Un informe reciente señala que más del 40 % de los contenidos infantiles de Netflix incluyen temáticas LGBTQ, incluso en producciones catalogadas como aptas para todo público o para niños pequeños[1]. Esto no es un dato menor ni una exageración alarmista porque, en verdad, es un indicador claro de una línea editorial sostenida, no de casos aislados o anecdóticos, no es simplemente la propia especulación como conservador.
Como padre de familia, no puedo mirar este tema con la frialdad de un filósofo apático ni con el relativismo de quien cree que todo es “contenido” que hace a la libre expresión. Cuando se trata de niños, lo que está en juego no es una discusión cultural abstracta, sino la formación moral, psicológica y afectiva de personas que aún no tienen las herramientas para discernir. El problema no es la existencia de personas con orientaciones sexuales diversas (nadie sensato discute su dignidad humana), sino la decisión deliberada de introducir cuestiones de identidad sexual y de género en contenidos dirigidos a menores, saltándose el rol primario de los padres y la familia. Estas no son temáticas neutrales por cuanto implican concepciones antropológicas profundas sobre el cuerpo, la identidad y la sexualidad. Presentarlas como simples “hechos” o como modelos normativos, sin la mediación adulta de los padres, es una forma de adoctrinamiento blando.
Netflix y otras plataformas suelen responder que solo buscan “representación” o “inclusión”, pero cuando esa representación aparece de manera desproporcionada, reiterada y dirigida a niños que aún no han desarrollado su personalidad, es ciertamente ingeniería cultural. No se trata de reflejar la realidad, sino de modelarla, usando las minorías como excusa para imponer una agenda contraria a la moral tradicional en Occidente.
Como padre me preocupa que se nos pida aceptar esto como “inevitable”, o peor aún, como “moralmente obligatorio”. La educación sexual, ética y afectiva de los hijos corresponde en primer lugar a los padres, no a corporaciones globales con agendas ideológicas claras y sin responsabilidad directa sobre las consecuencias de lo que promueven. Lo más injusto es que cualquier referencia a valores tradicionales (familia natural, maternidad, paternidad, complementariedad sexual) es rápidamente tildada de “excluyente” o “retrógrada”, mientras que una visión particular de la sexualidad es presentada como incuestionable y obligatoria. No se trata de censura lo que uno pide, sino de criterios equitativos y coherentes; uno como padre no promueve el odio jamás en un hijo, muy por el contrario, educa en la responsabilidad. Por ello, la crítica a Netflix surge por querer defender el derecho de los padres a decidir qué, cuándo y cómo se introducen ciertos temas en la vida de sus hijos. Sólo así es que verdaderamente, en la sana educación, en la sana conducción, es que el hijo se vuelve responsable, precisamente, porque puede “responder” por sus actos ya que ha tenido un desarrollo identitario ordenado. Si las plataformas no están dispuestas a respetar ese límite, entonces la respuesta debe ser la vigilancia activa, el control parental, la presión pública y, cuando sea necesario, el retiro de contenidos. Hoy Netflix planea ser un gran monopolio, y los más preocupados debemos ser los padres porque ser padre no es delegar sino proteger; de uno depende que los hijos consuman un contenido sano y ordenado, siendo lo ideal directamente que no consuman pantallas y listo.
[1] Fuente: https://www.lifesitenews.com/news/over-40-percent-of-netflixs-childrens-shows-contain-lgbtq-content-report/?utm_source=featured-news&utm_campaign=usa




