«La civilización es, entre otras cosas, el proceso por el que las primitivas manadas se transforman en una analogía, tosca y mecánica, de las comunidades orgánicas de los insectos sociales.» – Aldous Huxley
Texto del filósofo y escritor británico Aldous Huxley, publicado en su libro «La Filosofía Perenne»
Por: Aldous Huxley
Para personas educadas, las clases más primitivas de idolatría han cesado de ser atractivas. Encuentran fácil resistir a la tentación de creer que determinados objetos naturales son dioses o que ciertos símbolos e imágenes son las formas mismas de entidades divinas y como tales deben ser adoradas y aplacadas. Cierto que mucha superstición fetichista perdura todavía en nuestros días. Pero, aunque sobreviva, no se considera respetable. Como la bebida y la prostitución, las formas primitivas de idolatría son toleradas, pero no aprobadas. Su lugar, en la acreditada jerarquía de valores, está entre los más bajos.
¡Cuan distinto es lo que ocurre con las formas de idolatría desarrolladas y más modernas! Éstas han logrado no solamente la supervivencia, sino el más alto grado de respetabilidad. Son recomendadas por hombres de ciencia como un sucedáneo muy al día de la religión auténtica, y por muchos maestros religiosos profesionales son igualadas al culto de Dios. Todo esto puede ser deplorable; pero no tiene nada de sorprendente. Nuestra enseñanza desacredita las formas más primitivas de idolatría; pero al mismo tiempo desacredita o, en el mejor caso, desconoce la Filosofía Perenne y la práctica de la espiritualidad.
En lugar de faramalla al pie y la divinidad inmanente y trascendente en la cima, erige, como objetos de admiración, fe y veneración, un panteón de ideas e ideales estrictamente humanos. En los círculos académicos y entre los hombres que fueron sometidos a la educación superior, hay pocos fetichistas y pocos devotos contemplativos; pero los devotos entusiastas de alguna forma de idolatría política y social abundan tanto como las zarzamoras. Harto significativo es el hecho, que he observado en las bibliotecas universitarias, de que los libros sobre religión espiritual fuesen pedidos con mucho menor frecuencia que en las bibliotecas públicas, visitadas principalmente por hombres y mujeres que no habían gozado las ventajas, o sufrido los inconvenientes, de una enseñanza académica prolongada.
Las muchas variedades de idolatría superior pueden clasificarse en tres secciones principales: tecnológica, política y moral. La idolatría tecnológica es la más ingenua y primitiva de las tres; pues sus fieles, como los de la idolatría inferior, creen que su redención y liberación dependen de objetos materiales —mecanismos en este caso. La idolatría tecnológica es la religión cuyas doctrinas son promulgadas, explícitamente o por inferencia, en las páginas anunciadoras de nuestros diarios y revistas; la fuente, puede añadirse, de donde millones de hombres, mujeres y niños de los países capitalistas sacan la filosofía de la vida por la que se rigen corrientemente. También en la Rusia soviética fue predicada esforzadamente la idolatría tecnológica, que se convirtió, durante los años de industrialización de ese país, en una especie de religión del Estado. Tan entusiasta es la moderna fe en los ídolos tecnológicos que (pese a todas las lecciones de la guerra mecanizada) es imposible descubrir en el pensamiento popular de nuestro tiempo ningún rastro de la antigua doctrina, profundamente realista, de la húbris y la ineludible némesis. Hay una creencia muy difundida en que. por lo que a mecanismos se refiere, podemos obtener algo por nada; podemos gozar todas las ventajas de una tecnología complicada, desproporcionada y en progreso constante, sin tener que pagar por ellas con compensadoras desventajas.
Sólo un poco menos ingenuos son los idólatras políticos. Éstos han sustituido el culto de los mecanismos redentores por el de redentoras organizaciones sociales y económicas. Impóngase la clase adecuada de organizaciones a los seres humanos, y todos sus problemas, desde el pecado y la desventura al nacionalismo y la guerra, desaparecerán automáticamente. La mayoría de idólatras políticos son también idólatras tecnológicos —y ello a pesar de que las dos seudorreligiones son, en último término, incompatibles, puesto que el progreso tecnológico, al paso actual, quita sentido a todo proyecto político, por ingenioso que sea, en cuestión, no de generaciones, sino de años y a veces hasta de meses. Además, el ser humano es, infortunadamente, una criatura dotada de libre albedrío; y si, por alguna razón, los individuos no se deciden a hacerla funcionar, ni la mejor organización producirá los resultados que de ella se pretendan.
Los idólatras morales son realistas en cuanto ven que los mecanismos y organizaciones no bastan para garantizar el triunfo de la virtud y el aumento de la felicidad, y que los individuos que componen las sociedades y usan las máquinas son los arbitros que finalmente determinan si ha de haber decencia en las relaciones personales, y orden o desorden en la sociedad. Los utensilios materiales y los medios de organización son indispensables, y un instrumento bueno es preferible a uno malo. Pero en manos torpes o malignas el mejor instrumento es inútil o un medio para el mal.
Los moralistas dejan de ser realistas y cometen idolatría en cuanto rinden culto, no a Dios, sino a sus propios ideales éticos; en cuanto tratan la virtud como un fin en sí misma y no como la condición necesaria para el conocimiento y amor de Dios —conocimiento y amor sin los cuales esa virtud no llegará nunca a ser perfecta ni aun socialmente eficaz.
Lo que sigue es un fragmento de una notabilísima carta escrita en 1836 por Thomas Arnold a su antiguo alumno y futuro biógrafo A. R Stanley. «El fanatismo es idolatría; y lleva en sí el mal moral de la idolatría; esto es, un fanático adora algo que es creación de su propio deseo, y así aun su abnegación en apoyo de ese algo es sólo una abnegación aparente, pues, en el hecho, es hacer que las partes de su naturaleza o su mente que menos estima ofrezcan sacrificio a las que estima más. La falta moral, según yo lo veo, es la idolatría —el ensalzar alguna idea de las más afines a nuestra propia mente y colocarla en el lugar de Cristo, el único que no puede ser convertido en ídolo ni inspirar idolatría, porque en Él se combinan todas las ideas de perfección y en Él se muestran en su justa armonía y combinación. En mi propia mente, según su tendencia natural —esto es, considerando mi mente en lo que de mejor tiene— la verdad y la justicia serían los ídolos que yo seguiría; y serían ídolos, porque no suministrarían todo el alimento que la mente necesita, y mientras fuesen adoradas, la reverencia, la humildad y la ternura serían muy probablemente olvidadas. Pero Cristo comprende a la vez la verdad y la justicia y asimismo todas estas otras cualidades… La angostura mental tiende a la perversidad, porque no extiende su vigilancia a todas las partes de nuestra naturaleza moral, y la negligencia fomenta la perversidad en las partes de tal modo descuidadas.»
Como muestra de análisis psicológico, este fragmento epistolar es admirable. Su único defecto es por omisión; pues olvida tomar en cuenta esas afluencias, del orden eterno al temporal, que se llaman gracia o inspiración. Gracia e inspiración son dadas cuando, y en cuanto, un ser humano abandona su obstinación y se entrega, momento a momento, mediante constante recogimiento y desapego, a la voluntad de Dios. Así como hay gracias animales y espirituales, cuya fuente es la divina Naturaleza de las Cosas, existen seudogracias humanas —tales como, por ejemplo, los accesos de fuerza y virtud que siguen a la consagración a alguna forma de idolatría política o moral. Distinguir la verdadera gracia de la falsa es a menudo difícil; pero, a medida que el tiempo y las circunstancias revelan toda la magnitud de sus consecuencias en el alma, se hace posible la distinción aun a observadores que no tengan dotes especiales de penetración. Cuando la gracia es auténticamente «sobrenatural», la mejora en un aspecto de la personalidad total no se paga con una atrofia o deterioro en otro aspecto. La virtud acompañada y completada por el amor y conocimiento de Dios es algo completamente diferente de la «rectitud de los escribas y fariseos», que, para Jesucristo, figuraba entre los peores males morales. Dureza, fanatismo, falta de caridad y orgullo espiritual —he aquí los ordinarios productos secundarios de un curso de estoico mejoramiento de sí mismo por medio del esfuerzo personal sin asistencia o secundado tan sólo por las seudogracias concedidas cuando el individuo se consagra a la consecución de un fin que no es su verdadero fin, cuando la meta no es Dios, sino meramente una aumentada proyección de sus propias ideas favoritas o excelencias morales. El culto idólatra de los valores éticos por ellos mismos se opone a su propio objeto, no sólo porque, según dice Arnold, hay falta de desarrollo de conjunto, sino también y sobre todo, porque aun las formas más altas de la idolatría moral son eclipsadoras de Dios y por ende garantizan al idólatra contra el iluminador y libertador conocimiento de la Realidad.