En esta sociedad hiperproductiva, todas las actividades han quedado supeditadas a los estándares de la productividad. Detenerse sin ningún motivo, hoy, también es rebelarse.
por Carlos Javier González Serrano
En nuestra sociedad hiperproductiva, en la que cualquier actividad ha quedado supeditada a los estándares de la rentabilidad, la dinámica propia del consumo y a una vertiginosa y anestesiante rapidez, pasear o deambular sin ningún tipo de finalidad puede parecer una rareza. Nos desplazamos para ir al trabajo o a nuestro centro de estudios, para acudir a terapia o para reunirnos con nuestros amigos. El «para» –es decir, la utilidad y el provecho– es el nuevo ídolo de nuestro tiempo: nada se hace sin que eso que se hace encierre un beneficio determinado.
Esta percepción de la realidad como un escenario en el que siempre se gana o se pierde lo ha convertido, a su vez, en un lugar inhóspito y hostil, en el que todos somos enemigos y donde las circunstancias se presentan como una oportunidad para lograr el éxito y el progreso esperados del sujeto, amenazado por las voraces y acechantes fauces del continuo rendimiento. O visto desde el prisma complementario, donde todos estamos a un paso del fracaso –considerado este como una no adaptación a lo exigible–, a las expectativas depositadas en el individuo contemporáneo: eficacia, fama, dinero.
A este respecto, el filósofo Byung-Chul Han se ha mostrado contundente. Como defiende en Psicopolítica, Somos conscientes prisioneros que, bajo una entusiasta ilusión de libertad, se autoexplotan: «Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación. […] La explotación de la libertad genera el mayor rendimiento». Fundamentalmente, porque es una esclavitud libremente asumida: un sometimiento aceptado del que no nos podemos liberar salvo que queramos quedar atrás: «Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona». Ya antes que Han lo había denunciado el alemán Peter Sloterdijk en su breve ensayo, Estrés y libertad, donde se refiere a un malestar «que impregna nuestro ser en la civilización técnica de un sentimiento de fugacidad cada vez más intenso. Este sentimiento es indisociable de que nuestra sociedad está estresada a causa de su autoconservación, que exige de nosotros un rendimiento insólito».
«Esta percepción de la realidad como un escenario en el que siempre se gana o se pierde lo ha convertido la vida en un lugar inhóspito y hostil»
Incluso la felicidad, como ha señalado con mucho acierto la investigadora Sara Ahmed en La promesa de la felicidad (Caja Negra), ha quedado transformada en un instrumento: «Nos hacemos felices como si se tratara de una adquisición de capital que nos permite, por su parte, ser o hacer esto o aquello, e incluso conseguir esto o aquello». De este modo, apunta Ahmed, la felicidad «afectiviza normas e ideales sociales, generando la idea de que la proximidad relativa a estas normas e ideales contribuiría a alcanzar la felicidad».
Al tratar de realizar un diagnóstico de nuestra época, siempre recuerdo una emocionante y muy elocuente anotación en el diario –recogida en Diarios (Lumen)– de Alejandra Pizarnik, en la que relata su incursión en una librería cuando apenas tenía 18 años. Merece la pena reproducir por entero sus palabras, que contienen un certero análisis de nuestra época: «Entro en una librería desconocida. Me dirijo a los anaqueles coloreados, llena de curiosidad y tensa de emoción. La esperanza de hallar algo nuevo es quebrada por la voz del empleado que me pregunta qué títulos busco. No sé qué decirle. Al fin, recuerdo uno. No está. Hubiese querido seguir mirando, pero sentía sobre mí el peso de esa mirada comerciante, tan estrecha y desaprobadora ante alguien que no sabe lo que quiere. ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre hay que aparentar la posesión de un fin! ¡Siempre el camino rectamente marcado!».
Esa librería representa nuestro mundo. Un mundo que ha quedado desprovisto (porque se ha olvidado) de los valores que trascienden lo puramente pecuniario y productivo. Pizarnik es la resistencia, y debemos apoyarla de manera militante. Al igual que en esa librería en la que la escritora argentina buscaba libertad y sólo encontró la «mirada comerciante», una estrecha visión que todo lo mercantiliza y emplea para extraer un rendimiento, la realidad humana ha sido mediatizada por los engranajes y la retórica del mercado, hasta el punto que incluso nos referimos a nuestra vida anímica con terminología empresarial: «rentabilizar las emociones», «gestionar los afectos» o «maximizar las potencialidades».
No se trata de negar ingenua y puerilmente los beneficios de contar con una –siempre debidamente contenida– libertad de mercado o proclamar la necesidad de una rebelión contra el establishment. De hecho, la existencia de esa librería de la que habla Pizarnik es resultado de ciertas condiciones económicas. Consiste, más bien, en recuperar y reivindicar para nuestra vida unos tiempos que son distintos a los propios de las dinámicas económicas. A este respecto, conviene traer a colación un esclarecedor fragmento de Erich Fromm recogido en El miedo a la libertad muchas décadas antes que los mencionados textos de Han y Sloterdijk: el individuo contemporáneo se ha «transformado en el esclavo de la máquina que él mismo construyó». Y añade: «Las actividades económicas son necesarias; hasta los ricos pueden servir los propósitos divinos, pero toda actividad externa sólo adquiere significado y dignidad en la medida en que favorezca los fines de la vida».
«El reloj y las agendas se han convertido en dos de los fetiches de nuestra época»
Inmersos en este panorama, caminar sin rumbo se ha convertido en un acto político, en una reivindicación de nuestra libertad y en una reclamación de nuestro espacio de independencia y autonomía. También amar despreocupadamente o, sin más, no hacer nada. En absoluto. Permitirse, como recomendaba Rousseau en Las ensoñaciones del paseante solitario, hacer caso omiso del tumulto exterior y prestar atención a nuestro mundo interior: perdernos en nosotros mismos.
Y es que las cosas más importantes de la vida suelen discurrir despacio. La generosidad, la amistad, el amor, el paseo o la lectura piden y necesitan tiempos ajenos a la dinámica del consumo y de la inmediatez: exigen de nosotros una lentitud que a veces no permitimos. El reloj y las agendas se han convertido en dos de los fetiches de nuestra época: los miramos o consultamos mientras comemos, en una cita con nuestras amistades, y llegamos a hacer deporte bajo el imperativo de los tiempos (y de la productividad); incluso se charla y hasta se hace el amor midiendo los tiempos. Pero la lectura, el amor, el diálogo o el paseo tienen sus propios tiempos. No dan su fruto si no se da tiempo a que aquel madure. El tiempo del camino, del tránsito, del itinerario o del paso ha sido eclipsado por la tiránica inmediatez, por el presentismo y por una vida vivida en presente continuo, en un no-tiempo en tanto que cualquier instante es un ahora despótico que contiene su propia exigencia: no cabe la dilación, no hay tiempo para la espera. No nos damos el tiempo que la vida exige al tiempo.
El tiempo que los griegos llamaron aión (αἰών, eternidad) materializado en el momento oportuno (καιρός). En ese momento, como apuntó muy bellamente Plotino, la vida (βιοζ) se convierte en el espacio de lo sagrado (τὸ ἱερόν), de todo cuanto no está sujeto al interés y la inmediatez. El cerebro se adapta con plasticidad a los tiempos que le exigimos. Pero algo va mal cuando nos sentimos acelerados, con ansiedad, presas del imperativo por producir incesantemente. Por eso, parar, detenerse, crear espacio para integrar ritmos más pausados… significa rebelarse. Para encontrar tiempo para la eternidad.
FUENTE: ETHIC.ES