Fragmentos de obras de Tomás de Aquino
El libre albedrío
La afirmación de la voluntad como facultad del alma por la que el hombre tiende necesariamente a un fin plantea el problema de la libertad y el determinismo. ¿Puede el hombre elegir su conducta o está determinado por la naturaleza de la voluntad? En el siguiente texto, De Malo, q. 6, a. único, Sto. Tomás tratará de justificar el libre albedrío pese a que la voluntad se halle necesariamente movida por ciertos objetos.
De Malo, q. 6, a. único
(Para resolver esta cuestión del libre albedrío)… es necesario ayudarse de una primera consideración. Del mismo modo que en las otras cosas de la naturaleza, encontramos en el hombre un principio de sus actos. Este principio activo en el hombre es la inteligencia y la voluntad. Este principio «humano» se asemeja parcialmente, como también difiere en parte, a aquel que encontramos en las cosas. Se parece en el sentido de que, de una parte y de otra, tenemos una forma, que es el principio del obrar, y una inclinación o un apetito, consecutivo a esta forma: apetito del que deriva la acción exterior. El hombre, en efecto, obra por inteligencia. La diferencia consiste en esto: la forma que constituye las realidades de la naturaleza está individualizada por la materia; la inclinación que se deriva está, como consecuencia, estrictamente determinada a una sola posibilidad. La forma intelectual, por el contrario, en razón de su universalidad, es susceptible de englobar a una multitud de posibilidades. Por eso, como los actos se realizan siempre sobre una materia singular, jamás adecuada a la potencia de lo universal, la inclinación de la voluntad no está determinada. Se beneficia de un margen de indeterminación respecto a los múltiples singulares. El arquitecto, por ejemplo, que conciba el plano de una casa en lo universal, puede, a su gusto, darle la forma que quiera: cuadrada, redonda, etcétera. Todas estas figuras se ordenan bajo lo universal a título de determinaciones particulares. El animal (que es menos determinado que la piedra) se encuentra en una posición intermedia entre el hombre y la cosa. Pero las formas de su percepción permanecen individuales. En consecuencia, la inclinación, pese a la variedad de «lo sensible» que la condiciona, está siempre determinada por lo singular.
En segundo lugar, es necesario recordar que una «potencia» es susceptible de una doble determinación. Una le viene del sujeto; por ejemplo, la disposición del ojo hacia una visión más o menos clara; otra proviene del objeto que, según su color, por ejemplo, me hará ver lo blanco o lo negro. La primera, como puede verse, concierne al ejercicio del acto; la segunda, a su especificación. Nosotros hemos visto que el acto está especificado por el objeto.
En las cosas de la naturaleza la especificación depende de la forma (que le es inmanente por esencia); el ejercicio es función del agente. Luego el agente está necesariamente movido por un fin. El primer principio del obrar, en cuanto a su ejercicio, reside en la finalidad. Si ahora nosotros reflexionamos sobre los objetos de la voluntad y del intelecto, veremos que el objeto del intelecto, a saber: el ser y lo verdadero, se inclina del lado de la forma. El objeto de la voluntad, por el contrario, pertenece a la finalidad. Se trata del bien, que engloba todas las formas de lo conocido. De ahí que exista una cierta reciprocidad entre el bien y lo verdadero, en virtud de la cual el bien se ordena bajo lo verdadero y lo verdadero bajo el bien, como bien particular.
Si analizamos la determinación de las potencias, debemos reservar la especificación a la inteligencia. Es el bien, en tanto que conocido, el que mueve la voluntad. Si consideramos el ejercicio, vemos que la voluntad es su principio motor. […] Yo conozco porque veo; y al contrario, porque veo pongo en movimiento todas mis potencias.
Para demostrar que el querer no es siempre necesidad, hay que considerarlo bajo el doble aspecto de la especificación y del ejercicio. En cuanto al ejercicio, la voluntad está, en primer lugar, movida por ella misma. Se mueve del mismo modo que mueve a las otras potencias. Es inútil objetar que un mismo ser no puede estar a la vez en potencia y en acto, ya que, igual que los principios me permiten en el orden intelectual, en tanto que están en acto en mí, desarrollar todas las posibilidades que contienen en potencia, así la voluntad, en acto hacia sus fines, puede determinarse por la vía de un «consejo» que deja abierta una alternativa y que no es necesario. Sin embargo, no se puede proceder a lo infinito en la serie de principios motores; si el consejo depende de la voluntad, y la voluntad del consejo, para evitar el círculo nos es necesario remontarnos a un primer motor. […] Este primer motor, que está por encima del intelecto y de la voluntad, es Dios mismo, quien mueve a la voluntad según su condición (sin hacerle violencia).
Desde el punto de vista de la especificación, señalemos que el objeto que mueve a la voluntad sólo puede ser el bien «conveniente», en tanto que elegido por la inteligencia. Supongamos que este bien se presenta con los límites de la particularización, y no como universalmente bueno. Entonces será incapaz de mover a la voluntad necesariamente. Por el contrario, si este bien se presenta como bien «bajo todos los aspectos», entonces no puede dejar de determinar a la voluntad. Tal es el caso de la beatitud, que se define como el estado que integra la totalidad del bien. Sin embargo, aquí sólo se trata del orden de la especificación, ya que desde el punto de vista del ejercicio puedo perfectamente no querer actualmente pensar en la beatitud, ya que este acto de pensar es él mismo particular. Si, por el contrario, el bien se presenta solamente bajo los límites de una determinación particular, el acto no será necesario ni desde el punto de vista de la especificación ni desde el punto de vista del ejercicio.
¿Cómo se decide, pues, la voluntad concretamente? Se pueden analizar tres casos. A veces la decisión dependerá del «peso» de tal o cual condición del objeto, en tanto que valorada por la inteligencia. La decisión será en tal caso racional; por ejemplo, si yo considero tal cosa útil para mi salud o, al menos, lo es para mi actividad voluntaria. Otras veces una ocasión, venga del interior o del exterior, hará que me apoye sobre una circunstancia del objeto y que deje el resto en la sombra. Finalmente, la decisión puede tener su origen en una disposición interna. El hombre colérico y el hombre sabio deciden de muy diferente manera; el enfermo no ve la comida del mismo modo que el sano. Como dice el filósofo: a tal disposición, tal fin.
Si esta disposición es natural, y por ello ajena a la voluntad, la voluntad es necesaria. Por ello todos los hombres quieren ser, vivir y conocer. Si esta disposición no procede de la naturaleza -por ejemplo, en el caso de las pasiones-, en tal caso no habrá necesidad, ya que esta disposición puede ser modificada. El hombre colérico tratará de calmarse antes de juzgar. Sin embargo, es más fácil reducir una pasión que un hábito. Así, pues, la voluntad, en el orden de la especificación, puede estar movida necesariamente por ciertos objetos, no por todos; pero en el orden del ejercicio, no es (jamás) necesario que lo esté.