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Dijo dos cosas que, a mi modo de ver, encierran el corazón de su proyecto. Primero, sostuvo: “si podemos “ETFear” un bitcoin, podemos hacer lo mismo con todos los instrumentos financieros”[1]. Segundo, afirmó que no cree que bitcoin llegue a ser una moneda, sino que lo entiende únicamente como una clase de activo. En esas frases se resume la lógica de lo que se viene a nivel geopolítico, que es “domesticar a bitcoin”, es decir, integrarlo dentro del sistema financiero tradicional y luego usar esa experiencia como trampolín para “tokenizar” todo lo que exista en el mundo.
Vale recordar que un ETF (por sus siglas en inglés, Exchange-Traded Fund) es un fondo de inversión que cotiza en una bolsa, es decir, puede comprarse y venderse durante el día como si fuera una acción.
La visión que transmite Fink es clara respecto a cómo la criptomoneda no debe verse como un dinero descentralizado capaz de circular libremente fuera del control estatal o corporativo. Debe ser un activo especulativo, perfectamente integrado en los mercados regulados, con horarios de negociación, custodios designados y reglas de liquidación. Un activo empaquetado, seguro para los grandes fondos de inversión, pero lejos de la esencia original de bitcoin como moneda sin intermediarios. Lightning Network y los esfuerzos por hacerlo un medio de intercambio cotidiano quedan, desde esta óptica, en un plano secundario o incluso irrelevante.
El riesgo de este enfoque es evidente. Si bitcoin se reduce a un instrumento financiero gestionado desde Wall Street, lo que queda en manos de los usuarios comunes ya no es soberanía monetaria, sino exposición a un producto más dentro del menú del sistema financiero. El IBIT, el ETF de BlackRock, expone que su propio prospecto incluye una cláusula que permite liquidar el fondo si la autoridad regulatoria lo exige. Es decir, si el Estado decide que esos bitcoins deben ser vendidos, lo serán, y el inversor no tendrá ni voz ni voto. Ya ocurrió con el ETF de Rusia (ERUS), que BlackRock tuvo que liquidar tras las sanciones derivadas de la invasión a Ucrania. Ese precedente muestra hasta qué punto los activos “custodiados” están sujetos al poder político.
La historia de BlackRock refuerza esta inquietud. Fink no es un simple gestor, sino un actor que lleva décadas estrechamente vinculado a los gobiernos y a los grandes rescates financieros[2]. Desde la crisis del 2008 hasta los programas de estímulo durante la pandemia, BlackRock ha estado en la mesa de decisiones. Esa alianza público-privada no es accidental sino es estructural, y ahora, con el dominio global de los ETFs, su ambición es ir más lejos todavía.
El próximo paso, ya anunciado, es la tokenización de activos del mundo real; entiéndase, acciones, bonos, bienes raíces, materias primas, arte, créditos de carbono y hasta derechos de propiedad sobre la naturaleza. La lógica es que todo pueda transformarse en un token digital, fraccionado, fácilmente transferible y registrado en un único “libro mayor” global. Fink lo dice sin tapujos cuando se afirmar que cada acción, cada bono, cada inversor deberá tener su identificador, y todas las operaciones convergerán en un ledger unificado. Lo presentan como eficiencia, reducción de costos y modernización, pero yo lo leo como concentración de poder y posibilidad de control absoluto.
Los ejemplos ya están sobre la mesa. J.P. Morgan, socio autorizado de BlackRock para comprar los bitcoins del ETF, desarrolla su propia infraestructura de colaterales tokenizados. Empresas privadas en América Latina, como Agrotoken, ya tokenizan granos agrícolas. Firmas como Single Earth hacen lo mismo con bosques y biodiversidad. Gobiernos enteros, como la República Centroafricana, han legislado para tokenizar sus tierras y recursos naturales. Y proyectos impulsados por el Banco Mundial, como Digital for Climate, buscan crear mercados de créditos de carbono tokenizados, con billeteras digitales, APIs y registros nacionales de carbono. Todo con la excusa de la sustentabilidad, pero con el trasfondo de crear nuevos activos financieros donde antes había simplemente bienes comunes.
El mecanismo siempre es el mismo, se trata de convertir algo físico, tangible, en una serie de registros digitales fraccionables. Eso permite a los grandes fondos de inversión comprar pedazos de todo, desde hectáreas de tierra hasta porciones de la selva amazónica, desde reservas de agua hasta los bonos de deuda de países periféricos. Lo que antes era inaccesible o indivisible, ahora pasa a estar dentro del mercado global, al alcance de quien posea los medios financieros para adquirirlo.
Es inevitable preguntarse qué queda de la noción de propiedad real en un mundo así. Si la tierra, el aire, los bosques y hasta la biodiversidad se transforman en fichas digitales, terminamos reduciendo la existencia misma a una serie de tokens controlados por grandes plataformas privadas. BlackRock dice que se trata de democratizar el acceso, pero lo que yo veo es la posibilidad de una servidumbre digital, donde cada persona no es más que un número en una base de datos y cada recurso natural un ítem tokenizado.
La política se mezcla aquí de manera paradójica. Aquí en Argentina, por ejemplo, el presidente Javier Milei se reunió con Fink para promover inversiones. No deja de sorprenderme que un líder que se presenta como outsider antisistema termine apoyándose en uno de los pilares del sistema financiero global. BlackRock ya es acreedor importante de la deuda argentina, tiene posiciones en empresas clave del país y muestra interés en las privatizaciones que se avecinan. Lo que se perfila es un proceso de integración profunda con el capital financiero global, incluso mientras se habla de soberanía o de lucha contra el establishment.
Por eso, la tokenización no puede analizarse de manera ingenua. Claro que tiene ventajas técnicas en cuanto eficiencia, liquidez, fraccionamiento. Nadie niega que sea útil poder dividir en partes transferibles un activo que antes era indivisible. Pero lo decisivo es quién controla ese proceso. El tema es que aquí no se trata de miles de pequeños desarrolladores creando soluciones descentralizadas, sino de gigantes financieros con historial de sanciones, fraudes y manipulación de mercados. La contradicción es brutal. Mientras muchos temen el control estatal absoluto, el futuro que se dibuja parece ser uno de vigilancia privada total, donde los mismos fondos que dominan la deuda soberana y las bolsas internacionales pasen a dominar también la propiedad digital de la naturaleza, la vivienda, el arte y los recursos vitales. Bajo la máscara de innovación tecnológica y sustentabilidad, se instala un modelo de centralización extrema.
El peligro, en última instancia, es existencial porque lo que está en juego no es solo la forma de invertir, sino la forma de poseer. La propiedad podría dejar de ser algo material, irreductible, para convertirse en un conjunto de permisos digitales asociados a tu identidad en un libro mayor universal (“no poseerás nada y serás feliz”). Esa identidad, como ya se discute en foros internacionales, podría estar ligada a tus datos biométricos y a tu comportamiento social. Cuando Larry Fink dice que si pudieron ETFear bitcoin podrán tokenizarlo todo, no habla de un proyecto menor. Habla de un mundo donde “poseerás” aquello que tu billetera digital te permita, y donde cada aspecto de la realidad (desde tu casa hasta el oxígeno que respiras) podrá fraccionarse y venderse como activo financiero. El sueño de la eficiencia puede ser, al mismo tiempo, la pesadilla de la servidumbre digital.
[1] Fuente:
[2] Fuente: https://www.vanityfair.com/news/2010/04/fink-201004