Franz Kafka (1883-1924) fue un escritor checo cuya obra supuso un hito en la relación entre filosofía y literatura. Sus novelas, publicadas póstumamente, hacen, junto con numerosos textos breves, relatos, diarios y cartas, el retrato de un pensamiento fragmentario y existencialista, donde predomina la experiencia de extrañeza ante lo cotidiano.
Por Irene Gómez-Olano
La formación de Kafka no fue la de un filósofo. Comenzó estudiando en un colegio alemán y cursó Leyes por obligación de su familia, disciplina en la que se acabó doctorando en 1906. El derecho y la administración pública serán elementos muy presentes en su obra y de las fuentes de mayor inquietud de la vida de sus protagonistas.
Sus historias están protagonizadas por antihéroes que se enfrentan a una realidad cotidiana, pero con un aire perturbador. Una realidad con la que podemos identificarnos, motivo por el cual nos sigue pareciendo un autor muy actual.
El hogar, la oficina, las administraciones estatales, pero sobre todo la ciudad. Estos son los paisajes predilectos de las historias de Kafka, que bajo su narración se vuelven absurdos. Es de esta experiencia de lo absurdo de la vida cotidiana de donde nace «lo kafkiano», categoría que todavía utilizamos hoy para referirnos a aquello a la par cotidiano y estrambótico que se sale de los esquemas de comprensión. «Kafkiana» es la desubicación del sujeto en el mundo actual.
Las narraciones de Kafka no se dejan doblegar por la forma tradicional de la novela, hecho que convierte su obra en algo hasta cierto punto inclasificable. Por este motivo, el escritor Eduardo Mendoza, autor de novelas como Sin noticias de Gurb, dijo de él que «era muy mal escritor porque no tenía sentido de la narración» al comenzar las novelas con la acción comenzada.
Algunas de sus historias tienen como protagonistas a personas normales que se enfrentan a un suceso en el que su vida deja de ser normal para convertirse en un absurdo. Su realidad es cotidiana, pero también perturbadora. La atmósfera opresiva, agobiante y absurda de sus obras le han llevado a ser considerado un pensador existencialista, como Albert Camus o Jean-Paul Sartre.
Lo kafkiano
Kafka abre la puerta a una posibilidad aterradora: que el sistema en el que vivimos sea absurdo, y lleve consigo el absurdo de la vida humana. Lo que se produce en la (pos)modernidad es un vaciamiento de sentido: un desfondamiento de la realidad, debido a las nuevas formas de relación social y a los nuevos regímenes políticos, que suponen un fracaso de ese tipo de razón moderna basada en la productividad y la deshumanización.
En este contexto la realidad está rota y el ser humano tiene que tratar de recomponer su existencia, actuando con normalidad. Ante su sensación de desubicación, al protagonista no le queda otra que levantarse una mañana más para ir a la oficina, tal vez sin éxito porque se descubra como un insecto gigante despatarrado en la cama. Este es el caso de Gregorio Samsa, protagonista de La metamorfosis, que debe aprender a vivir con su nueva forma de alimaña.
En el cuento contemporáneo, el monstruo que amenaza al protagonista ya no es un gigante que vive en el cielo ni una bruja, sino un trámite burocrático interminable del que él es una diminuta pieza irrelevante. O incluso la némesis puede ser el propio sujeto, que se ve convertido de un día para otro en un monstruo inadaptado a un mundo que hasta el día anterior era habitable. La clave del éxito de la obra de Kafka consiste precisamente en representar de forma casi fabulada una realidad que vivimos día a día: la incomodidad con la misma existencia.
Existencia humana… poco humana
En las obras de Kafka, la metamorfosis y la transformación son elementos muy relevantes. En algunos de sus relatos, esa metamorfosis ha tenido lugar antes del comienzo de la narración o se presupone, pero en otras, esta transformación es el punto de partida de la narración. Destaca el propio libro que lleva por título La metamorfosis. En él, la identidad del protagonista se encuentra transformada, algo que sabemos desde el primer momento, eliminando así el misterio de la trama para dar paso al desconcierto después del acontecimiento.
Las metamorfosis del ser humano en criaturas horripilantes pueden entenderse como una vuelta de tuerca a las fábulas tradicionales, donde animales humanizados desenvolvían sus peripecias con un objetivo didáctico. De una forma desfondada y absurda, típica en la filosofía desde el nihilismo en Nietzsche, el protagonista no es un ejemplo moral, sino más bien un monstruo que representa al ser humano.
El ser humano ya no es el centro del mundo. Pierde su identidad como marco referencial de la experiencia universal y desaparece así aquello que nos hacía únicos. Eso abre la puerta a que la experiencia pueda ser contada por criaturas no humanas. Tal vez una alimaña con exoesqueleto, muchas patas y fluidos asquerosos saliendo de sus apéndices sea un mejor sujeto para dar cuenta de la existencia humana en esas ciudades grises, tristes y sucias que habitamos.
Una interpretación sobre la metamorfosis es que esta refiere a la identidad cambiante del ser humano: no somos una unidad, sino una criatura en constante cambio y metamorfosis. Eso nos permite dejar de preguntarnos quiénes somos para preguntarnos qué somos. En toda metamorfosis se habría perdido una identidad (la humana), pero todavía quedaría preguntarse cuál se ha alcanzado.
Otra interpretación posible es que la metamorfosis refiera a la conciencia: tal vez, de hecho, el horror siempre estuvo ahí, en nosotros mismos. La existencia del protagonista de Kafka podría haber sido siempre absurda, y lo único que pone en marcha el relato kafkiano es la toma de conciencia sobre esa absurdez.
La metamorfosis es también la metáfora de la incomunicación. La persona que toma conciencia del absurdo del mundo no tiene posibilidad de comunicarse siquiera con su familia, como le ocurre a Gregorio Samsa. El resto de su vida pasará mientras él emite unos sonidos incomprensibles por su círculo más cercano.
El lenguaje utilizado en las obras de Kafka trata de reflejar la situación del individuo: se encuentra vacío, profundamente solo, aunque acompañado de personas, pero estas ya no son como él. Ha perdido, además, la posibilidad de interpretar el papel que le tocaba antes del suceso: el protagonista de La metamorfosis ya no puede sacar adelante económicamente a su familia y el de El proceso ha de aceptar que, por su situación como detenido, no es ya ningún ejemplo moral para la sociedad, ni siquiera para el resto de los empleados del banco en el que trabaja.
Todo ello genera en el sujeto una sensación de falta de pertenencia y de soledad, tan propia de nuestro presente que, sin embargo, se caracteriza por ser un mundo más poblado y lleno que nunca.
El trámite
La obra de Kafka es fragmentaria porque no es una producción sujeta a la demanda editorial. Pero también es fragmentaria en el sentido de que no existe en ella un origen o principio. De hecho, más bien, lo que la caracteriza es que expresa la imposibilidad de buscar fundamentos.
El protagonista de El proceso es el mejor ejemplo de eso. Un hombre llamado K. que amanece una mañana con unos funcionarios en la habitación que le informan de que está detenido. Desde entonces toda su vida empieza a tener de fondo el proceso en el que está imbuido sin saber siquiera de qué se le acusa. Toda la obra es el viaje de K. buscando fundamentos. Pero la conclusión no puede ser más clara: no hay posibilidad de encontrarlos.
Pero los fundamentos y los porqués no son lo único que se pierde en este camino. También todo aquello que genera placer o que es bello. El lenguaje kafkiano tiene —tal vez motivado por su formación en derecho— un aire legalista y burocrático que no invita a pensar la experiencia humana en términos de placer.
Tampoco el cuerpo es fuente alguna de placer, más bien lo será de dolor. Los protagonistas de Kafka, al verse atrapados en un cuerpo al que no están habituados, descubren dolores nuevos y nuevas formas de padecimiento. Unos padecimientos que unidos al desamparo al que se verán sometidos los sumirá en una espiral de sufrimiento.
La angustia
Aunque se sabe que Kafka escribió inspirado a menudo en los horrores del régimen de Stalin, que se caracterizada por ese entramado injusto y disparatado que vemos en El proceso, su vigencia se debe a que escribió para un mundo que se parece demasiado al nuestro.
Los laberintos burocráticos, la sensación de falta de pertenencia y de sentido y la experiencia alienante de la ciudad son algunos de los elementos presentes en su obra que nos suenan también en las sociedades contemporáneas.
En este sentido, su propuesta nos sirve para ilustrar el proceso por el cual el mundo se industrializa y se vuelve sistema capitalista global, sin escapatoria, lo cual tiene un impacto devastador sobre el sujeto. Ante esto, el protagonista de las obras de Kafka es un ser que quiere escapar de su mundo a toda costa, pero sin contraponer a su vida ningún gran objetivo. Es decir, Kafka nos presenta unos personajes indefensos y sin vocación política por transformar el mundo en el que viven, por asfixiante que sea este.
Esto no es defecto de su obra, sino de nosotros mismos, que de nuevo nos parecemos demasiado a sus protagonistas. Vivimos en un contexto que a menudo nos genera angustia, sensación de absurdo y deshumanización, pero la indefensión aprendida bajo el sistema y la falta de grandes triunfos sociales recientes nos genera la falsa sensación de que no se pueden cambiar las cosas (falsa porque en realidad todo gran cambio social es imposible hasta que se vuelve inevitable).
Gregorio Samsa, por ejemplo, parece más preocupado por cómo va a salir adelante económicamente su familia que por recuperarse de su nueva condición. Más bien, supedita su recuperación a la necesidad que tiene de volver rápidamente al trabajo. Solo decide rendirse y dar por concluida su lucha cuando ve que su familia tiene capacidad de mantenerse por sí sola, alcanzando la única liberación posible al trabajo y la enfermedad: la muerte.
Ese es nuestro mundo: uno en el que ponernos enfermos a menudo supone una preocupación porque no podremos hacernos cargo económicamente de otros y en el que sospechamos que los Estados tampoco están en las mejores condiciones para hacerlo. Un mundo en el que las oficinas estatales no son amigas, sino enemigas. Un mundo que, como se narra en El proceso, «es aún un Estado de derecho, donde reinaba una paz general y todas las leyes se mantenían vigentes». No es un estado de guerra o de excepción: la barbarie tiene lugar en la normalidad, lo cual la hace todavía más aterradora.
Habitamos un mundo burocrático donde no se puede «cambiar unas palabras con una persona igual a mí, lo cual haría que todo quedara mucho más claro», como reivindica K. cuando se da de bruces con las torpes explicaciones de los funcionarios que van a detenerle. Esa necesidad de hablar con alguien «igual a mí» para solucionar las cosas que tanto echamos de menos cuando contactamos telefónicamente con un departamento de servicio al cliente en el que nos responde un robot.
Todo ello nos genera angustia, una sensación que ya forma parte de nuestro de la definición de nuestro presente. Tal vez la virtud de Kafka fuera anticipar un sentir que hoy es generalizado, o tal vez el problema sea nuestro, porque hemos convertido nuestro mundo en un mundo kafkiano, burocrático y absurdo. En este sentido no se trataría, como dijo Eduardo Mendoza, de que Kafka fuera un mal escritor, sino que la responsabilidad sería más bien nuestra, pues nos hemos habituado sin suficiente resistencia a un mundo injusto en el que su obra cobra un nuevo significado.
fuente: FILCO.ES