Uno de los temas más polémicos de la Segunda Guerra Mundial, en los campos de Europa, lo ocupa por derecho propio la destrucción del monasterio benedictino de Montecassino. ¿Fue inevitable arrasar este centro, famoso por su valor histórico y arquitectónico, así como por los tesoros que contenía? ¿Podrían haberse desarrollado las operaciones militares sin necesidad de ensañarse sobre el monasterio?. «Hay acontecimientos que representan el mal…», diría 60 años después el Presidente de Italia Carlo Azeglio Ciampi, en 2004.
Nunca los bombarderos estratégicos habían tenido como objetivo primario una zona neutral, una propiedad de la Santa Sede, un monasterio famoso en todo el mundo cristiano, un lugar donde se conservaban inestimables testimonios históricos y artísticos. Además, desentonaba el despliegue de fuerzas: unas 600 toneladas de bombas descargadas, en ocho oleadas, por aproximadamente 235 bombarderos (142 B-17, 47 B-25 y 46 B-26).
Esta fue la Batalla de Montecassino que enfrentó a los alemanes e italianos contra los aliados y que en tan solo cinco meses le costó la vida a casi 80 mil soldados de ambos bandos y lo llamativo de ello es la perdida de unos 55 mil aliados de diversas nacionalidades, donde entre quienes sufrieron graves pérdidas se encontraban los polacos, miles de hombres morían en semanas por unos metros de suelo. Y mención aparte, los monjes y civiles que murieron (unos 250 aproximadamente) producto de los intensos y más impresionantes bombardeos aliados.
El río Rápido (Liri-Garigliano), que en su tramo más ancho no llega a los 18 metros, fue atravesado en uno y otro sentido, varias veces, por los contendientes que, en feroces batallas, lo llenaron de cadáveres, de carros calcinados y de sangre.
«Durante el primer asalto terrestre, que ocurrió el 17 de enero de 1944, el Décimo Cuerpo británico atacó el flanco izquierdo del enemigo», dijo el Sr. Ryan Warner, historiador del Ala 28 de Bombardeo (28th Bomb Wing). «Sufrieron unas 4.000 bajas. Tres días después, la 36.ª División del ejército estadounidense atacó en el centro. Sólo 40 hombres de toda la división de más de 2.100 lograron regresar a las líneas amigas».
En enero se intentaron dos asaltos más que fueron igualmente rechazados con grandes pérdidas.
Warner dijo que después de mucho debate sobre la necesidad militar de destruir un antiguo ícono cultural y religioso, y el temor de ofender a los cristianos en todo el mundo, se recurrió al poder aéreo aliado.
«May. Bradford Evans, que era el piloto principal de la primera formación, piloteó el B-17 con el número 666 (del 96º escuadrón Red Devil); un marcador siniestro para el primer avión que participó en la destrucción del sitio histórico cristiano», afirmó Warner.
Evans Bradford regresó a Cassino 50 años después, llevándose consigo el mensaje que recibió antes de despegar en ese extraño día.
Tiempo después, el 15 de marzo de 2004, en el 60° Aniversario de la Batalla de Montecassino, el Presidente de la República de Italia, Carlo Azeglio Ciampi, lo rememoraba. Subió a la abadía, donde se recogió durante tres minutos de silencio para recordar a las víctimas del atentado terrorista de Madrid ocurrido cinco días antes, asistió a una misa y, luego, en la plaza de la ciudad de Cassino dedicó un discurso a los sufrimientos de aquellas tierras durante la última guerra. Sufrimientos que, durante la posguerra, solo el libro y, luego, la película La Campesina «tuvieron el valor de contar», dijo Ciampi, quien añadió: «Hay acontecimientos que representan el mal, que ninguna filosofía de la historia consigue mitigar. En la Segunda Guerra Mundial, por desgracia, hubo muchos. La destrucción de Cassino es uno de ellos». Además, siguió diciendo Ciampi, «nadie podrá nunca perdonar la destrucción de lo que durante más de mil años fue un faro de la civilización europea, la abadía de san Benito».
Montecassino antes del bombardeo aliado
“La batalla de Cassino fue la más encarnizada, la más horripilante y, en un sentido, quizá la más trágica etapa de la guerra en Italia”. Las palabras citadas pertenecen al general Mark Clark y son altamente ilustrativas para describir las operaciones que culminaron con la destrucción del monasterio de Montecassino.
Clark luego escribió: “Yo era una de las personas al cargo y fui yo quien dirigió las operaciones de Cassino. Por entonces afirmé que no había nada que demostrara que el enemigo utilizaba la abadía con fines militares. Todavía mantengo mi postura, y ahora tenemos pruebas certeras de que ningún soldado alemán, a excepción de emisarios, penetró nunca en el interior del monasterio con otra intención que no fuera atender a los enfermos o visitar el lugar. […] El bombardeo de la abadía fue no solo una falta psicológica perjudicial para nuestra propaganda, sino también una falta táctica de las más graves. Simplemente hizo que nuestra tarea fuera más difícil, más costosa en hombres y materiales y nos hizo perder el tiempo”.
El general Alexander, refiriéndose a los paracaidistas alemanes de la 1ª División, dijo: “Tras haber asistido personalmente al bombardeo me pareció increíble que pudiera quedar un solo soldado vivo después de ocho horas seguidas de terrorífico ametrallamiento. Con defensores de este temple, el cúmulo de escombros ocasionados por el bombardeo se habían con vertido en una barrera defensiva para ellos, mientras que para nuestros carros era un obstáculo insuperable”.
El bombardeo aereo fue solo util para los alemanes, que fueron capaces de entrar por fin en el cerco neutral y transformar las runias en una plaza fuerte fortificada.
También Castel Gandolfo fue una de las propiedades de la Iglesia que, pese a estar en zona neutral, fueron bombardeadas en aquellos meses por los mismos motivos aducidos para justificar la destrucción de la abadía de Montecassino: “necesidades militares”.
La historia de la Abadía
La abadía de Montecasino es una abadía benedictina situada en la cima de una colina del Valle Latino, a unos 130 km al sur de Roma; una milla al oeste de la ciudad de Cassino.
Es célebre por ser el lugar donde San Benito de Nursia estableció su primer monasterio, origen de la orden benedictina, alrededor del año 529.
Como ocurría a menudo con las primeras instituciones cristianas, el monasterio fue emplazado en una antigua construcción pagana, un templo de Apolo que coronaba la colina, rodeada por un muro fortificado por encima de la pequeña ciudad de Cassino, aún en gran parte no cristiana por aquel entonces, y que había sido asolada hacía poco por los godos.
El primer paso para lograr tal hazaña fue la de subir a lo alto de la colina, destruir el templo y con sus propias manos la estatua del antiguo dios romano Apolo, y como es costumbre, construir, en donde una vez hubo un templo sacro, uno nuevo, para que por sustitución, suplantar un rito de adoración por otro.
San Benito resolvió a dedicar el lugar a Juan el Bautista, y una vez que se estableció allí, jamás lo abandonó. En Montecassino escribió la Regla de San Benito, la cual se convirtió en el principio fundador para la práctica monástica en Occidente. En Montecassino recibió la visita de Totila, rey de los ostrogodos, en el año 547, y allí murió.
Fue saqueada o destruida varias veces. En el año 577 los lombardos saquearon la abadía y los monjes supervivientes huyeron a Roma, donde permanecieron durante más de un siglo. Durante este tiempo el cuerpo de San Benito fue trasladado a Fleury, el actual Saint-Benoit-sur-Loire cercano a Orleans, Francia.
En 744, una donación de Gisulf II de Benevento creó la Terra Sancti Benedicti (la tierra del Santo Benito), las tierras seculares de juriscción de la abadía, las cuales estaban sujetas al abad y a nadie más salvo el papa. De este modo, el monasterio se convirtió en la capital de un Estado que comprendía una región compacta y estratégica entre el lombardo principado de Benevento y las ciudades de la costa, los ducados de Nápoles, Gaeta y Amalfi, todos ellos aparecidos como provincias (temas) de origen bizantino. En el año 883 los sarracenos saquearon e incendiaron la abadía. Entre los grandes historiadores que trabajaron en el monasterio, en este período, están Erchemperto, autor de la Historia Langobardorum Beneventanorum, la cual es una crónica fundamental del Mezzogiorno del siglo noveno.
Fue reconstruida y alcanzó la cumbre de su fama en el siglo xi bajo el abad Desiderius (abad desde 1058 hasta 1087), quien después se convertiría en el Papa Víctor III. El número de monjes ascendió hasta alrededor de 200, y la biblioteca, los manuscritos producidos en el scriptorium y la escuela de ilustradores de manuscritos se hicieron famosos en todo Occidente.
La iglesia de la abadía, reconstruida y decorada con sumo esplendor, fue consagrada en 1071 por el papa Alejandro II. Existe un relato de la abadía en estas fechas en la Chronica monasterii Cassinensis, por Leo de Ostia y Amatus de Montecassino, que nos da la mejor fuente de los primeros normandos en el sur. El más célebre alumno en el Monasterio fue Santo Tomás de Aquino, doctor de la Iglesia y autor de la Summa Theologica, que es la obra cumbre de la teología medieval y ha constituido un referente para la teología católica posterior.
Un terremoto dañó la abadía en 1349, y aunque el lugar fue reconstruido, este hecho marcó el comienzo de un largo período de deterioro. En 1321, el Papa Juan XXII hizo de la iglesia de Montecassino una catedral, y la independencia del monasterio de las intervenciones episcopales, cuidadosamente mantenida, llegó a su final. En 1505 el monasterio fue unido al de Santa Justina de Padua.
El lugar fue saqueado por las tropas de Napoleón en 1799, y desde la disolución de los monasterios italianos en 1866, Montecassino se convirtió en un Monumento Nacional.
Los Tesoros de la Abadía
Los archivos, además de un vasto número de documentos relacionados con la historia de la abadía, contienen unos 1400 irremplazables códices manuscritos, sobre todo históricos. Por la gran previsión del teniente Julius Schlegel (oficial católico nacido en Viena) y el capitán Maximilian Becker (quien era protestante), ambos pertenecientes a la División Hermann Göring, estas obras, así como otras obras de arte que se encontraban allí, por ejemplo obras de Da Vinci, Tiziano o Rafael, preciosos documentos, como aquel que tenía el sello de Roberto Giuscardo y Ruggero I de Sicilia, los huesos de Desiderio y Apolinar, cuadros famosísimos, como la «Leda» de Leonardo y otras obras de Tintoretto, de Ghirlandio y Brueghel, fueron todas transferidas al Vaticano en diciembre de 1943. En agradecimiento, los monjes celebraron una misa especial. Obviamente, no pudo hacer nada por los frescos de Luca Giordano, que terminaron hechos polvo junto al órgano barroco, al coro del siglo XVII y el altar mayor.
Un ejercicio de rescate de este calibre precisó de unos 120 camiones militares. Schlegel se encontraba en una situación difícil a todas vistas. Su mando incluso envió investigadores para comprender por qué Schlegel utilizaba tantos medios de transporte mientras que, más al sur, los combates se sucedían y, por el lado de los Aliados, una intensa campaña afirmaba que la división Göring y los alemanes estaban saqueando Montecassino.
Pero la realidad es que todos los tesoros fueron enviados a la Santa Sede y que ni uno solo de los camiones alemanes fue bombardeado, a pesar de las tentativas aliadas. Schlegel, previsor, había ordenado espaciar los camiones al menos 300 metros para evitar grandes pérdidas.
El abad Gregorio Diamare abandona Montecassino tras el primer bombardeo
El defensor católico alemán de la Abadía: Fridolin Rudolf Theodor von Senger und Etterlin
En la operación de rescate de los tesoros jugó un papel especialmente influyente el respeto que sentía el general Fridolin von Senger, comandante del XVI Panzerkorps, por los benedictinos y el monumento histórico. Senger, católico, durante muchos años cercano a la Orden de San Benito, pertenecía a la pequeña nobleza del sur de Alemania, nacido en Walshut. Inició su carrera militar en 1910, sirviendo en un regimiento de artillería.
Por su liderazgo durante la Batalla de Montecassino, Senger recibió la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro de Hojas de Roble el 5 de abril de 1944.
Senger, que comandaba toda la Línea Gustav, también había respetado fundamentalmente la neutralidad del lugar y no había permitido que sus tropas, desplegadas en toda la montaña, se posicionaran a menos de 300 metros de los muros de la abadía, el cinturón que delimita la zona neutral.
La Línea Gustav estaba defendida por 15 divisiones alemanas fortificadas con armas pequeñas, artillería, pastilleros, emplazamientos de ametralladoras, campos minados y alambre de púas. Las divisiones alemanas se habían retirado y fortificado esta línea después de la invasión aliada de Italia.
Senger se terminó convirtiendo en el defensor de la cristiandad frente al fuego destructor aliado y en el que los hicieron un arquetipo auténtico de superioridad material y aplastamiento del enemigo por la fuerza de las bombas en un primer bombardeo, lanzándose unas 600 toneladas de explosivo el 15 de febrero. En el lugar solo se encontraban los monjes y civiles refugiados y heridos. Muchos de ellos murieron en el bombardeo.
A las 9.24 a.m., la abadía fue sacudida por una tremenda explosión, que interrumpe la oración del pequeño grupo de monjes benedictinos que están en el cenobio invocando la asistencia de la Virgen y rezando «et pro nobis Christum exora». Entre ellos está el abad de 80 años don Gregorio Diamare y su secretario, dom Martino Matronola, que después publicará un diario indispensable para reconstruir aquellas dramáticas jornadas. Sobre sus cabezas y las de los cientos de refugiados presentes en el monasterio acaba de caer el montón de bombas, de 240 kg. cada una, soltadas por el bombardero estratégico número 666, pilotado por el mayor Bradford Evans, el cual, con un número de código tan inquietante, encabeza la primera de las cuatro formaciones de B-17, las fortalezas volantes estadounidenses, que han recibido la orden de destruir el milenario monasterio que surge sobre la colina. A las fortalezas volantes le siguen otras cuatro oleadas de bombarderos medianos. A las 13.33 todo ha terminado, los monjes están todos salvos, pero varios cientos de refugiados han muerto bajo las bombas, y será difícil, incluso después de la guerra, desenterrar los cuerpos y poner un nombre en las lápidas.
El Abad y los monjes que se quedaron en el interior del monasterio, dejan tras veinte minutos de bombardeo su monasterio totalmente destruido.
Durante la Batalla de Montecassino, von Senger und Etterlin fue el gestor de la defensa exitosa de la Línea Gustav, la cual incluía a Montecassino. Las posiciones alemanas no fueron superadas por las tropas aliadas hasta cinco meses después en mayo de 1944.
El día 15 de febrero, tras el ataque, el general Von Senger dio por fin permiso a los paracaidistas para ocupar las ruinas de Montecassino y convertirlo en un segundo baluarte defensivo detrás del pueblo.
En las criptas, sin embargo, a pesar de las cientos de toneladas de bombas quedaron intactas las tumbas de San Benito y Santa Escolástica.
El monasterio quedó reducido a escombros, atestiguándolo incluso la agencia berlinesa Transocean que, en uno de sus cables, decía:
“El monasterio de Montecassino ha sido destruido por las bombas enemigas. El gobierno británico, así como el americano, habían sido informados que no habían posiciones artilleras ni observadores alemanes en el recinto del monasterio.
El informe en cuestión lo había hecho llegar al campo contrario el embajador alemán ante el Vaticano, Ernest von Weizsaecker, sirviéndose de datos facilitados por el mariscal Kesselring. Según éste, el único alemán destacado en la abadía era un soldado de la Feldgendarmerie encargado de vigilar el acceso al recinto religioso convertido, a la sazón, en refugio de los miles de campesinos huidos de las aldeas y pueblos de los alrededores, azotados por la guerra.
El comunicado de guerra aliado del día se refirió a la ‘‘absoluta precisión del bombardeo” y a “las grandes columnas de humo que se elevan de la abadía, a la que hay que considerar como destruida”, añadiendo que “tras el ataque aéreo la artillería anglo—americana de grueso calibre ha abierto el fuego contra el monasterio”.
La United Press, por su parte, precisó que el bombardeo había sido “uno de los más concentrados de la guerra” y Don Campbell, famoso corresponsal de guerra, escribió:
“Nuestros aviadores me refieren que han podido contar centenares de cráteres… El monasterio parece vacilar sobre su base rocosa. Su aspecto cambia de hora en hora”.
Monseñor Curloy, desde Washington, dijo: “Todos los católicos del mundo se darán cuenta de la inevitabilidad del bombardeo americano de Montecassino“, y el comentarista William Steed, desde los micrófonos de Radio Londres, censuró el que algunos católicos se refiriesen al raid calificándolo de “horrible sacrilegio”. En la actitud de estos últimos influyó, sin duda, la postura de “L’Osservatore Romano” que rompiendo con su línea de conducta, favorable a los aliados, calificó el bombardeo de “ofensa irreparable que se ha hecho a la Iglesia y a la civilización”.
Las ordenes de ataque y bombardeo
Tanto Franklin Delano Roosevelt (quien afirmó haberse enterado por los periódicos) como Winston Churchill (quien no quiso hablar del asunto durante mucho tiempo) hicieron descansar la decisión en el alto mando militar, considerada un «crimen de guerra» por los alemanes, un «trágico error» por los norteamericanos y una «necesidad militar» por los británicos.
Según datos recogidos por el investigador Nando Tasciotti, autor de ‘
«Poderosos y hasta ahora inéditos indicios documentales», afirma, sugieren que Churchill «no podía no saber». Es más, entre el 26 de enero y el 14 de febrero, el Primer Ministro intercambió con los generales Alexander y Freyberg al menos 10 telegramas sobre el frente de Cassino y sobre la actividad de las tropas neozelandesas que mandaba este último, el gran partidario del bombardeo.
Horas antes de que despegaran las fortalezas volantes que descargaron su tonelaje explosivo sobre Montecassino, Churchill urgía a Alexander «por qué no se ha lanzado aún el ataque de Freyberg«, entre cuyos planes (que Tasciotti considera que el Primer Ministro no podía desconocer) figuraba como paso «fundamental y preliminar» la eliminación de la posición dominante (por elevada) de la abadía.
Tasciotti, aunque critica a los nazis por incluir la zona de Montecassino en la Línea Gustav que debía parar el asalto a Roma y elogia a los aliados por enfrentarse a Hitler y Mussolini, considera la destrucción de la abadía como una «mancha histórica» de sus dirigentes políticos (Roosevelt y, sobre todo, Churchill), a quienes atribuye sin dudarlo la responsabilidad última de la dramática destrucción.
El testimonio del abad Gregorio Diamare (quien se encontraba en el la abadía junto a su secretario Martino Matronola, Eusebio Grossetti, Oderisio Graziosi, Nicola Clemente, Agostino Saccomanno, Carlomanno Pelagalli, Giacomo Ciaraldi, Pietro Nardone, Romano Coletta, Zaccaria di Raimo, Francesco Falconio y Giuseppe Cianci) confirmó que no había alemanes en la abadía. Los aliados alegaron siempre que había soldados alemanes en el interior. Y ése era el punto sobre el que Pío XII, que negociaba intensamente a tres bandas (Berlín, Washington, Londres) para salvaguardar el monumento, mayor interés tenía en conocer la verdad. Y la supo cuando llegó a Roma el abad Gregorio Diamare: “En nombre de Nuestro Señor Jesucristo declaro que nunca hubieron soldados alemanes en el interior de los muros de Montecassino”.
Según un informe de investigación del autor e historiador Martin Blumenson, los aliados primero arrojaron folletos sobre la Abadía advirtiendo del inminente ataque aéreo. Los folletos decían: «Amigos italianos, hasta el día de hoy hemos hecho todo lo posible para evitar bombardear la abadía. Pero los alemanes se han aprovechado. Ahora que la batalla se ha acercado a vuestros muros sagrados, a pesar de nuestro deseo, tendremos que dirigir nuestra armas contra el monasterio. Abandonadlo inmediatamente. Ponte en un lugar seguro. Nuestra advertencia es urgente».
El mensaje estaba firmado «5° Ejército».
El general de división Francis Tuker abogó por destruir el monasterio, ya que según él podría servir de punto fuerte al enemigo, algo que resultó falso tras no haber sido ocupado por los alemanes.
Tuker no quiso responder a las preguntas de los periodistas, alegando que se hallaba enfermo, pero su mujer declaró: ‘Me ha dicho que aunque él se oponía a un ataque directo de la infantería, no quiere eludir su responsabilidad en el bombardeo. El acepta la mayor parte de la responsabilidad del ataque aéreo, pero la división que mandaba era la que tenía que realizar el ataque definitivo. No dudó, por eso, en ponerse de parte de un bombardeo aéreo, porque la vida de sus hombres estaba en peligro y había que darles mayor protección. Sir Francis entiende que el Papa no comprende la guerra, pues en otro caso no hubiera hecho esos comentarios’.
El 11 de febrero de 1944, el general inglés Harry Kenneth ordenó la destrucción de la abadía.
Un general ha pasado a la historia como convencido asertor de la necesidad de destruir Montecassino: Bernard Freyberg. El comandante del contingente neozelandés, que desde primeros de febrero había tomado posición en el valle del Liri con sus hombres, era muy famoso en Nueva Zelanda, pero incluso quienes admiraban su valor admitían que era incapaz de concebir una estrategia más compleja que la que pueda tener un toro en plena embestida. De modo que estuvo inmediatamente de acuerdo con su superior, Mark Clark, a propósito del plan que preveía la escalada del monte de Montecassino, pese a que hacía ya semanas que este plan sólo estaba causando tremendas pérdidas.
El 12 de febrero Freyberg, por “necesidades militares”, pidió con fuerza el bombardeo del monasterio, amenazando incluso con retirar sus tropas si no se le complacía. Clark no estaba de acuerdo, tanto por motivos políticos como militares, pero su posición era débil.
Por una de esas imponderables paradojas que la historia sabe regalar, precisamente Freyberg, que quiso a toda costa destruir uno de los monumentos más significativos del cristianismo, recuperó a su hijo sano y salvo gracias a la hospitalidad que halló en un monasterio de monjas de Castel Gandolfo, las cuales escondieron a este joven teniente de infantería después de huir de los alemanes, que lo habían capturado en Anzio.
Washington, a las 16.00 horas del mismo día, en Italia ya son más de las 22.00. Han pasado unas doce horas desde el comienzo del bombardeo, y el Presidente de EEUU, Franklin Delano Roosevelt, abre una rueda de prensa con estas palabras: «He leído en los periódicos de la tarde lo del bombardeo de la abadía de Montecassino por parte de nuestras fuerzas. Los corresponsales explicaban muy claramente que el motivo por el que ha sido bombardeada es que los alemanes la utilizaban para bombardearnos a nosotros. Era un fortín alemán, con artillería y todo lo necesario». El presidente estadounidense parece seguro, con la misma seguridad de los periódicos angloamericanos: La Air Force golpea a los nazis en Montecassino, es el título aquel día del New York Times. Roosevelt, quizá, no sabe que recibirá un clamoroso mentís (un hecho que lo contradecirá) de la historia, pero a la fuerza ha de notar algo raro en todo este hecho.
«Los bombardeos de un único objetivo que han tenido más publicidad en la historia», como lo definió el medio Newsweek, era aquel día el título principal de los periódicos de medio mundo. ¿Cuáles iban a ser las consecuencias políticas? ¿Quién iba a ganar la batalla de la propaganda?. Roosevelt distribuyó a los periódicos también una circular del comandante supremo de las fuerzas armadas aliadas en Europa, Dwight D. Eisenhower, que hasta aquel momento era reservada, en la que se explicaba que si durante el avance de las tropas se hubiera tenido que «elegir entre la destrucción de un famoso monumento y el sacrificio de nuestros soldados, entonces la vida de los soldados contará infinitamente más». Pero, explicaba Ike, la decisión no era fácil. Porque detrás de la expresión “necesidad militar” no habían de esconderse ni conveniencias personales, ni relajamiento o indiferencia. Pero era demasiado poco para evitar una recaída negativa en la opinión pública de Europa.
La abadía de Montecassino, que en el pasado había sido destruida tres veces por los bárbaros, por los sarracenos y por un terremoto, ahora había sido arrasada por «judíos y filobolcheviques de Moscú, Londres y Washington», decían. Pero no es suficiente, porque la inteligencia nazi (que según los informes del embajador británico ante el Vaticano, D’Arcy Osborne, ya hacía tiempo que estaba esparciendo la noticia de que había tropas suyas en la abadía, para provocar un bombardeo aliado) lo tiene fácil a la hora de elevar a los alemanes a defensores de la civilización: había sido, en efecto, la división Hermann Göring la que puso a salvo en el Vaticano, en diciembre de 1943, todas las obras de arte de la abadía que podían transportarse, junto con la inmensa biblioteca y sus inestimables códices.
El relato de «pruebas inconfutables» sobre la presencia alemana
El general inglés Henry Maitland Wilson, comandante supremo interaliado en el Mediterráneo, afirmaba que tenía «pruebas inconfutables» de la presencia del enemigo en la abadía antes del bombardeo. Y, cuando el 9 de marzo, el Foreign Office inglés pide a Wilson que dé una explicación al Vaticano, basada en hechos, sobre por qué había sido destruido el monasterio, pese a las amplias garantías dadas a la Santa Sede sobre el respeto hacia la abadía, Wilson confirmó que tenía doce «pruebas inconfutables» sobre el uso militar por parte de los alemanes del monasterio, pero sugirió también que habían de seguir en el secreto, para impedir que los alemanes construyeran después falsas contrapruebas. La promesa fue que las pruebas se le darían al Vaticano a su debido tiempo. Tiempo que no llegaría nunca, hasta el punto de que, incluso después de la guerra, hubo que hacer investigaciones y controvertidos estudios históricos sobre los documentos de los archivos militares para concluir que se trató de un error.
Una de las pruebas inconfutables de Wilson fue dada a conocer tras la guerra por uno de los protagonistas, el capitán David Hunt, ayudante del mariscal de campo británico Harold Alexander, comandante en jefe de los ejércitos aliados en Italia. Hunt contó que, poco después de iniciar el bombardeo, le pasaron la traducción de un mensaje interceptado a los nazis que decía: «Ist der Abt noch im Kloster?», y la respuesta era «Ja». Abt había sido traducido como abreviatura de “sección militar”, por lo que la frase quedaba así: «¿La sección está en el monasterio?», «Sí». También a Hunt le pareció que confirmaba sus sospechas, la clásica “pistola humeante”, que diríamos hoy. Pero Abt significa también abad. Y, sigue contando Hunt, le bastó con seguir leyendo el texto de la interceptación para comprender que los alemanes hablaban de los monjes del monasterio y no de sus tropas. De todos modos, dijo Hunt, era demasiado tarde para detener a los aviones en vuelo. ¿Cómo es posible un error de esta magnitud?. Hay que tener en cuenta también que los servicios secretos muy a menudo ven y oyen lo que creen que más le conviene a quien manda. Así fue también en este caso. No hay más que pensar que después de comenzar el bombardeo, el teniente Herbert Marks, del contraespionaje aliado, que observaba el monasterio con un telescopio, pese a estar comprobado que no había alemanes, afirmó que había visto unos setenta correr desde el pórtico de la abadía hacia el patio. Y un mensaje del V Ejército a las 11.00, después de la primera oleada de B-17, decía: «Doscientos alemanes huyen del monasterio por la carretera».
El Sr. Ryan Warner, historiador del Ala 28 de Bombardeo, dijo que la declaración «pruebas irrefutables» sobre el uso alemán de la abadía fue eliminada del registro oficial en 1961 por la Oficina del Jefe de Historia Militar.
El registro se cambió nuevamente a: «Parece que ninguna tropa alemana, excepto un pequeño destacamento de la policía militar, estaba realmente dentro de la abadía antes del bombardeo».
La corrección final del registro oficial se produjo 5 años después.
«En 1969, la versión oficial se cambió para que dijera: ‘La abadía estaba desocupada por tropas alemanas'», dijo Warner.
El final de la batalla y las ruinas de Montecassino
El 11 de mayo, los polacos tras la habitual barrera artillera se lanzaron al ataque. Ocuparon una cresta a 1500 metros de la abadía (hacia el este) llamada Cresta Fantasma (cota 593). A pesar de las bajas acumuladas y del volumen de fuego, los paracaidistas organizaron un nuevo contraataque obligando al enemigo a (por enésima vez) abandonar su conquista, retrocediendo los polacos con gran número de bajas.
Pero Cassino formaba parte de una línea defensiva, la Línea Gustav, y a pesar de la resistencia de la 1.ª Div. Paracaidista, otras unidades de la Wehrmacht en otros sectores no pudieron resistir lo suficiente. Las 94.ª y 71.ª Divisiones de la Wehrmacht acabaron cediendo y los subsiguientes avances aliados pusieron en grave peligro de quedar cercados a los defensores de Cassino y del monasterio. El 17 de mayo, Kesselring ordenó, satisfecho y orgulloso, que la 1.ª Div. abandonara sus posiciones. La evacuación se hizo de noche y en orden, aunque no pudieron cargar con los heridos.
En la cálida mañana de primavera del 18 de mayo de 1944, la primera infantería polaca exhausta entró en las ruinas desiertas de la abadía de Montecassino. Las diezmadas tropas del general Anders fueron las primeras tropas del 5° Ejército aliado en llegar hasta allí, abriéndose paso entre los cadáveres en descomposición esparcidos por toda la ladera de la montaña.
En quince días el II Cuerpo de Ejército polaco, del general Anders, perdió 281 oficiales y 3.503 soldados, de los cuales la tercera parte cayó en el campo de batalla.
El pueblo de Cassino fue bombardeado en las semanas siguientes hasta tal punto que los tanques americanos no podían avanzar, bloqueados por los socavones de las bombas de sus propios aviones y de sus propias artillerías. Hubo un derroche de recursos económicos infinito. Una colina fue incluso rebautizada como “One-billion hill”, porque los artilleros habían calculado que la muerte de cada soldado enemigo había costado 25 mil dólares en proyectiles. «Quizá habría sido más fácil si esa cifra», escribió amargamente el famoso corresponsal de guerra Ernie Pyle, «se la hubieran ofrecido a los alemanes para que se fueran».
Cementerio Polaco con el monasterio reconstruido al fondo