Pocos saben que, según Ovidio en sus Metamorfosis, lo preocupante del joven Narciso no era que se amara a sí mismo, sino que mucho antes de ver su imagen reflejada en aquella fuente, era incapaz de amar a nadie. Fue su rechazo continuo hacia sus pretendientes lo que hizo que Némesis, al escuchar el clamor de venganza de estos, propiciara la situación que le llevaría a caer enamorado de sí mismo y a dejarse morir, insensible ante el resto del mundo, para inclinarse obnubilado sobre su propia imagen. También la versión beocia de la leyenda hace de Narciso un hombre que solo puede sentir amor hacia sí mismo y que, desesperado por la pasión desmedida que siente por sí, se suicida ante la imposibilidad de ser correspondido porque su reflejo ni es ni será nunca la de un otro en el que pueda mirarse, que pueda amarle o rechazarle, y por el que pueda ser reconocido.
La vanidad es, pues, siguiendo estos mitos, una pasión relacionada con el amor hacia sí mismo que lleva asociada la incapacidad de amar a los demás o, al menos, de amarlos más de lo que uno se pueda amar a sí mismo, y que no debe ser confundida, como equivocadamente se hace a menudo, con tener un buen concepto de uno mismo. Para el vanidoso, como leemos en un conocido cuento de Saint-Exupéry, todos los hombres son admiradores (o, al menos, admiradores potenciales), pero no son susceptibles de ser a su vez admirados por el vanidoso. ¿Cómo serlo si el vanidoso es “el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del planeta”? (El principito). De necios e ignorantes de sí mismos calificará Aristóteles a los vanidosos, “pues sin ser dignos emprenden empresas honrosas y después quedan mal. Y se adornan con ropas, aderezos y cosas semejantes, y desean que su buena fortuna sea conocida de todos, y hablan de ella creyendo que serán honrados” (Ética a Nicómano). Tal es, por cierto, el origen de la hoguera de las vanidades de 1497 en la que se quemaron todos aquellos objetos como espejos, vestimentas, libros, pinturas que alimentaran las llamas de la vanidad.
La vanidad no es tener un buen concepto de uno mismo, sino amarse a uno mismo y no ser capaz de amar a los demás
El peligro de esta pasión radica en el desconocimiento de lo que la vanidad implica, porque no se trata de que el vanidoso se mire más o menos en el espejo o que tenga una alta autoestima, sino de que el espejo son los otros: no alguien a quien mirar, sino una mera superficie en la que mirarse. Por eso, según el mito de Narciso antes de ensimismarse en su propia imagen, su problema es que no ve a los demás. Este será su castigo en justa correspondencia: verse a sí mismo a través de una imagen de sí proyectada en el agua que a su vez no puede verle a él. Se hunde de este modo en sí mismo y pierde el pie en la realidad en la que solo habitan, para él, fantasmas (o apariencias, del griego phantasmata), así como, en algunos casos de vanidosos insignes, algún castillo en el que habitar. Cree ser envidiado y mide a veces su triunfo en relación con la envidia que consiga despertar. Cree así que sus cualidades le permiten endiosarse, situarse por encima de los demás en un ejercicio de altanería que le hace olvidar que nada es perdurable y que, si realmente posee los dones de los que presume, ha de aceptarlos con humildad. Parece olvidar del mismo modo su finitud, su pertenencia a un mundo que le arrastra por los caprichos del azar o del destino, su impotencia. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, según afirmará, en un horizonte distinto, el Eclesiastés.
¿A quién puede hacer daño la vanidad? ¿Y a quién puede importarle el concepto que alguien tenga de sí mismo y de cómo se relacione con los demás? La vanidad, aunque está asociada con la autoestima, es, sobre todo, una pasión de relación que nos habla de la forma con la que el sujeto se relaciona con los otros, con el valor que les asignamos y de cómo esos otros nos constituyen. Ser un cualquiera entre cualquieras, dirá Sartre al pensar en la relación entre talento y vanidad. Esta es la meta. Lo que caracteriza al vanidoso no es que sepa –o crea saber– de la excelsitud de sus cualidades, sean estas la inteligencia, la agudeza o la belleza, sino que haga ostentación de ellas con el fin de que los demás las noten y las reconozcan. Aunque Aristóteles no vea perjudicial esta pasión, sin embargo tiene una cara mucho más oscura de lo que pueda parecer en la medida en la que implica una relación enfermiza con el otro. La afirmación de las cualidades propias, de las diferencias que nos hacen destacar de los demás y que constituyen el alimento de la vanidad, nos alejan de los otros, que ya no son tenidos como iguales, es decir, como sujetos a los que reconocer también su valía, sino como objetos para ensalzar al propio yo. Pero, hay, como en todo, grados, y del mismo modo que se encuentran vanidosos que creen realmente en la singularidad de sus cualidades, los hay que, con su actitud, encubren la creencia –o la certeza– de una falta. En ambos casos lo importante es que los demás perciban la cualidad de la que se enorgullecen. Si este reconocimiento no llega, llega entonces la frustración, el resentimiento o el menosprecio ante un mundo que es incapaz de ver y reconocer su excelencia.
Para Aristóteles, los vanidosos son necios e ignorantes de sí mismos, “pues sin ser dignos emprenden empresas honrosas y después quedan mal. Y se adornan con ropas, aderezos y cosas semejantes, y desean que su buena fortuna sea conocida de todos, y hablan de ella creyendo que serán honrados”
El vanidoso se ve desde las imágenes exteriores a sí mismo. Desde fuera. El otro, como un espejo fiel, será, por cierto, aquello en lo que consista el castigo que padezca Estelle, uno de los personajes de A puerta cerrada de Sartre, en los infiernos: por su necesidad de verse reflejada y ante la ausencia de espejos, serán los otros personajes, Inés y Garcin, los que le permitan verse y juzgarse: “¿Quiere que le sirva de espejo? […] Míreme a los ojos […] No hay espejo más fiel”. Encontramos de este modo un pensamiento de sí del sujeto constituido sobre la superficialidad de un reflejo, que no contiene realmente nada. Por eso lo vano es, desde antiguo, lo vacío o hueco: la vanitas es la apariencia que encubre un interior vacío, no porque no se tenga la cualidad que se exhibe, sino porque prima la imagen exterior –y el deseo de reconocimiento– más que el valor interior. Dicho de otro modo, lo que le importa al vanidoso no es tanto ser verdaderamente excelente como que los demás lo reconozcan como tal. Y así o carece de humildad o se esconde bajo una falsa máscara de la misma.