Esta tendencia se reflejó en el crecimiento explosivo de Strava[1], una aplicación que combina el seguimiento del estado físico con funciones de red social, cuya popularidad se disparó al punto de prepararse para una oferta pública inicial. Incluso quienes no usaban la app, como muchos corredores que preferían relojes inteligentes, comenzaron a registrar grandes volúmenes de actividad física. El fenómeno fue global ya que desde el COVID-19, los deportes de resistencia y las competiciones masivas han visto un auge notable, con cifras récord de participación, como el millón de inscritos para el Maratón de Londres y un crecimiento paralelo en eventos similares alrededor del mundo.
Este fenómeno no es nuevo por cuanto, históricamente, las actividades deportivas y recreativas de la clase media han funcionado como espejos simbólicos de la organización social. En la Gran Bretaña del siglo XIX, la popularidad de los deportes de equipo reflejaba la transición cultural desde una sociedad marcada por prácticas violentas y desordenadas (como los deportes sangrientos y el boxeo a puño limpio del siglo XVIII) hacia una moral pública más formal y una identidad nacional cohesionada. El rugby, el fútbol y el críquet amateurs encarnaban una visión comunitaria, donde el juego colectivo fortalecía un sentido compartido de pertenencia, disciplina y estructura social. Sin embargo, el declive actual de estos deportes frente al auge de las disciplinas de resistencia individual plantea una transformación profunda porque el foco se desplaza de la comunidad hacia el individuo, que ya no se integra en un equipo físico y tangible, sino que se relaciona con un mediador digital centralizado (aplicaciones, plataformas, redes) que reemplaza el tejido comunitario por una conexión desmaterializada y tecnificada. Esta mutación cultural anuncia una reconfiguración tanto del deporte como de la política, pasando de proyectos colectivos a experiencias individualizadas gestionadas por sistemas digitales.
En el ámbito de la élite, incluso los deportes de equipo se han transformado profundamente viéndose cómo el núcleo del juego ya no reside únicamente en la competencia física sobre el campo, sino en la explotación masiva de datos generados por cada acción. Ligas como la Premier League o el fútbol internacional no solo producen espectáculo deportivo, sino enormes volúmenes de información que son extraídos, analizados y monetizados. Los atletas son sometidos a un seguimiento exhaustivo mediante dispositivos wearables, sistemas de análisis del sueño y herramientas de aprendizaje automático que optimizan cada táctica, dejando a los jugadores tan subordinados a algoritmos como un empleado de un centro logístico, aunque con mayores beneficios económicos. Paralelamente, los aficionados acceden a un océano de datos sobre jugadores y partidos, que alimenta industrias enteras, desde las ligas virtuales de Fantasy Football hasta el gigantesco negocio global de las apuestas deportivas, valorado en cientos de miles de millones de libras anuales. En este contexto, el “producto” real del deporte de élite ha pasado a ser su huella digital. Sin embargo, a nivel amateur, este modelo no se adapta con facilidad porque no resulta práctico imponer sistemas de rastreo uniformes a todos los jugadores de una liga dominical. Por el contrario, el corredor individual puede integrarse fácilmente en plataformas como Strava y datar voluntariamente su rendimiento personal, imitándose simbólicamente a los atletas profesionales. De ahí que el auge de los deportes de resistencia individuales pueda entenderse como una optimización digital propia, donde los aficionados sienten que su práctica “cuenta” en la medida en que genera un flujo de datos cuantificables y analizables.
Este fenómeno no surge de la nada si se entiende que la cultura digital lleva décadas modelando hábitos. Desde el momento en que se aceptaron servicios gratuitos a cambio de vigilancia (como dejar que Google analizara correos electrónicos a cambio de bandejas de entrada más eficientes), se firmó un pacto implícito. Las redes sociales transformaron el espacio público en un entorno desmaterializado, aparentemente libre y abierto, pero basado en la vigilancia constante. Con el tiempo, incluso quienes crecieron en un mundo offline sin supervisión tecnológica han normalizado la conciencia permanente de ser observados. Aunque genera inquietud, la comodidad y el atractivo de estas herramientas han consolidado un nuevo modo de existencia mediado por el rastreo de datos.
En las últimas dos décadas, la cultura de la vigilancia digital se ha naturalizado profundamente, al punto de que incluso relaciones familiares y amistosas se desarrollan bajo monitoreo constante, como ocurre con jóvenes adultos que permiten rastreadores activos en sus teléfonos por costumbre social más que por control parental. Esta “hipervisibilidad” se ha vuelto parte del tejido cotidiano, moldeando expectativas: generaciones criadas con referentes como el “Mapa del Merodeador” de Harry Potter crecieron esperando poder localizar a otros en tiempo real, y ahora el deporte parece “real” solo cuando es visible y analizable en pantalla. Este cambio cultural acompaña la transición de un modelo deportivo colectivo y nacionalista, característico del siglo XIX, hacia uno individualizado, digitalizado y datado, dominado por wearables y análisis de datos. Paralelamente, esta lógica “Strava” se traslada a la gobernanza; se observan actores internacionales que promueven modelos transfronterizos de administración basados en identificación digital y sistemas en red, viendo en zonas de guerra como Siria o Ucrania laboratorios para innovaciones tecnológicas en vigilancia, drones y servicios digitales, más que tragedias humanas, con expertos y centros de poder celebrando estas pruebas como oportunidades de desarrollo global tecnocrático.
Si Tony Blair asume el rol de administrador en la zona desmilitarizada de Gaza, tal como propuso Donald Trump, es muy probable que impulse un modelo de reconstrucción basado en gobernanza digital, coherente con su larga defensa de la identificación digital y su promoción del uso combinado de IA y reconocimiento facial. Su propio instituto ha elogiado estas herramientas para el Reino Unido, y Gaza podría convertirse en un escenario ideal para aplicar estas tecnologías a gran escala. La lógica es comparable a la transición deportiva hacia actividades individuales datadas digitalmente, ello es, un sistema centralizado y digital que coordina acciones dispersas de individuos. En la práctica, esto significaría introducir infraestructura tecnológica que permita, por ejemplo, que refugiados gestionen identidad y pagos desde teléfonos básicos, o que equipos de desminado operen con mapas de inteligencia artificial, configurando la reconstrucción no tanto como un proceso político soberano, sino como un laboratorio tecnocrático de innovación transnacional.
La aplicación de un modelo de gobernanza digital, inspirada en la lógica de plataformas como Strava, implica una transformación total del sistema considerando que ya no se concibe la comunidad política como un “equipo nacional” unido por historia, geografía o cultura, sino como un agregado de individuos definidos por un identificador digital y un flujo de datos asociado. Esta visión posnacional convierte a la persona en una simple unidad rastreable, comparable al corredor amateur que genera métricas de resistencia. Si bien se presenta como humanitario y eficiente, este enfoque debilita el sentido de pertenencia y cohesión, al reemplazar el espíritu de cuerpo por un sistema transfronterizo y tecnocrático. El problema es que este tipo de gobernanza, cuanto más se expande, más poder concentra. Lo que en el plano deportivo podría ser una suspensión de una aplicación, en el ámbito político puede traducirse en la exclusión financiera o en restricciones de movilidad por disentir de una política oficial. Así, bajo la apariencia de libertad y universalidad, se corre el riesgo de instaurar un régimen de control digital capaz de contener no solo a terroristas, sino a cualquier ciudadano que resulte inconveniente para la autoridad que maneja la red.
La aceptación o el rechazo de este modelo digital depende en gran medida de la confianza depositada en sus promotores. En el caso de Tony Blair, esa confianza no es universal dado los escándalos recientes como el de su ex asesor Alastair Campbell, quien perdió una suma considerable en un sindicato de apuestas deportivas sospechoso dirigido por su propio hijo, que ponen en duda el criterio del entorno del Nuevo Laborismo en asuntos relacionados con datos y deporte. Además, aunque parte del electorado británico ha mostrado apoyo a la identificación digital, esa actitud parece basarse menos en la fe en el gobierno que en la resignación ante el avance tecnológico. En el fondo, lo que se está consolidando es un consenso tecnocrático sobre la naturaleza de la política; hoy la nación ya no se concibe como un “equipo” cohesionado, sino como una tabla de clasificación digital al estilo Strava. Esta división, entre quienes ven la política como una comunidad orgánica y quienes la reducen a gestión algorítmica de individuos, es uno de los conflictos centrales de nuestro tiempo, aunque rara vez se debate abiertamente. La cuestión de fondo es si aún existe margen de elección real. La cultura digital lleva décadas integrándose en la vida cotidiana: con la adopción de servicios como Gmail, dispositivos como Fitbit y el hábito de compartir rutas y localizaciones, se firmó un contrato tácito con el sistema de vigilancia tecnológica. Para muchos, la transición hacia esta forma de gobernanza no se ha decidido en los parlamentos, sino en las pequeñas decisiones diarias de consumo y conectividad. Por eso, la posibilidad de revertir el rumbo parece cada vez más remota, el terreno ya no es el de elegir entre correr o caminar, sino el de habitar un mundo en el que el rastreo y la lógica de los datos se han vuelto el nuevo suelo sobre el que se organiza la vida pública.
[1] Fuente: https://www.ft.com/content/62079f46-90c0-4c87-8bf2-ee5085627b99




