Europa ha muerto. Europa sigue muerta y nosotros la hemos matado.
El único lugar de identificación colectiva al que, acaso, pudiéramos llamar hogar, desaparece a pasos atropellados y sus instituciones civiles se ven desintegradas. La doctrina autoinculpatoria de quien se piensa heredero de los peores desmanes de la humanidad se ha convertido en una profecía: Europa ha perdido la fe en sus creencias, en sus tradiciones y en su legitimidad.
El resbaladizo tópico de la cultura y la identidad no permite un abordaje crítico sin ser enterrado bajo el sumidero del ‘racismo’ y la ‘xenofobia’. Está en juego la sensibilidad de un colectivo extranjero muy orgulloso de sí mismo, así que el silencio es preferible. Sin embargo, veo ineludible afirmar que la islamización del viejo continente tiene unas consecuencias devastadoras para sostener una sociedad habitable. Acerquemos la lupa a los hechos.
Si el Instituto Demográfico de Viena afirma que, surcando la mitad del siglo, más de un 50% de menores austríacos serán musulmanes, el secuestro de la queja es preferible a enfrentar el problema. Y parece ser, a su vez, que antes de alertar a España por tener un índice de reemplazamiento poblacional autóctono del 1’4%, mientras que su población arábica crece al 9’1%, lo idóneo es asegurarse que el herido no escupa su sangre.
No menos alarmante parece ser que 23 de 33 distritos londinenses hayan convertido en una minoría residual a su población británica, ni que, en esa misma ciudad, una encuesta revelara que el 0% de musulmanes interrogados considera moralmente aceptable la homosexualidad (Gallup: 2009) y que el 52% de esa misma muestra migratoria creyera válida su ilegalización (Gallup: 2016). En un mismo sentido, mejor ignorar que Inglaterra se haya convertido en un hervidero de mujeres mutiladas, 74.000 en cifras brindadas por la Asociación Médica Británica en 2006. No parece ser, tampoco, razón de optimismo que un 27% de musulmanes residentes en esa nación creyera venerable el atentado contra la revista Charlie Hebdo en enero de 2015 (BBC Radio 4). Asimismo, la comunidad europea tendrá que soportar que Suecia se haya convertido en el segundo país del mundo en violaciones per cápita, y sólo detrás de Lesotho, que apuesto que muchos se percataron de su existencia a raíz de este artículo. No es para el país nórdico un hecho soslayable que, mientras en 1975 se produjeron 421 violaciones, en el 2014 aumentaron hasta las 6.620 reportadas por su policía.
Que, por ir concluyendo, el año nuevo 2015/2016 celebrado en Alemania, pasara a la posteridad por ser la fecha en que 1.000 inmigrantes de origen norafricano violaron y torturaron mujeres en la ciudad de Colonia no es, ni para Angela Merkel ni para su séquito de legisladores, un acontecimiento que merezca un par de segundos de reflexión.
Estos sucesos, e incontables guardados para mejor crónica, no van a causar otra impresión que el rechazo y la marginación contra aquellos que lo denuncien.
Para el momento en que haya terminado el ciclo de las personas hoy vivas en el continente, Europa habrá desaparecido y, bajo sus escombros, algunos bienpensantes comenzarán a considerar el asunto, mientras la Ley Sharia se haya convertido en un marco legal para sus nuevos ciudadanos. Este es el precio a pagar. Notemos la peligrosa presunción de nuestras clases políticas: toda cultura merece ser reivindicada, excepto Europa, que debe ser un lugar para el mundo. Ese lugar superado y desintegrado, al que solo le espera una muerte anunciada.