FILE PHOTO: Saudi Crown Prince Mohammed bin Salman meets with Greek Prime Minister Kyriakos Mitsotakis (not pictured) at the Maximos Mansion in Athens, Greece, July 26, 2022. REUTERS/Louiza Vradi/File Photo
Según versiones difundidas en medios deportivos y programas de alto impacto en España, el entorno del príncipe habría explorado la posibilidad de una oferta cercana a los 10.000 millones de euros por el FC Barcelona, una cifra sin precedentes en la historia del fútbol.
No obstante, la operación es jurídicamente inviable en su forma clásica. El Barcelona es una asociación civil sin fines de lucro, propiedad de sus socios, lo que impide una compra directa por parte de un inversor externo. Desde la propia dirigencia azulgrana se ha filtrado que el club “no está en venta”, y que cualquier intento de privatización chocaría con los estatutos y con una fuerte resistencia social e identitaria.
Lejos de una adquisición total, el interés saudí —si existe— apunta a áreas estratégicas del negocio del club. En particular, se menciona la posibilidad de inversiones en Barça Media y Barça Studios, activos digitales clave para el futuro económico del club, patrocinios de largo plazo, similares a los que ya sostienen a clubes ingleses, participación indirecta en derechos comerciales, marketing global y expansión en Asia y Medio Oriente.
Estas fórmulas permitirían influir sin “poseer”, una estrategia que Arabia Saudita ya ha aplicado en otros ámbitos deportivos internacionales.
Un club debilitado y una tentación constante
El contexto financiero del Barcelona explica por qué el rumor encuentra terreno fértil. El club arrastra una deuda estructural millonaria superior a los 2.500 millones de euros, un monto difícil de afrontar en el corto plazo, ha comprometido ingresos futuros mediante las llamadas “palancas económicas” y depende cada vez más de capital externo para sostener su competitividad deportiva.
En ese escenario, una oferta descomunal funciona como espejismo y presión: no tanto para vender, sino para reconfigurar alianzas, justificar decisiones impopulares o preparar el terreno para una mayor apertura al capital extranjero. La cifra impacta, aunque el marco legal la vuelva impracticable.
Incluso si la venta nunca se concreta, el solo hecho de que el nombre del FC Barcelona circule en los despachos del poder saudí tiene un valor simbólico enorme.
Así, el Barcelona se suma —aunque sea desde el rumor— a una lista de clubes históricos interpelados por una nueva geopolítica del deporte, donde los Estados no democráticos ya no solo financian, sino que aspiran a moldear el imaginario cultural europeo a través del fútbol, que se ha convertido en un espacio privilegiado para la expansión del poder financiero y simbólico del mundo árabe.
Los precedentes: clubes europeos bajo control árabe
No se trata de un episodio aislado ni de una extravagancia pasajera. Desde hace más de una década, fondos soberanos y magnates de Medio Oriente han ingresado de manera decisiva en clubes históricos del continente, transformando no solo el mercado deportivo, sino también el equilibrio político y cultural del fútbol.
El caso más paradigmático es el del Paris Saint-Germain, adquirido en 2011 por Qatar Sports Investments, un brazo directo del Estado qatarí. Desde entonces, el PSG pasó de ser un club relevante a convertirse en una herramienta global de soft power, asociada al Mundial de Qatar 2022 y a la proyección internacional del emirato.
Algo similar ocurrió con el Manchester City, comprado en 2008 por Sheikh Mansour bin Zayed Al Nahyan, miembro de la familia real de Abu Dhabi. El club inglés no solo fue transformado en una potencia deportiva, sino que se integró en una red global de clubes (City Football Group), una estructura empresarial sin precedentes en el fútbol.
En 2021, Arabia Saudita dio un paso decisivo con la compra del Newcastle United a través del Public Investment Fund (PIF), el fondo soberano controlado por el Estado saudí. A pesar de las denuncias por violaciones a los derechos humanos, la operación fue aprobada por la Premier League, evidenciando la primacía del dinero sobre cualquier escrúpulo ético.
Otros ejemplos menos rimbombantes, pero igualmente significativos, incluyen al Málaga CF (Qatar), inversiones en clubes belgas, franceses e italianos, y una presencia creciente en patrocinios, derechos televisivos y academias juveniles.
Para los Estados del Golfo, el fútbol europeo no es solo un negocio rentable. Es, sobre todo, una plataforma de legitimación internacional, una forma de lavar imagen, construir influencia cultural y asociarse con valores positivos como la competencia, el mérito y la pasión popular.
Este fenómeno, conocido como sportswashing, permite a regímenes autoritarios reformular su narrativa global mientras mantienen intactas sus estructuras internas de poder. Europa, consciente de ello, mira hacia otro lado.
Islam, deporte e hipocresía occidental
Aquí emerge una de las contradicciones más profundas del discurso europeo contemporáneo. Mientras una parte de la política y los medios occidentales alertan sobre la “injerencia musulmana” o el “avance del Islam” en Europa, los mismos Estados, ligas y federaciones abren sin resistencia las puertas al capital proveniente de países islámicos.
Se condena al inmigrante, pero se celebra al inversor. Se estigmatiza al refugiado, pero se aplaude al jeque.
Muchos de esos migrantes huyen precisamente de conflictos, desestabilizaciones y crisis geopolíticas en las que potencias occidentales han tenido responsabilidad directa, ya sea mediante intervenciones militares, apoyo a dictaduras o saqueo económico. Sin embargo, cuando el dinero árabe llega en forma de inversiones deportivas, deja de ser “una amenaza cultural” y pasa a ser bienvenido, necesario y celebrado.
El fútbol, históricamente uno de los últimos espacios de identidad popular europea, se ha transformado en un mercado global donde la soberanía simbólica se negocia en dólares y petrodólares. El rechazo a la “venta” del FC Barcelona por parte de sus socios contrasta con una tendencia generalizada que parece irreversible.
El problema no es el origen del dinero, sino la doble vara moral. Europa critica al Islam como cultura, pero depende del capital de países islámicos para sostener sus industrias más lucrativas, incluido el deporte.
Cuando la tradición se subordina al dinero
Uno de los signos más visibles de la penetración del capital árabe en el fútbol europeo no está en la compra directa de clubes, sino en algo quizá más simbólico: el traslado de competiciones nacionales fuera del propio país. En el caso de España, el ejemplo más contundente es la Supercopa de España, que desde 2020 se disputa regularmente en Arabia Saudita.
El acuerdo, firmado entre la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) y autoridades saudíes, implica millones de euros por edición, en un formato de “Final Four” diseñado tanto para el espectáculo televisivo como para maximizar ingresos. Lo que durante décadas fue un torneo menor, jugado en suelo español, se transformó en un evento exportado al Golfo Pérsico, bajo estrictas condiciones políticas y culturales impuestas por el país anfitrión.
Arabia Saudita no eligió la Supercopa española al azar. Con Real Madrid, Barcelona y Atlético de Madrid como protagonistas frecuentes, el torneo ofrece audiencias globales, marcas históricas del fútbol europeo, una asociación directa con la élite deportiva occidental.
Para Riad, es una operación de legitimación internacional; para la RFEF, una inyección financiera difícil de rechazar. Las críticas por derechos humanos, restricciones a mujeres o libertades civiles quedaron subordinadas al contrato.
¿Y la Copa del Rey? La línea que aún no se cruzó
A diferencia de la Supercopa, la final de la Copa del Rey sigue disputándose en España, en sedes nacionales como Sevilla, Madrid o Valencia. Sin embargo, la idea de llevarla al exterior ha sido mencionada informalmente en más de una ocasión, especialmente en contextos de crisis financiera o renegociaciones comerciales.
El solo hecho de que esa posibilidad exista en el debate público marca un cambio de época. La Copa del Rey, uno de los torneos más antiguos de Europa, ya no se percibe únicamente como patrimonio cultural, sino también como activo exportable.
No es Arabia Saudita la que impone esta lógica: es Europa la que la acepta. La Supercopa en el Golfo no es una anomalía, sino un ensayo general de un modelo donde la tradición se desplaza, el hincha queda relegado y el fútbol se convierte en mercancía diplomática.
Así como se critica la “influencia islámica” en el discurso político, se normaliza que los símbolos del deporte europeo viajen al corazón del mundo árabe. No hay rechazo cuando el Islam aparece como cheque, solo cuando aparece como persona.
La pelota rueda donde paga mejor. Y España ya eligió jugarla en el desierto.




