La industria del entretenimiento volvió a quedar patas arriba luego de que Paramount Skydance lanzara una oferta hostil de USD 108.4 mil millones para adquirir Warner Bros. Discovery, un movimiento sin precedentes por su volumen y por la inusual coalición de actores financieros involucrados. Según documentos regulatorios y reportes empresariales, el plan cuenta con el respaldo de los grandes bancos que aportarán deuda —como Bank of America, Citi y Apollo—, la familia Ellison, y un grupo de inversores internacionales entre los que destaca Affinity Partners, el fondo ligado a Jared Kushner, así como varios fondos soberanos de riqueza (implica que, a diferencia de un banco o un fondo común, estos capitales responden a gobiernos extranjeros, no a accionistas privados) de Arabia Saudita, Qatar y Emiratos Árabes Unidos.
La operación llegó en un momento de extrema tensión para Warner, que ya había avanzado en un acuerdo previo con Netflix por una porción significativa de sus activos. La irrupción de Paramount con un bid totalmente en efectivo —USD 30 por acción, pagaderos directamente a los accionistas— alteró por completo el tablero. Ahora, además de evaluar cuál oferta es financieramente superior, la compañía deberá analizar el impacto legal de romper compromisos previos y los riesgos reputacionales asociados a una transacción que involucra capital político e intereses extranjeros en un sector tan sensible como el de los medios.
La presencia de Affinity Partners en la financiación es uno de los elementos más controvertidos de la operación. Jared Kushner, figura central del círculo político de Donald Trump, mantiene vínculos estrechos con gobiernos del Golfo y ha construido buena parte de su actividad de negocios postgobierno con capital proveniente de fondos soberanos árabes, especialmente el PIF saudí. La posibilidad de que un actor con relaciones muy próximas al poder ejecutivo estadounidense participe en una operación que requerirá una minuciosa revisión regulatoria abre la puerta a potenciales conflictos de interés reales o percibidos, particularmente si el futuro gobierno federal tuviera algún grado de afinidad política con ese entorno. En definitiva, el temor no es sólo qué tanto control accionario podría derivar hacia Kushner o sus socios, sino qué grado de influencia indirecta podrían tener sobre los organismos encargados de aprobar o bloquear la transacción.
Affinity Partners disfrutó de una entrada de efectivo de inversores de Medio Oriente el año pasado, mientras Trump buscaba la reelección. «La línea borrosa entre la gestión del gobierno y los intereses empresariales de la familia se amplía cada día», dijo Scott Amey, asesor general del grupo de interés público Project On Government Oversight.
Además, la participación de fondos soberanos como el Qatar Investment Authority o entidades de Abu Dhabi suma otra capa de complejidad. En sectores estratégicos vinculados a la comunicación masiva, la regulación estadounidense tiende a ser extremadamente cautelosa con la entrada de capital extranjero, especialmente cuando proviene de países con intereses geopolíticos activos. Aunque no existe ninguna evidencia de que estos inversores pretendan influir en contenidos o líneas editoriales, la sola percepción de que medios globales podrían estar apalancados por Estados con agendas propias suele generar con total razón recelo entre legisladores, organismos de control y organizaciones dedicadas a la libertad de prensa. En operaciones de esta escala, la transparencia total sobre los derechos, prerrogativas y eventuales vetos que esos fondos reciben a cambio de su inversión será un asunto central en el análisis federal.
A nivel regulatorio, el acuerdo debería enfrentar una supervisión particularmente estricta por parte del Departamento de Justicia (DOJ), la Federal Trade Commission (FTC) y posiblemente el Comité de Inversión Extranjera en Estados Unidos (CFIUS), que interviene cuando hay participación de capital foráneo en empresas sensibles. Estos organismos no sólo evaluarán el impacto en la competencia —unificando dos de los mayores catálogos audiovisuales del planeta—, sino también los riesgos vinculados a la seguridad nacional y a la independencia informativa. Las preocupaciones abarcan desde la concentración en el mercado del streaming hasta el posible acceso de inversores extranjeros a datos sensibles o estructuras internas de decisión.
El alcance de la participación de Trump será otra prueba de hasta qué punto el presidente -cuyos intereses en negocios familiares han crecido mientras él ha estado en el cargo este año- está dispuesto a llegar para romper las normas de conflicto de intereses.
«Si estuvieras enseñando una clase en una escuela de negocios sobre conflictos de intereses, esto sería el ejemplo A», dijo Nell Minow, presidente de ValueEdge Advisors con sede en Portland, Maine, y agregó que Trump debería recusarse de cualquier participación en la aprobación del acuerdo.
La batalla legal tampoco será sencilla. Si Warner decide avanzar con la oferta de Paramount, podría activar penalidades por ruptura de contrato con Netflix y abrir la puerta a litigios multimillonarios. La incertidumbre afectaría el valor bursátil de ambas compañías, generaría inestabilidad en su fuerza laboral —ya golpeada por fusiones anteriores— y retrasaría inversiones en contenidos, distribución y tecnología. Por su parte, Paramount, al asumir el liderazgo de una oferta hostil, también se expone a meses de escrutinio público y a la presión de demostrar que la operación no sólo es financieramente viable sino políticamente sostenible.
En términos de consecuencias para la industria, la fusión podría alterar profundamente la estructura del mercado. La concentración de propiedades intelectuales, estudios, canales y plataformas bajo un mismo paraguas reduciría la competencia en varios segmentos: distribución cinematográfica, streaming, venta de publicidad y negociación con sindicatos. Esto suscita alarmas entre creadores, anunciantes y consumidores que temen una oferta menos diversa y precios más altos, mientras que algunos analistas sostienen que la unificación podría generar economías de escala necesarias para sobrevivir en un entorno dominado por gigantes tecnológicos.
Finalmente, el aspecto geopolítico es imposible de ignorar. Que Hollywood, uno de los principales productores de contenido cultural global, pueda pasar parcialmente a estar financiado con capital del Golfo Pérsico y un fondo asociado a figuras políticas estadounidenses polarizantes configura una narrativa que excede lo económico. La percepción —correcta o no— de que determinados actores estatales o políticos pueden influir indirectamente en la producción de contenidos, narrativas o líneas editoriales podría convertirse en un problema reputacional para el grupo resultante, y en un argumento adicional para quienes promueven un control más estricto del origen del capital en empresas de comunicación.
Que fondos soberanos de Qatar, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos puedan obtener exposición —directa o indirecta— en conglomerados mediáticos estadounidenses es una línea roja para muchos sectores políticos, académicos y regulatorios.
Ya no se trata de un caso aislado. En los últimos años, los fondos del Golfo han comprado activos en Manchester City (EAU), Newcastle United (Arabia Saudita), participación en Volkswagen Group, inversiones en medios europeos, hoteles, redes de telecomunicaciones y plataformas tecnológicas.
Muchos analistas hablan de “sportswashing” o “mediawashing”, estrategias para pulir la imagen internacional mediante adquisiciones culturales o comunicacionales.
Para EEUU, permitir que estados con agendas propias tengan influencia —incluso indirecta— sobre estudios que moldean la cultura global es, como mínimo, un asunto potencialmente explosivo.
El poder silencioso del Big Three en Paramount: la influencia estructural que condiciona cada decisión corporativa
Otro detalle que no puede escapar es la creciente concentración de poder financiero en manos del Big Three —BlackRock, Vanguard Group y State Street Corporation—, que se ha convertido en uno de los factores más determinantes en la gobernanza corporativa global. Estos gigantes de Wall Street, principales accionistas institucionales de conglomerados mediáticos como Paramount Global, ejercen una influencia sustancial sobre decisiones estratégicas que afectan no solo a la industria del entretenimiento, sino también a la formación de opinión pública a escala mundial. Su poder no proviene únicamente del volumen de activos que administran, sino de la capacidad de condicionar ejecutivos, orientar votos en directorios y moldear la dirección de mercados enteros mediante una presencia accionarial silenciosa pero dominante. En conjunto, funcionan como un bloque financiero cuya influencia supera la de muchos gobiernos, situándolos en el centro del debate contemporáneo sobre concentración de poder, independencia mediática y soberanía económica.
El poder del Big Three dentro de Paramount Global se explica por su posición como accionistas institucionales de referencia en casi todas las compañías que cotizan en el índice S&P 500, incluido este histórico estudio de Hollywood. Aunque no controlan directamente la mayoría accionaria, su peso combinado —derivado de gestionar billones de dólares en activos— les otorga una capacidad real para influir en votaciones clave, condicionar a otros inversores y respaldar o erosionar la autoridad de cualquier director ejecutivo. En Paramount, donde la estructura de voto diferenciado favorece tradicionalmente a la familia Redstone, la presencia del Big Three actúa como un contrapeso silencioso pero decisivo: pueden inclinar la balanza en fusiones, adquisiciones, negociaciones de deuda e incluso en disputas estratégicas internas. Su influencia, sumada a la fragmentación del resto del accionariado, convierte a BlackRock, Vanguard Group y State Street Corporation en actores imprescindibles para comprender cualquier movimiento corporativo que afecte el futuro de Paramount.
El desenlace es todavía incierto. Paramount ha demostrado capacidad financiera y un nivel de agresividad poco común en la industria. Warner está atrapada entre un acuerdo previo con Netflix y una oferta nueva cargada de potencia económica pero también de riesgos políticos. Y los reguladores tendrán la última palabra en una operación que, más que una compra corporativa, se está convirtiendo en un choque de intereses empresariales, poder político y estrategia geopolítica. Lo único seguro es que la decisión final marcará el rumbo de la industria del entretenimiento para la próxima década.




