Lo que hasta hace poco era una revelación divina y pilar de Occidente, ahora se presenta como un peligro social que debe ser controlado por el Estado.
Esta ofensiva no surge de la nada ya que la idea es eliminar las protecciones que permitían a los creyentes expresarse sin miedo a ser acusados de promover odio. Según la Conferencia de Obispos Católicos de Canadá, esa exención era la garantía mínima para que un católico pueda enseñar o predicar sin arriesgarse a penas de hasta dos años de prisión.
Así, en pleno siglo XXI, defensores de la corrección política sostienen que citar a la Biblia para hablar de aborto, homosexualidad o enseñanza tradicional podría caer bajo el paraguas de “discurso de odio”. Esta es la grotesca lógica progresista donde todo pensamiento que desafíe la agenda del relativismo moral se transforma en amenaza social, y la fe se convierte en una posible ofensa. Diputados liberales han ido aún más lejos por cuanto argumentan que hay pasajes bíblicos que, por su misma naturaleza, constituyen “odio”.
Esta reinterpretación radical del lenguaje y de la moral no solo distorsiona la libertad de expresión, sino que somete a la expresión religiosa a la vara ideológica del momento. Aquí se observa el impacto real de la batalla cultural porque se trata de restar espacio a la verdad objetiva y sustituirla por un relativismo que silencia a quien piensa distinto.
En este contexto es que ahora la Biblia es objeto de persecución legislativa.




