
Recientemente, Elon Musk, empresario tecnocrático y figura emblemática del futurismo secular, anunció que su empresa Neuralink ha logrado avanzar en su proyecto de implantes cerebrales, con la ambición de “aumentar drásticamente las capacidades humanas”. Este anuncio, lejos de ser una simple curiosidad tecnológica, representa una nueva etapa en la ofensiva transhumanista. Ciertamente se ve aquí una visión del ser humano como artefacto manipulable, mejorable y, en última instancia, superable mediante la técnica.
Según Musk, el primer paciente con un chip cerebral implantado por Neuralink fue capaz de mover un cursor utilizando únicamente el pensamiento. De hecho, ha sido “Life Site News” que expuso: “En una conversación con Garry Tan, director ejecutivo de Y Combinator, Musk afirmó que la interfaz cerebro-computadora de la compañía ha permitido a cinco personas tetrapléjicas operar teléfonos y computadoras utilizando únicamente señales neuronales. Las personas tetrapléjicas sufren parálisis de las cuatro extremidades y el torso. La siguiente etapa, según Musk, se centrará en los implantes visuales directos”.
Este hecho, que muchos celebran como un triunfo de la ingeniería médica, debe ser evaluado cuidadosamente desde una perspectiva ética y antropológica. Uno legítimamente podría preguntarse si estamos ante una legítima terapia neurotecnológica, o si acaso estamos dando los primeros pasos hacia la cosificación del alma humana.
Musk expresó su optimismo en la red social X, señalando que futuros avances permitirán restaurar la función motora en personas paralizadas, y eventualmente “mejorar capacidades cognitivas”; de hecho, llamó la atención un comentario que hizo al sostener que “La IAG vendrá primero, pero existen muchos niveles de IAG. Como sugieren los gráficos de @waitbutwhy, nos encontramos en el inicio mismo de la inteligencia. Los humanos somos el cargador biológico de la superinteligencia digital y podemos servir como plan de respaldo para la inteligencia, dado que los humanos somos mucho más resistentes que las placas de circuitos de la Tierra”. Este lenguaje, cuidadosamente ambiguo, deja entrever una agenda más profunda y es la apertura al ideal posthumano. Tal modelo ideológico postula que los límites naturales del cuerpo y la mente deben ser superados mediante tecnologías invasivas, sin una consideración clara de la dignidad ontológica del hombre como criatura, y no como proyecto de ingeniería.
Desde una visión bioconservadora arraigada en la filosofía clásica —especialmente en la tradición tomista— el cuerpo humano no es un simple “hardware” que pueda ser reconfigurado a voluntad. Es expresión visible del alma racional, unidad sustancial de materia y forma. Alterar esta unidad con implantes cerebrales diseñados no sólo para curar, sino para aumentar, corre el riesgo de alterar también el orden natural inscrito en nuestra propia esencia. Se da allí un apartamiento de la causa fin del hombre por cuanto se rompe esa estructura sustancial que nos hace ser propiamente humanos.
Aunque los portavoces de Neuralink aseguran que los dispositivos son actualmente seguros y se comunican de manera estable con el cerebro, la realidad es que, según informó Infobae, ya hay problemas al respecto; “Más de 400 días después de la cirugía, Neuralink y el propio Arbaugh informaron de la situación. El sofisticado sistema empezó a mostrar problemas poco más de un mes después de la implantación. De acuerdo con la compañía y declaraciones del propio paciente, el 85% de los electrodos que deberían permanecer fijados al cráneo se desprendieron, provocando una pérdida sustancial en la capacidad de controlar la computadora por pensamientos”. Pero allende de riesgos palpables, y por debajo del debate ético, Musk ha sido claro en su ambición de que estos implantes permitan algún día una fusión entre inteligencia humana y artificial, con la finalidad de “no quedar obsoletos” ante el avance de las máquinas. Esta mentalidad revela una visión profundamente nihilista del hombre; el ser humano no es considerado ya como ser dotado de alma inmortal, imagen de Dios, sino como competidor biológico en una carrera darwinista contra sus propias creaciones tecnológicas. La ideología transhumanista se basa en la falacia de que todo lo técnicamente posible es moralmente deseable. Pero una civilización que renuncia a reconocer sus límites naturales y éticos se encamina, no hacia el progreso, sino hacia una nueva forma de esclavitud: la del cuerpo convertido en plataforma, el alma en algoritmo, y la vida en experimento.
Un sano escepticismo entiende que el progreso indefinido es una trampa letal por cuanto la verdadera dignidad humana no consiste en suplantar nuestras limitaciones, sino en asumirlas como camino a la perfección personal. El sufrimiento y la fragilidad, lejos de ser enemigos a erradicar, son parte de la naturaleza y es lo que fundamenta la fuerza propia de toda virtud, siendo la virtud la perfección del hombre.
El caso de Neuralink no es sólo una noticia científica sino propiamente una advertencia civilizatoria. O recuperamos la noción de naturaleza humana como don inviolable, o la perderemos en el abismo de una humanidad rediseñada, y por tanto deshumanizada.