«La Ciencia en ningún momento está totalmente en lo cierto, pero rara vez está completamente equivocada y tiene en general mayores posibilidades de estar en lo cierto que las teorías no científicas.» –Bertrand Russell
Artículo del filósofo, matemático, lógico y escritor británico ganador del Premio Nobel de Literatura Bertrand Russell, publicado en su libro «La perspectiva científica»
Por: Bertrand Russell
EL conocimiento que poseemos es, o conocimiento de hechos particulares, o conocimiento científico. Los detalles de la historia y geografía quedan apartados de la ciencia, en cierto modo; esto es, son presupuestos por la ciencia y forman la base sobre la que se levanta aquélla. Los detalles que son exigidos en un pasaporte, como el nombre, fecha de nacimiento, color de los ojos de los abuelos, etc., son hechos brutos; la existencia pasada de César y Napoleón, la existencia actual de la Tierra y el Sol y de otros cuerpos celestes, pueden también considerarse como hechos brutos. Es decir, que la mayoría de nosotros los acepta como tales; pero, hablando exactamente, implican consecuencias que pueden ser o no correctas. Si un muchacho que aprende Historia rehusase creer en la existencia de Napoleón, sería probablemente castigado, lo que para un pragmatista podría constituir prueba suficiente de que existió dicho personaje. Pero si el muchacho no fuese pragmatista podría reflexionar que, si su maestro tuviese alguna razón para creer en Napoleón, podía haberla expuesto. Muy pocos profesores de Historia, a mi juicio, serían capaces de presentar un argumento aceptable en demostración de que Napoleón no es un mito. No digo que no existan tales argumentos; sólo afirmo que la mayoría de la gente no sabe cómo son. Es claro que si se ha de creer algo que no conozcamos por experiencia propia, habrá alguna razón para creerlo. Generalmente, la razón es la autoridad. Cuando se propuso por vez primera establecer laboratorios en Cambridge, el matemático Todhunter objetó que era innecesario para los estudiantes ver realizados los experimentos, ya que los resultados podían ser atestiguados por sus profesores, todos ellos hombres de la más alta autoridad y muchos de ellos clérigos de la Iglesia de Inglaterra. Todhunter consideraba que el argumento de la autoridad bastaba. Pero todos nosotros sabemos cuán frecuentemente ha resultado equivocada la autoridad. Es cierto que la mayoría de nosotros debemos depender inevitablemente de ella, para la mayoría de nuestro conocimiento. Acepto, basado en la autoridad, la existencia del Cabo de Hornos; y es, desde luego, imposible que cada uno de nosotros pueda comprobar todos los detalles geográficos. Pero es importante que exista la oportunidad de la verificación y que su necesidad ocasional sea reconocida.
Volvamos a la Historia. A medida que retrocedemos en el pasado, la duda crece sin cesar. ¿Existió Pitágoras? Probablemente. ¿Existió Rómulo? Probablemente no. ¿Existió Remo? Casi es cierto que no. Pero la diferencia entre la prueba para Napoleón y la prueba para Rómulo apenas existe. Hablando con rigor, ni la una ni la otra pueden ser aceptadas como un hecho evidente, ya que ninguna de las dos cae dentro de nuestra experiencia directa.
¿Existe el Sol? La mayoría de la gente diría que el Sol entra en el campo de nuestra experiencia directa en un sentido que no cabe aplicar a Napoleón. Pero al pensar así resultarían equivocados. El Sol está separado de nosotros por el espacio mientras Napoleón lo está por el tiempo. El Sol, como Napoleón, sólo es conocido por nosotros a través de sus efectos. La gente dice que ve el Sol; pero esto sólo significa que algo ha viajado a través de los ciento cincuenta millones de kilómetros del espacio y producido un efecto en la retina, en el nervio óptico y en el cerebro. Este efecto, que tiene lugar donde nos encontramos, no es ciertamente idéntico al Sol, tal como lo comprenden los astrónomos. En realidad, el mismo efecto podría ser producido por otros medios; en teoría, un globo caliente de metal fundido podría ser colgado en una posición tal, que para un observador determinado pareciese precisamente el Sol. El efecto para el observador podría confundirse con el efecto que el Sol produce. El Sol, por consiguiente, es una inferencia a partir de lo que vemos, y no es el trozo real brillante que percibimos inmediatamente.
Es característico del progreso de la ciencia el hecho de que cada vez resulte ésta menos hecha de datos y más y más de deducción. Esta deducción es enteramente inconsciente, excepto en aquellos que se han encontrado a sí mismos en el escepticismo filosófico; pero no debemos suponer que una deducción inconsciente sea necesariamente válida. Los niños creen que hay otro niño al otro lado del espejo, y aunque no han llegado a esta conclusión por un proceso lógico, es, sin embargo, equivocada. Muchas de nuestras deducciones inconscientes, que son, en realidad, reflejos condicionados, adquiridos en la primera infancia, resultan muy dudosas tan pronto como se someten a un escrutinio lógico. La física ha sido impulsada por sus propias necesidades a tomar en consideración algunos de estos prejuicios injustificables. El hombre corriente piensa que la materia es sólida; pero el físico piensa que es una onda de probabilidad, que ondula en la nada. Dicho brevemente: la materia en un lugar determinado es definida como la probabilidad de ver en ese lugar un fantasma. Por el momento, sin embargo, no me ocuparé de estas especulaciones metafísicas, sino sólo de los rasgos del método científico que han dado origen a ellas. Las limitaciones del método científico se han hecho mucho más palpables en años recientes de lo que hasta ahora lo habían sido. Se han hecho más evidentes en física, que es la más avanzada de las ciencias, y hasta el momento estas limitaciones han tenido poco efecto en otras ciencias. Sin embargo, ya que el término teórico de toda ciencia es ser absorbida por la física, no es probable que nos extraviemos si aplicamos a la ciencia en general las dudas y dificultades que han resultado manifiestas en la esfera de la física.
Las limitaciones del método científico pueden ser clasificadas en tres grupos: 1), la duda respecto a la validez de la inducción; 2), la dificultad de sacar inferencias de lo que ha sido experimentado a lo que no lo ha sido, y 3), aun admitiendo que pueda haber inferencia a lo que no ha sido experimentado, subsiste el hecho de que tal inferencia puede ser de un carácter extremadamente abstracto, y dé, por consiguiente, menos información de la que resulta cuando se emplea el lenguaje ordinario.
1) Inducción. —Todos los argumentos inductivos en último extremo se reducen en sí mismos a la forma siguiente: «Si esto es verdad, aquello es verdad; ahora bien, aquello es verdad, luego esto es verdad». Este argumento es, naturalmente, sofístico del todo. Suponed que yo dijese: «Si el pan es una piedra y las piedras son alimenticias, entonces el pan me alimentará; ahora bien, este pan me alimenta, por consiguiente es una piedra, y las piedras son alimenticias». Si yo defendiese argumento parecido, sería tomado por tonto, y, sin embargo, no sería fundamentalmente diferente de los argumentos en que se basan todas las leyes científicas. En ciencia siempre argüimos que puesto que los hechos observados obedecen a ciertas leyes, otros hechos en la misma región obedecerán a las mismas leyes. Podemos verificar esto subsiguientemente en una región mayor o menor; pero su importancia práctica está siempre en aquellas regiones donde aún no ha sido verificado. Hemos comprobado las leyes de la estática, por ejemplo, en innumerables casos, y las utilizamos al construir un puente; respecto a éste, no son comprobadas hasta que vemos que el puente se sostiene; pero su importancia radica en que nos capacitan para predecir de antemano que el puente se tendrá en pie. Es fácil ver por qué pensamos que el puente se tendrá erguido; se trata sencillamente de un ejemplo de los reflejos condicionados de Pavlov, que nos impulsan a esperar todas las combinaciones que hemos experimentado frecuentemente en el pasado. Pero si hay que cruzar un puente en un tren, no le consuela al viajero el saber por qué el ingeniero piensa que es un buen puente; lo importante es que sea un buen puente, y esto requiere que sea válida su inducción de las leyes de la estática en casos observados a las mismas leyes en casos no observados.
Ahora bien; desgraciadamente, nadie hasta ahora ha presentado ninguna buena razón para suponer que esta clase de inferencia sea buena. Hume hace cerca de doscientos años arrojó dudas sobre la inducción, como, en realidad, sobre muchas otras cosas. Los filósofos se indignaron e inventaron refutaciones contra Hume, que fueron aceptadas a causa de su extremada oscuridad. Durante mucho tiempo los filósofos procuraron ser ininteligibles, pues de otro modo todo el mundo se hubiera apercibido de su fracaso al contestar a Hume. Es fácil inventar una metafísica que tenga como consecuencia hacer válida la inducción y muchos hombres lo han hecho; pero no han presentado ninguna razón para creer en su metafísica, excepto que era agradable. La metafísica de Bergson, por ejemplo, es indudablemente agradable; como los cócteles, nos permite ver el mundo en una unidad, sin distinciones bien marcadas, y todo ello con deleitosa vaguedad. Pero no tiene mejores títulos que los cócteles para ser incluida en la técnica de la persecución del conocimiento. Puede haber razones válidas para creer en la inducción, y en calidad, nadie puede dudar de ello; pero hay que convenir que, en teoría, la inducción sigue siendo un problema de lógica no resuelto. Como esta duda, sin embargo, afecta prácticamente al conjunto de nuestro conocimiento, debemos prescindir de ella, y dar por sentado pragmáticamente que el procedimiento inductivo, con la adecuada cautela, es admisible.
2) Inferencias de lo que no está experimentado. —Como observábamos antes, lo que en realidad es experimentado es mucho menos de lo que podría suponerse generalmente. Podéis decir, por ejemplo, que veis a un amigo, el señor Jones, paseando por la calle; pero no es lícito hacer esta afirmación así en absoluto. Lo que veis es una sucesión de imágenes coloreadas que se mueven sobre un fondo estacionario. Estas imágenes, por medio de los reflejos condicionados de Pavlov, traen a nuestro cerebro la palabra «Jones», y por eso decís que veis a Jones. Pero otras personas, mirando desde sus ventanas con diferentes ángulos, verán algo diferente, debido a las leyes de perspectiva; por consiguiente, si todos ven a Iones, debe de haber tantos Jones diferentes como espectadores hay, y si hay un solo Jones verdadero, la vista del mismo no es permitida a nadie. Si aceptamos por un momento la verdad del hecho que nos proporciona la física, explicaremos lo que llamáis «ver a Jones», con los siguientes términos: Pequeños conglomerados de luz, llamados «quanta de luz», salen disparados del sol, y algunos de ellos logran llegar a una región en donde existen átomos de un cierto género, que forman la cara, las manos y la vestimenta de Jones.
Estos átomos no existen por sí mismos, sino que son sencillamente una manera compendiada de aludir a acaecimientos posibles. Algunos de los quanta luminosos, cuando chocan con los átomos de Jones, trastornan su economía interna, Ello es causa de que resulte su piel tostada por el sol y se produzca vitamina D. Otros son reflejados, y de éstos, algunos penetran por vuestros ojos. Allí causan una alteración complicada de los bastoncillos y los conos, que a su vez engendra una corriente a lo largo del nervio óptico. Cuando esta comente alcanza el cerebro, produce un resultado. El resultado que produce es lo que llamáis «ver a Jones». Como es evidente por esta exposición, la conexión entre el «ver a Jones» y Jones es una conexión causal, remota e indirecta. El verdadero Jones, mientras tanto, permanece envuelto en el misterio. Puede estar pensando en su comida o en cómo se le ha ido destrozando la ropa o en el paraguas que ha perdido; estos pensamientos son Jones; pero no son lo que veis. Decir que veis a Jones no es más correcto que lo sería la afirmación de que una pared de vuestro jardín os ha golpeado, porque habéis recibido el golpe de rebote de una pelota lanzada contra dicha pared. En el fondo, los dos casos se parecen mucho.
Por eso nunca vemos lo que pensamos que vemos. ¿Hay alguna razón para pensar que lo que pensamos que vemos existe, aunque no lo veamos? La ciencia siempre se ha enorgullecido de ser empírica y de creer únicamente lo que puede ser verificado. En éste caso podéis comprobar en vosotros mismos esos sucesos que llamáis «ver a Jones», pero no podéis comprobar al propio Jones. Podéis oír sonidos que llamáis Jones, hablándole; podéis experimentar sensaciones de tacto que llamáis Jones, dándole golpes. Si Jones no ha tomado últimamente un baño, podéis también percibir sensaciones olfativas, cuyo origen atribuís a Jones. Si habéis quedado impresionados por este argumento, podéis dirigiros a él como si estuviera en el otro extremo de un teléfono y preguntar: «¿Está usted ahí?». Y oiréis subsiguientemente las palabras: «Sí, idiota, ¿no me está usted viendo?». Pero si tomáis esto como una evidencia de estar él allí, habéis equivocado la punta del argumento. La punta es que Jones es una hipótesis conveniente, por medio de la cual algunas de vuestras propias sensaciones pueden ser reunidas en un haz; pero lo que en realidad las hace aparecer juntas no es su común origen hipotético, sino ciertas semejanzas y afinidades causales que tienen unas con otras. Estas subsisten, aunque su común origen sea imaginario. Si veis a un hombre en el cine, sabéis que no existe fuera de la pantalla, aunque suponéis que hubo un original que existió continuamente. Pero ¿por qué habéis de hacer esta suposición? ¿Por qué no ha de ser Jones como el hombre que veis en el cine? Puede ser que Jones se enoje con vosotros si le sugerís tal idea; pero será incapaz de refutarla, ya que no puede daros ninguna experiencia de lo que está haciendo cuando vosotros no lo experimentáis.
¿Hay algún medio de probar que existen sucesos distintos de aquellos que uno mismo experimenta? Esta es una cuestión de cierto interés emocional; pero el físico teórico de nuestros días la consideraría sin importancia. «Mis fórmulas —diría— se limitan a proporcionar leyes causales que conectan mis sensaciones. En la exposición de estas leyes causales puedo emplear entidades hipotéticas; pero la cuestión de si estas entidades son algo más que hipotéticas, no viene a cuento, toda vez que cae fuera de la esfera de la posible verificación». En caso necesario, puede admitir que otros físicos existen, ya que desea utilizar los resultados por ellos obtenidos, y habiendo admitido a los físicos, puede ser conducido por urbanidad a admitir también a estudiosos de otras ciencias. Puede, en efecto, formar un argumento por analogía, para demostrar que así como su cuerpo está ligado con sus pensamientos, así los cuerpos que se parecen al suyo están ligados probablemente con pensamientos. Cabe discutir la fuerza que haya en este argumento; pero, aunque se admita, no nos permite concluir que el sol y las estrellas existen, o en general, una materia inanimada.
Estamos, en efecto, en una posición parecida a la de Berkeley, según el cual sólo existen los pensamientos. Berkeley salvó el universo y la permanencia de los cuerpos, considerándolos como pensamientos de Dios; pero esto sólo fue la realización de un deseo, no un razonamiento lógico. Sin embargo, como Berkeley era obispo e irlandés, no debemos ser muy severos con él. El hecho es que la ciencia camina cargada con gran cantidad de lo que Santayana llama «fe animal», que es, en realidad, el pensamiento dominado por el principio del reflejo condicionado. Esta fe animal es la que capacita a los físicos para creer en el mundo de la materia. Gradualmente se han ido haciendo traidores, romo los hombres que al estudiar la historia de los reyes se lineen republicanos. Los físicos de nuestros días no creen ya en la materia. Esto, en sí mismo, no sería, sin embargo, una gran pérdida, suponiendo que pudiésemos aún tener un mundo externo grande y variado; pero, desgraciadamente, no nos han proporcionado ninguna razón para creer en un mundo externo no material.
El problema no lo es esencialmente para el físico, sino para el lógico. Es en el fondo sencillo, a saber: ¿hay siempre circunstancias tales que nos permitan inferir de una serie de hechos conocidos, que algún otro hecho ha ocurrido, está ocurriendo u ocurrirá? O si no podemos hacer tal inferencia con certidumbre, ¿podemos siempre hacerla con algún grado alto de probabilidad, o, en todo caso, con una probabilidad mayor que media? Si la respuesta a esta cuestión es afirmativa, es justificado el creer en la ocurrencia de hechos que no hemos experimentado personalmente. Si la contestación es negativa, nunca puede estar justificada nuestra creencia. Los lógicos apenas han considerado nunca esta cuestión en su desnuda sencillez y no conozco ninguna respuesta clara a ella. Hasta que se presente una contestación, en un sentido o en otro, la cuestión queda en pie, y nuestra fe en el mundo externo debe ser meramente «fe animal».
3) Lo abstracto de la física. —Aun concediendo que el sol, las estrellas y el mundo material, en general, no son una ficción de nuestra imaginación, o una serie de coeficientes convenientes en nuestras ecuaciones, lo que puede decirse sobre ellos es extraordinariamente abstracto, mucho más que lo que resulta del lenguaje empleado por los físicos cuando pretenden ser inteligibles. El espacio y el tiempo de que ellos se ocupan no es el espacio y el tiempo de nuestra experiencia. Las órbitas de los planetas no se parecen a las elipses gráficas que vemos dibujadas en las cartas del sistema solar, excepto en ciertas propiedades enteramente abstractas. Es posible que la relación de contigüidad que ocurre en nuestra experiencia pueda ser extendida a los cuerpos del mundo físico, pero otras relaciones conocidas en la experiencia no son conocidas en el mundo físico. Lo más que puede ser conocido, y eso sólo desde un punto de vista hasta halagüeño, es que existen ciertas relaciones lógicamente abstractas con las que comparten ciertas características lógicamente abstractas con las relaciones que nosotros conocemos. Las características que comparten son aquellas que pueden ser expresadas matemáticamente, no aquellas que las distinguen imaginativamente de otras relaciones. Tomad, por ejemplo lo que hay de común entre un disco de gramófono y la música que produce; las dos cosas comparten ciertas propiedades estructurales, que pueden ser expresadas con términos abstractos; pero no comparten ninguna propiedad que sea perceptible por los sentidos. En virtud de su similaridad estructural, el uno puede producir la otra. Análogamente, un mundo físico que comparta la estructura de nuestro mundo sensible puede producirlo, aunque no se le parezca en nada más que en la estructura. Por eso, a lo mejor, sólo podemos conocer respecto al mundo físico propiedades como las que tienen en común el disco de gramófono y la música. El lenguaje ordinario es del todo inadmisible para expresar lo que la física afirma realmente, ya que las palabras de uso corriente no son suficientemente abstractas. Sólo las matemáticas y la lógica matemática pueden decir algo de lo que el físico quiere decir. Tan pronto como traduce en palabras sus símbolos dice inevitablemente algo demasiado concreto, y da a sus lectores la grata impresión de algo imaginable e inteligible, impresión que es mucho más agradable que lo que está tratando de comunicar.
Mucha gente tiene una aversión apasionada a la abstracción; principalmente, a mi juicio, por su dificultad intelectual. Pero como no quieren dar esta razón, inventan otras de todas clases que suenan majestuosamente. Dicen que toda realidad es concretar y que al hacer abstracciones desatendemos lo esencial. Dicen que toda abstracción es falsificación, y que tan pronto como alguien ha desatendido algún aspecto de algo actual se ha expuesto al riesgo de errar al argüir sólo con los aspectos restantes. Los que argumentan de este modo están, en realidad, interesados en asuntos distintos de los que interesan a la ciencia. Desde el punto de vista estético, por ejemplo, la abstracción es probablemente desconcertante. La música puede ser bonita, mientras el disco de gramófono es estéticamente nulo; desde el punto de vista de la visión imaginativa, tal como un poeta épico podría desearla al escribir la historia de la creación, el conocimiento abstracto proporcionado por la física no es satisfactorio. El poeta desea saber lo que Dios contempló cuando miró al mundo y vio que era bueno; no puede quedar satisfecho con fórmulas que dan las propiedades lógicamente abstractas de las relaciones entre las partes diferentes de lo que Dios vio. Pero el pensamiento científico es distinto de esto. Es esencialmente un pensamiento-poder; es esa clase de pensamiento, por así decirlo, cuyo propósito, consciente o inconsciente, es conferir poder a su poseedor. Ahora bien, el poder es un concepto causal, y para obtener poder sobre un material dado, sólo se necesita conocer las leyes causales, a las que está sometido. Esta es una cuestión esencialmente abstracta, y cuantos más detalles impertinentes podamos omitir de nuestra esfera, tanto más poderosos se harán nuestros pensamientos. Lo mismo puede decirse en la esfera económica. El agricultor que conoce todos los rincones de su granja, tiene un conocimiento concreto del trigo y gana muy poco dinero; el ferrocarril que transporta su trigo, lo percibe de una manera un poco más abstracta, y hace un poco más de dinero; el abastecedor del mercado, que lo conoce tan sólo en el aspecto meramente abstracto, de algo que sube o baja de precio, está a su vez tan alejado de la realidad concreta como el físico, y de todos los ligados en la esfera económica es el que hace la mayor ganancia y tiene el mayor poder. Así sucede con la ciencia, aunque el poder que el hombre de ciencia busca es más remoto e impersonal que aquel que se busca en el mercado.
La extremada abstracción de la física moderna es difícil de entender; pero proporciona a los que pueden entenderla una visión del mundo en conjunto, un sentido de su estructura y mecanismo, como ningún aparato menos abstracto podría posiblemente proporcionar. El poder de usar de las abstracciones es la esencia del intelecto, y a cada aumento de abstracción, los triunfos intelectuales de la ciencia son acrecentados.