento donde hemos observado que determinado evento sigue a otro, no podemos formular una regla general, ni predecir lo que ocurrirá en casos similares; siendo justo considerar una temeridad imperdonable juzgar el conjunto del devenir de la naturaleza a partir de un solo experimento, por preciso o infalible que éste sea. Pero cuando una especie determinada de evento ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, dejamos de tener escrúpulos a la hora de predecir uno por la aparición del otro, y de utilizar ese razonamiento, el único que puede confirmarnos cualquier estado de los hechos o de la existencia. Entonces llamamos a un objeto causa y al otro, efecto. Suponemos que existe alguna conexión entre ellos, algún poder en la una para producir de manera infalible el otro, y que opera con la mayor de las certezas y la más poderosa de las necesidades.
Así, aparentemente, esta idea de conexión necesaria entre eventos surge de una serie de casos similares que se dan por la conjunción constante de dichos eventos; no porque esa idea pueda ser sugerida nunca por ninguno de estos casos, aunque se examinen bajo todas las luces y posiciones posibles. Sin embargo, en un numero determinado de casos no hay nada distinto de cada caso particular que se suponga que sea exactamente similar; salvo, únicamente, que tras una repetición de casos similares la mente se deja llevar por el hábito: ante la aparición de un evento, espera su habitual seguimiento, y cree que existirá. Esta conexión, por tanto, que sentimos en la mente, esta transición rutinaria de la imaginación desde un objeto a su normal seguimiento, es el sentimiento o la impresión de la que formamos la idea de poder o conexión necesaria. No hay nada más en el caso. Contemplemos el tema desde todos los lados; no encontraremos nunca ningún otro origen a esa idea. Ésta es la única diferencia que existe entre un caso, del que nunca podemos recibir la idea de conexión, y una serie de casos similares, que la sugieren. La primera vez que el hombre vio la comunicación del movimiento a través del impulso, como cuando chocan dos bolas de billar, no pudo decir que un evento estaba conectado al otro; sino tan solo que uno estaba unido al otro. Tras haber observado varios casos de la misma naturaleza, entonces es cuando dice que están conectados. ¿Qué ha cambiado para que surja esta nueva idea de conexión? Nada, salvo que él ahora siente que estos eventos están conectados en su imaginación, y que puede predecir al punto la existencia de uno de la aparición del otro. Así pues, cuando decimos que un objeto está conectado a otro, sólo significamos que han adquirido una conexión en nuestro pensamiento, y que da lugar a esta inferencia por la que cada uno se convierte en la prueba de la existencia del otro. Una conclusión un tanto sorprendente, aunque parezca fundamentada en suficientes pruebas, pruebas que no quedarán debilitadas por ninguna desconfianza general del entendimiento, o sospecha escéptica relativa a toda conclusión que sea nueva y extraordinaria. No existen conclusiones más gratas para el escepticismo que aquellas que hacen descubrimientos relativos a la debilidad y las limitaciones de la razón y la capacidad humanas.
Y qué caso más fuerte puede hallarse de la sorprendente ignorancia y debilidad del entendimiento que el presente. Pues si existe alguna relación entre los objetos que nos importe conocer a la perfección es, indudablemente, la de causa y efecto. Sobre ella se fundamentan todos nuestros razonamientos relativos a las cuestiones de hecho o de existencia. Sólo por ella tenemos alguna seguridad relativa a los objetos que no se encuentran en el testimonio presente de nuestra memoria y sentidos. La única utilidad inmediata de todas las ciencias es la de enseñarnos a controlar y regular los eventos futuros mediante sus causas. Por lo tanto, a cada momento, nuestros pensamientos e investigaciones se emplean en esta relación. Y sin embargo, las ideas que sobre esto formamos son tan imperfectas que es imposible dar ninguna definición justa de la causa, salvo la que se extrae de algo extraño y ajeno a ella. Objetos similares siempre están unidos a lo similar. De esto tenemos experiencia. De acuerdo a esta experiencia, por tanto, podemos definir que una causa puede ser un objeto, seguido de otro, y donde todos los objetos similares al primero son seguidos por objetos similares al segundo. O en otras palabras, donde, si el primer objeto no se diera, el segundo nunca habría existido. La aparición de una causa siempre confiere a la mente, mediante una transición de la costumbre, la idea del efecto. De esto también tenemos experiencia. Podemos, por tanto, y de acuerdo a esta experiencia, formar otra definición de causa, y llamarla, un objeto seguido de otro, y cuya apariencia siempre conduce al pensamiento del otro. Pero aunque estas dos definiciones se extraigan de circunstancias ajenas a la causa, no podemos remediar este inconveniente, ni alcanzar una definición más perfecta que pueda señalar en la causa la circunstancia que le dé una conexión con su efecto. No tenemos idea alguna sobre esta conexión, ni siquiera una lejana noción de qué es lo que podemos conocer cuando nos proponemos averiguar cuál es su concepción. Decimos, por ejemplo, que la vibración de esta cuerda es la causa de este sonido particular. ¿Y qué queremos decir con esta afirmación? O bien que ésta vibración es seguida por este sonido, y que todas las vibraciones similares han sido seguidas por sonidos similares; o que esta vibración es seguida por este sonido, y que por la aparición de una la mente anticipa los sentidos formando de manera inmediata una idea de la otra. Podemos considerar la relación de causa y efecto bajo cualquiera de estas dos luces; pero más allá no tenemos idea de ella.
Recapitulando, así pues, los razonamientos de esta sección: Toda idea está copiada de alguna impresión o sentimiento que la precede, y allí donde no podamos hallar ninguna impresión, podemos tener la certeza de que no existirá ninguna idea. En todos los casos particulares de la operación de cuerpos o mentes, no existe nada que produzca ninguna impresión, por lo que consecuentemente no puede sugerir ninguna idea de poder o conexión necesaria. Sin embargo, cuando aparecen muchos casos uniformes y el mismo objeto es siempre seguido por el mismo evento, entonces empezamos a tener la noción de causa y conexión. Entonces sentimos una nueva emoción o impresión, a saber, una conexión, por costumbre, en el pensamiento o la imaginación, entre un objeto y su habitual seguimiento; y esta emoción es el original de aquella idea que estamos buscando. Pues como esta idea surge de una serie de casos similares, y no de ningún caso único, debe surgir de esa circunstancia en la que la serie de casos difieren de todo caso individual. Pero esta conexión de la costumbre o transición de la imaginación es la única circunstancia en que difieren. En todo particular restante son similares. El primer caso que vimos del movimiento comunicado por el choque entre dos bolas de billar (para volver a este claro ejemplo) es exactamente similar a cualquier caso que pueda, ahora, ocurrir ante nosotros; salvo tan solo que, no pudiéramos, en un principio, inferir un evento del otro; lo que sí podemos hacer ahora, después de un devenir tan largo de experiencia uniforme. No sé si el lector aprehenderá al punto este razonamiento. Temo que, si multiplicara las palabras, o si lo lanzara bajo una mayor variedad de luces, éste acabaría siendo más oscuro e intrincado. En todo razonamiento abstracto existe un punto de vista que, si conseguimos dar con él, nos llevará más lejos a la hora de ilustrar el tema que toda la elocuencia y las palabras del mundo. Es este punto de vista lo que nos proponemos alcanzar, reservando las flores de la retórica para los temas que se adapten mejor a ellas.