El deseo de conocer es la expansión humana de la curiosidad, una pulsión que lleva a muchos animales a disfrutar explorando o teniendo estímulos nuevos. Incluso organismos tan elementales como el gusano Caenorhabditis elegans, cuyo sistema nervioso tiene solo 302 neuronas, cuando se encuentra en un entorno nuevo realiza movimientos exploratorios. Los sistemas nerviosos superiores tienen sed de estímulos, lo que hace que, en situaciones de privación sensorial, los sujetos sufran muchos trastornos. Por ejemplo, alucinaciones. Según la Biblia, lo que expulsó a Adán y Eva del Paraíso fue su afán desmedido de conocer y así ser como Dios.
La curiosidad, como deseo de información, ha atraído el interés de grandes nombres de la psicología –James, Pavlov, Skinner, por ejemplo–. Pero solo recientemente psicólogos y neurocientificos han coordinado sus esfuerzos para resolver el enigma, como Gottlieb, Gruber o Kang. William James la definió como «el impulso hacia un mejor conocimiento», es decir, el deseo de comprender lo que no comprendíamos. Pavlov estudió en animales lo que llamó «reflejo del ‘¿qué es esto?’». Harlow, por otro, estudió una «motivación manipuladora» que impulsa al animal a resolver un problema, aunque no vaya a obtener una recompensa. Resolver es la recompensa.
No obstante, creo que debemos distinguir entre el deseo de estimulación cognitiva y el deseo de conocimiento. En este momento, consultar continuamente el móvil no se puede considerar un deseo de conocimiento, sino de estimulación cognitiva. Por eso, hace años, hablé de una hiperactividad cognitiva, trastorno caracterizado por la necesidad de estar recibiendo continuamente esos estímulos breves y cambiantes.
Los humanos hemos estimulado el deseo de conocer prolongando una pulsión innata con el conocimiento de su utilidad
Los filósofos antiguos ya habían identificado este afán vano de nuevas percepciones. San Agustín hablaba de la «concupiscencia de los ojos» y Tomas de Aquino definía la curiosidad como una «inquietud errante del espíritu» –algo parecido al cotilleo– y la incluye en la evagatio mentis (vaguedad de la mente) que es, según él, hija primogénita de la pereza. Al afán virtuoso de conocimiento lo denominaba studiositas. Un experto actual en este tema, Daniel Berlyne también ha opuesto la curiosidad perceptiva a la curiosidad epistémica, que no se contenta solo con tener acceso a nuevos estímulos, sino que desea adquirir conocimiento. Cree que es la pulsión específicamente humana.
Como ocurre con otras pulsiones heredadas de nuestros antepasados animales, los humanos hemos estimulado el deseo de conocer prolongando una pulsión innata con el conocimiento de su utilidad: la pasión por el conocimiento impulsa a los hombres y mujeres dedicados a la ciencia. Pero en este caso también es difícil ver esa pulsión en estado puro porque con frecuencia va acompañado de otras motivaciones, como ha contado Élisabeth Badinter en Las pasiones intelectuales.
Según la ciencia, todos los niños tienen una edad para hacer preguntas: pueden llegar a formular hasta cien al día
Habría que tener toda la ingenuidad del Padre Le Seur, matemático de excepcional modestia, para sorprenderse por las disputas que surgían entre los geómetras: «Hombres a quienes ocupan las mismas verdades deberían ser todos amigos». «Ignoraba –anota Condorcet– que para la gran mayoría el objetivo principal es la gloria; el descubrimiento de la verdad está en segundo lugar».
Solo o acompañado de otras pulsiones, lo que no cabe duda es la importancia que ha tenido en la evolución de los humanos el deseo de conocer. Escribe Bennet: «Hemos sido diseñados por la evolución para ser informóvoros, seres epistémicamente hambrientos, buscadores de información, entregados a la interminable tarea de mejorar nuestro conocimiento del mundo para poder tomar mejores decisiones respecto de nuestro futuro subjetivamente abierto».
No se ha dado la importancia que merece a un hecho que me parece fundamental: todos los niños tienen una edad de hacer preguntas, en la que pueden formular cien al día. Creo que es una pulsión innata, no aprendida, como lo es el deseo de hablar. En este caso el niño anhela expresarse y en el otro conocer. Hacer una pregunta es una operación intelectual compleja porque supone ser consciente de que algo que se quiere conocer no se conoce. Es decir, es saber precisar la ausencia de algo. Los niños son genios.
Este contenido forma parte de un acuerdo de colaboración del blog ‘El Panóptico’, de José Antonio Marina, con la revista ‘Ethic’.