Toda ideología tiene como fundamento primero y último el “cogito”, donde el inmanentismo es el fundamento de la realidad. Perdido el sentido que reconoce al hombre como posterior a la realidad y llama a trascenderla, es que la pretensión de toda ideología es convertirse en el subyacente.
Así pues, a cada época la rige una ideología; aquí se corrobora que el hombre no puede escapar a su naturaleza religiosa, tal como se vio en la revolución en torno a la “diosa razón” o en la actualidad con el culto panteísta a la Gaia como si de un retorno a Spinoza se tratara. El activista ecologista es el personaje de moda en el actual tiempo. Se promueve a sí mismo como mesías y salvador de un planeta que está destinado a un apocalipsis, un apocalipsis que se evitará si el ser humano realiza los debidos sacrificios a este ente volitivo llamado “Tierra”, “Pachamama”, “Gaia”, “Madre Naturaleza”.
Los salvadores del planeta siguen la estela de centenares organizaciones ecologistas; las mismas son financiadas por empresas que crecieron gracias a la explotación de recursos naturales y que ahora buscan impedir la explotación soberana de naciones emergentes. Optan por acciones espectaculares para atraer la atención de las cámaras y lo hacen porque la fórmula funciona. Si salieran con datos y argumentos no les haría caso nadie porque las personas verían lo divida que es la posición científica en torno al cambio climático antropogénico, y aun siendo antropogénico, no es ética la solución propuesta por la O.N.U.; pero si lanzan unos botes de sopa de tomate al cuadro de Los Girasoles de Van Gogh o ponen una niña con autismo a insultar a Trump, allí tienen publicidad asegurada. El activismo es más de hacer que de saber y de pensar más bien poco; es una fe irracional que carece de autoridad y fundamento.
La irracionalidad del activista ecologista promedio es algo fascinante para estudiar. Cuando arrojaron sopa de tomate a la obra clásica de Van Gogh se interpretó una alusión deliberada a Warhol, famoso artista posmoderno que tuvo su éxito gracias al cuadro de la sopa de tomate; curiosamente es a Warhol a quien se le atribuye la frase “En el futuro, todos serán famosos mundialmente por 15 minutos”. Eso es exactamente lo que el activista busca, tener sus 15 minutos de fama porque allí encuentra el sentido de trascendencia; en esos 15 minutos siente que su sacrificio significó algo para la humanidad porque captó la atención del otro, trascendió de su propio ser para romper la pertenencia a sí mismo.
Estos activistas no comprenden que Fe y Razón son esenciales al hombre; se despojan de la razón y dejan una fe a la deriva. Por ello es que luego no pueden explicar cómo aniquilar la inversión privada permitiría producir energías verdes sustentables sin los déficits que genera el espacio público o cómo es que se rechaza la energía nuclear mientras atentan contra el consumo de energía fósil; tampoco razonan respecto a la ética de aniquilar poblaciones enteras con una economía centralizada, tal como sucedió con “el gran salto adelante chino” o el “holodomor ucraniano”.
El activismo no reflexiona, sólo refleja; no internaliza, sólo copia el movimiento exterior. Lo mueve la pasión redentora, no la reflexión coherente. Tal como se observa en la «transición verde», los gobiernos promueven planes utopías donde en la realidad, sólo los ricos pueden acceder a los autos eléctricos y dietas veganas, mientras que gran parte de la población a duras penas puede cargar combustible para ir a trabajar y comprar un litro de leche para sus hijos.
La «transición verde» proyecta un mundo ideal reservado para los ricos, mientras los pobres malviven en el sucio mundo de siempre; esa es la realidad que promueven aquellos irracionales que sólo buscan sus 15 minutos de fama.