La medida, incorporada a la Online Safety Act, prevé multas de hasta A$49,5 millones para compañías que no adopten controles “razonables” y revisiones constantes de cuentas. Para hacerla efectiva, el Gobierno habilita el uso de tecnologías como reconocimiento facial, verificación documental y análisis automatizado de edad, generando inquietudes sobre privacidad y errores algorítmicos.
La norma ha generado un intenso debate. Para el Gobierno y el organismo eSafety, esta “pausa digital” para menores es necesaria para frenar daños como ciberacoso, exposición a contenido sexual, presión estética y adicción a las pantallas. Pero críticos advierten que la prohibición podría empujar a adolescentes hacia espacios menos seguros, apps clandestinas o cuentas de adultos prestadas, reduciendo la supervisión familiar. Organizaciones por derechos digitales alertan sobre el riesgo de que el remedio sea peor que la enfermedad: sistemas biométricos intrusivos, sesgos, filtraciones de datos y un poder creciente para empresas de verificación de identidad.
También hay dudas sobre su efectividad real. Especialistas señalan que adolescentes digitalmente alfabetizados pueden evadir bloqueos usando VPN, mentir en la edad o migrar a plataformas pequeñas sin regulación. Además, la medida afecta a jóvenes que dependen de redes para socializar, estudiar o expresarse, y plantea si se está silenciando a creadores y activistas menores de edad. Para analistas políticos, la prohibición también responde a presión social tras escándalos recientes y permite al Gobierno mostrarse como líder global en regulación tecnológica, aunque con alto riesgo de convertirse en un gesto simbólico más que en una solución estructural.
Detrás de la medida confluyen preocupaciones legítimas por salud mental, intereses regulatorios en limitar el poder de Big Tech y una estrategia para marcar tendencia internacional: gobiernos europeos y asiáticos ya observan el modelo australiano. Sin embargo, sin políticas complementarias —educación digital, apoyo psicológico y límites claros al uso de datos biométricos— la prohibición podría abrir un debate mayor: ¿hasta qué punto un Estado debe controlar la identidad digital de sus ciudadanos, incluso en nombre de la seguridad infantil?.




