Por: Byung-Chul Han
Los tiempos en los que existía el otro se han ido. El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy, la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual. La proliferación de lo igual es lo que constituye las alteraciones patológicas de las que está aquejado el cuerpo social. Lo que lo enferma no es la retirada ni la prohibición, sino el exceso de comunicación y de consumo; no es la represión ni la negación, sino la permisividad y la afirmación. El signo patológico de los tiempos actuales no es la represión, es la depresión. La presión destructiva no viene del otro, proviene del interior.
La depresión como presión interna desarrolla unos rasgos autoagresivos. El sujeto que, viéndose forzado a aportar rendimientos, se vuelve depresivo en cierta manera se muele a palos o se asfixia a sí mismo. La violencia del otro no es lo único que resulta destructivo. La expulsión de lo distinto pone en marcha un proceso destructivo totalmente diferente: la autodestrucción. En general impera la dialéctica de la violencia: un sistema que rechaza la negatividad de lo distinto desarrolla rasgos autodestructivos.
A causa de su positividad, el violento poder de lo igual resulta invisible. La proliferación de lo igual se hace pasar por crecimiento. Pero a partir de un determinado momento, la producción ya no es productiva, sino destructiva; la información ya no es informativa, sino deformadora; la comunicación ya no es comunicativa, sino meramente acumulativa.
Hoy, la propia percepción asume la forma de Binge Watching, de «atracones de series». Eso designa el consumo de vídeos y películas sin ninguna limitación temporal. A los consumidores se les ofrece continuamente aquellas películas y series que se ajustan por entero a su gusto, es decir, que les gustan. Se los ceba como a ganado de consumo con lo que siempre vuelve a resultar igual. Los «atracones de series» se pueden generalizar declarándolos el modo actual de percepción. La proliferación de lo igual no es carcinomatosa, sino comatosa. No topa con ninguna defensa inmunológica. Uno se queda mirando la pantalla como un pasmado hasta perder la conciencia.
Lo que provoca la infección es la negatividad de lo distinto, que penetra en una mismidad causando la formación de anticuerpos. El infarto, por el contrario, se explica en función del exceso de lo igual, de la obesidad del sistema: no es infeccioso, sino adiposo. No se generan anticuerpos contra la grasa. Ninguna defensa inmunológica puede impedir la proliferación de lo igual.
La negatividad de lo distinto da forma y medida a una mismidad. Sin aquella se produce una proliferación de lo igual. Lo mismo no es idéntico a lo igual, siempre aparece emparejado con lo distinto. Por el contrario, lo igual carece del contrincante dialéctico que lo limitaría y le daría forma: crece convirtiéndose en una masa amorfa. Una mismidad tiene una forma, un recogimiento interior, una intimidad que se debe a la diferencia con lo distinto. Lo igual, por el contrario, es amorfo. Careciendo de tensión dialéctica, lo que surge es una yuxtaposición indiferente, una masa proliferante de lo indiscernible:
“Lo Mismo solo se deja decir cuando se piensa la diferencia. En el portar a término decisivo de lo diferenciado adviene a la luz la esencia coligante de lo mismo. Lo mismo aleja todo afán de limitarse solo a equilibrar lo diferente en lo igual. Lo mismo coliga lo diferente en una unión originaria. Lo igual, en cambio, dispersa en la insulsa unidad de lo que es uno solo por ser uniforme.”
El terror de lo igual alcanza hoy todos los ámbitos vitales. Viajamos por todas partes sin tener ninguna experiencia. Uno se entera de todo sin adquirir ningún conocimiento. Se ansían vivencias y estímulos con los que, sin embargo, uno se queda siempre igual a sí mismo. Uno acumula amigos y seguidores sin experimentar jamás el encuentro con alguien distinto. Los medios sociales representan un grado nulo de lo social
La interconexión digital total y la comunicación total no facilitan el encuentro con otros. Más bien sirven para encontrar personas iguales y que piensan igual, haciéndonos pasar de largo ante los desconocidos y quienes son distintos, y se encargan de que nuestro horizonte de experiencias se vuelva cada vez más estrecho. Nos enredan en un inacabable bucle del yo y, en último término, nos llevan a una «autopropaganda que nos adoctrina con nuestras propias nociones.
Lo que constituye la experiencia en un sentido enfático es la negatividad de lo distinto y de la transformación. Tener una experiencia con algo significa que eso «nos concierne, nos arrastra, nos oprime o nos anima». Su esencia es el dolor. Pero lo igual no duele. Hoy, el dolor cede paso a ese «me gusta» que prosigue con lo igual.
La información simplemente está disponible. El saber en un sentido enfático, por el contrario, es un proceso lento y largo. Muestra una temporalidad totalmente distinta. Madura. La maduración es una temporalidad que hoy perdemos cada vez más. No se compadece con la política de los tiempos actuales, la cual, para incrementar la eficacia y la productividad, fragmenta el tiempo y elimina estructuras que son estables en el tiempo.
Incluso ese acopio máximo de informaciones que son los macrodatos dispone de un saber muy escaso. Con la ayuda de macrodatos se averiguan correlaciones. La correlación dice: si se produce A, entonces a menudo también se produce B. Pero por qué eso es así no se sabe. La correlación es la forma de saber más primitiva, ni siquiera está en condiciones de averiguar la relación causal, es decir, la concatenación de causa y efecto. Esto es así y punto. La pregunta por el porqué está aquí de más. Es decir, no se comprende nada. Pero saber es comprender. Así es como los macrodatos hacen superfluo el pensamiento. Sin darle más vueltas, nos dejamos llevar por el esto es así y punto.
El pensamiento tiene acceso a lo completamente distinto. Puede interrumpir lo igual. En eso consiste su carácter de acontecimiento. Calcular, por el contrario, es una inacabable repetición de lo mismo. A diferencia del pensamiento, no puede engendrar un estado nuevo. Es ciego para los acontecimientos. Un verdadero pensar, por el contrario, tiene carácter de acontecimiento. «Digital» en francés se dice numérique. Lo numérico hace que todo resulte numerable y comparable. Así es como perpetúa lo igual.
En un sentido enfático, también el conocimiento resulta transformante. Genera un nuevo estado de conciencia. Su estructura se asemeja a la de una redención. La redención hace más que resolver un problema: traslada a los necesitados de redención a un estado óntico completamente distinto.
En Amor y conocimiento, Max Scheler señala que, «de una forma extraña y prodigiosa», San Agustín atribuye a las plantas la necesidad de que los hombres las contemplen, como si gracias a un conocimiento de su ser al que el amor guía ellas experimentaran algo análogo a la redención.
Si una flor tuviera en sí misma su plenitud óntica, no tendría la necesidad de que la contemplaran. Es decir, tiene una carencia, una carencia óntica. La mirada amorosa, ese «conocimiento al que el amor guía», la redime del estado de indigencia, de modo que tal conocimiento viene a ser «análogo a la redención». Conocimiento es redención. El conocimiento entabla una referencia amorosa con su objeto en cuanto distinto. En eso se diferencia de la mera noticia o información, que carece por completo de la dimensión de alteridad.
Al acontecimiento le es inherente una negatividad, pues engendra una relación nueva con la realidad, un mundo nuevo, una comprensión nueva de lo que es. Hace que de pronto todo aparezca bajo una luz totalmente distinta. Ese «olvido del ser» del que habla Heidegger no significa otra cosa que esta ceguera hacia los acontecimientos. Heidegger diría que hoy, el ruido de la comunicación, la tormenta digital de datos e informaciones, nos hace sordos para el callado retumbar de la verdad y para su silente poder violento: «Un estruendo: la verdad misma / se ha presentado entre los hombres, / en pleno / torbellino de metáforas ».
Los comienzos de la revolución digital estuvieron marcados sobre todo por proyectos utópicos. Por ejemplo, Flusser elevó la interconexión digital a la categoría de técnica de la caridad. Según esa noción, ser hombre significa estar conectado con otros. La interconexión digital debe hacer posible una experiencia peculiar de la acogida y la repercusión. Todo vibra junto:
“La red vibra, es un pathos, es una resonancia. Ese es el fundamento de la telemática, esa simpatía y antipatía de la cercanía. Creo que la telemática es una técnica de la caridad, una técnica para realizar el judeocristianismo. La telemática tiene como base la empatía. Destruye el humanismo a favor del altruismo. Ya el mero hecho de que esta posibilidad exista resulta colosal.”
Hoy, la red se transforma en una caja de resonancia especial, en una cámara de eco de la que se ha eliminado toda alteridad, todo lo extraño. La verdadera resonancia presupone la cercanía de lo distinto. Hoy, la cercanía de lo distinto deja paso a esa falta de distancia que es propia de lo igual. La comunicación global solo consiente a más iguales o a otros con tal de que sean iguales.
La cercanía lleva inscrita la lejanía como su contrincante dialéctico. La eliminación de la lejanía no genera más cercanía, sino que la destruye. En lugar de cercanía, lo que surge es una falta total de distancia. Cercanía y lejanía están entretejidas. Una tensión dialéctica las mantiene en cohesión. Esa tensión consiste en que es justamente lo contrario de las cosas, lo distinto de ellas mismas lo que les infunde vida. Una mera positividad, así como la falta de distancia, carecen de esta fuerza vivificante. La cercanía y la lejanía se median dialécticamente igual que lo mismo y lo distinto. Ni la falta de distancia ni lo igual contienen vida.
Esa falta de distancia que es propia de lo digital elimina todas las modalidades de la cercanía y la lejanía. Todo queda igual de cerca e igual de lejos. Rastro y aura. El rastro es la manifestación de una cercanía, por muy lejos que pueda estar aquello que lo deja. El aura es la manifestación de una lejanía, por muy cerca que pueda estar aquello que la irradia.
Al aura le es inherente la negatividad de lo distinto, de lo ajeno, del enigma. La sociedad digital de la transparencia elimina el aura y desmitifica el mundo. La hipercercanía y la sobreiluminación, en cuanto el efecto general que provoca la pornografía, destruyen toda lejanía aureolar, la cual constituye también lo erótico.
En la pornografía todos los cuerpos se asemejan. También se descomponen en partes corporales iguales. Despojado de todo lenguaje, el cuerpo queda reducido a lo sexual, que no conoce ninguna diferencia aparte de la sexual. El cuerpo pornográfico ha dejado de ser escenario, «teatro suntuoso», «la fabulosa superficie de inscripción de los sueños y las divinidades». No narra nada. No seduce. La pornografía lleva a cabo una eliminación de la narrativización y de la expresión lingüística, ya no solo del cuerpo, sino de la comunicación en general. En eso consiste su obscenidad. No es posible jugar con la carne desnuda. El juego necesita una apariencia, una falacia. La verdad desnuda y pornográfica no permite ningún juego, ninguna seducción. También la sexualidad, si se la toma como prestación, reprime toda modalidad lúdica. Se vuelve totalmente maquinal. El imperativo neoliberal de rendimiento, atractivo y buena condición física acaba reduciendo el cuerpo a un objeto funcional que hay que optimizar.
La proliferación de lo igual es una «plenitud en la que solo se transparenta el vacío». La expulsión de lo distinto genera un adiposo vacío de plenitud. Esa hipervisibilidad, esa hipercomunicación, esa hiperproducción, ese hiperconsumo que conducen a un rápido estancamiento de lo igual resultan obscenos. El «enlace de lo igual con lo igual» es obsceno. La seducción, por el contrario, es la «capacidad de arrancarle a lo igual lo que tiene de igual», de hacer que diverja de sí mismo . El sujeto de la seducción es el otro. Su modo es el juego en cuanto modo opuesto al del rendimiento y la producción. Hoy, incluso el juego mismo se transforma en un modo de producción: el trabajo pasa a ser un game.
Anomalisa, la película estadounidense de animación realizada por Charlie Kaufmann, refleja con crudeza el actual infierno de lo igual. La película podría haberse titulado La nostalgia de lo distinto o Alabanza del amor. En el infierno de lo igual ya no resulta posible ningún anhelo de lo distinto. El protagonista, Michael Stone, es un prestigioso autor y orientador motivacional. Su obra más exitosa se titula ¿Cómo puedo ayudarte a ayudarlos? Un típico asesor del mundo neoliberal. En todas partes celebran su libro porque incrementa considerablemente la productividad.
A pesar de su éxito, Michael cae en una grave crisis existencial. Se ve solitario, aburrido, desilusionado, desorientado, perdido en una sociedad de consumo y rendimiento vacía de sentido, monótona y pulimentada. En ella todos los hombres tienen un rostro igual y hablan con una voz igual. La voz del taxista, de la cocinera o del gerente del hotel es idéntica a la de su esposa o a las de sus antiguas amantes. El rostro de un niño no se distingue del de una persona mayor. Los clones pueblan un mundo en el que, paradójicamente, todos pretenden ser distintos de los demás.
Michael va a Cincinnati a dar una conferencia. En el hotel oye una voz de mujer que suena totalmente distinta. Llama a la puerta de la habitación en la que supone que está ella. La encuentra. Para sorpresa suya, ella lo reconoce: ha viajado hasta Cincinnati para asistir a su conferencia. Se llama Lisa. No solo tiene una voz distinta, sino también un rostro distinto. Pero ella se considera a sí misma fea, porque su rostro difiere del rostro optimizado y uniforme de los demás. También es rolliza y tiene una cicatriz en la mejilla que trata de ocultar con su pelo. Michael se enamora de ella, de su voz distinta, de su alteridad, de su anomalía. En el éxtasis amoroso la llama «Anomalisa». Pasan la noche juntos. En una pesadilla, a Michael lo persiguen unas empleadas del hotel que parecen iguales y que quieren tener sexo con él. Atraviesa un infierno de lo igual.
Mientras está desayunando con ella, para horror suyo la voz de Lisa se asemeja cada vez más a esa voz uniforme que tienen todos. Regresa a casa. Por todas partes el desierto de lo igual. Su familia y sus amigos lo reciben. Pero él no puede diferenciarlos. Todos son iguales entre sí. Totalmente desconcertado se sienta frente a una vieja muñeca sexual japonesa que ha comprado para su hijo en una tienda de artículos sexuales. Ella tiene la boca muy abierta, solícitamente dispuesta a hacer una felación.
En la última escena, Lisa confirma su amor a Michael, como si viniera de un mundo que parece haber sido liberado del hechizo de lo igual y en el que cada uno recobra su propia voz y su propio rostro. Lisa cuenta de pasada que, en japonés, Anomalisa significa «diosa del cielo». Anomalisa es el otro por antonomasia que nos redime del infierno de lo igual. Ella es el otro en cuanto eros.
En aquel infierno de lo igual los hombres no son otra cosa que muñecos manejados a distancia. Por eso es lógico que la película no se rodara con actores, sino con muñecos. Las fisuras delatoras en su rostro le permiten adivinar a Michael que él mismo no es más que un muñeco. En una escena se le desprende una pieza del rostro. Sostiene en la mano la pieza bucal que se ha desprendido y que empieza a parlotear automáticamente. Se horroriza de ser un muñeco. Las palabras de Büchner podrían haber servido muy bien como lema de la película: «Somos muñecos cuyos alambres mueven unos poderes desconocidos. ¡No somos nosotros mismos! ¡No somos nada!».