
Las noticias que nos llegan desde el estado de Benue, en Nigeria, son expresión del más profundo desorden moral y político, que clama al cielo por justicia.
Entre el 18 y el 20 de abril del presente año, más de 72 cristianos fueron cruelmente asesinados en una serie de ataques perpetrados por presuntos militantes fulani en los condados de Ukum y Logo. Las víctimas, en su mayoría agricultores cristianos, fueron sorprendidas durante la Semana Santa —un tiempo sagrado de recogimiento, penitencia y adoración para los fieles católicos—, lo que reviste estos actos de una especial gravedad. Tal violencia en un tiempo litúrgico tan santo manifiesta una voluntad deliberada de profanar lo sagrado, tanto en lo material como en lo espiritual, lo cual constituye un grave pecado contra Dios y contra el orden natural.
El gobernador del estado, Hyacinth Alia, un sacerdote católico devenido en líder político, denunció lo sucedido como “un ataque calculado y estratégico contra agricultores cristianos inocentes”, añadiendo con dolor que “no podemos seguir así”. Esta afirmación encierra no solo una constatación política, sino también una intuición filosófica: el orden político, cuya razón de ser es la paz según Santo Tomás —pax est tranquillitas ordinis—, ha sido profundamente trastocado.
El número de muertos, que al principio se cifraba en 54, se elevó posteriormente a 72 y puede seguir aumentando mientras las fuerzas de seguridad y voluntarios locales continúan buscando cuerpos en los bosques. La consecuencia inmediata es una oleada de desplazados internos, quienes por temor a nuevos ataques han abandonado sus hogares. Esta situación genera no solo dolor, sino también un atentado contra el derecho natural de los hombres a vivir en sus tierras, trabajar, criar a sus hijos y adorar a Dios en libertad.
Estos ataques no son hechos aislados. Apenas días antes, el Domingo de Ramos, más de 100 cristianos fueron brutalmente asesinados en el estado de Plateau, cuando militantes fulani irrumpieron en varias aldeas durante la celebración del servicio religioso, reduciendo comunidades enteras a cenizas. Esta coincidencia temporal con fechas sagradas revela una intencionalidad simbólica y perversa, que se dirige no solo al cuerpo sino al alma, con la intención de desalentar la fe y quebrar la comunidad eclesial. Tal acción es, en términos tomistas, un acto de odio contra la religión verdadera, contra el bonum commune spirituale que sostiene la vida moral de una nación.
Todo poder político debe ordenar su acción al bien común, que incluye tanto los bienes materiales como los espirituales. Si el poder público no protege a los inocentes ni reprime a los agresores, deja de cumplir su función esencial, y se convierte en causa de escándalo y corrupción del orden divino en la tierra. Además, estos ataques reiterados contra cristianos muestran un patrón claro de persecución religiosa que no puede ser ignorado: lo que se está ejecutando en Nigeria es una especie de limpieza religiosa por medio del terror, que clama por una respuesta no solo local, sino universal, pues la justicia es virtud que liga a todos los hombres por la ley natural.
No nos debemos limitar a describir el mal, sino exigir su reparación. La caridad —amor benevolentiae— nos llama a acompañar a estas comunidades con oración, solidaridad material y, en la medida de lo posible, protección internacional. Pero la justicia —virtud cardinal sin la cual no hay orden ni paz— exige además que los culpables sean identificados y castigados conforme a la ley. Negar esta acción sería convalidar el mal y perpetuar el sufrimiento de los inocentes.
Por tanto, frente a estos hechos, no debemos callar. Clama por justicia. Clama por el restablecimiento del orden conforme a la ley eterna, reflejada en la ley natural y aplicada por la razón recta del gobernante justo. Que Dios dé consuelo a los mártires, fortaleza a los que aún resisten, y sabiduría a quienes tienen el deber de gobernar.