
Hace poco vengo percibiendo un patrón en común inundando las redes sociales: jovencitas de gran atractivo y supuesto éxito profesional cursando su tercera década, regalándonos discursos en los que manifiestan la dificultad que les significa encontrar estabilidad amorosa, luego de haber pasado su entera juventud dándole la espalda a este asunto, ya sea por desinterés genuino o conveniencia personal (en ambos casos las características de una personalidad egocéntrica, individualista y narcisista propias de las actuales generaciones se hacen presentes en primera fila). Parece que es entrados esos años cuando cae la ficha y, junto con la aparición de las primeras canas y estrías, cuando la gravedad empieza a hacer lo suyo y los cuerpos bronceados empiezan a decaer, surgen las primeras nociones de un futuro cada vez más cercano para el cual hay que irse preparando, pues, aunque muchas quieran disfrazarlo de empoderamiento y autosuficiencia, verdaderamente nadie quiere pasar sus últimos años en la única compañía de series de televisión y algunos gatos de mascota. He aquí uno de los tantos comunicados que pululan en la virtualidad, que personalmente me encargué de colectar y transcribir:
“Tengo 33 años y estoy soltera. Generalmente soy optimista con respecto a que en algún momento en el mundo real, casualmente voy a conocer a mi compañero de vida. Pero en ocasiones me entra la curiosidad y las ganas de conectar con alguien. Entonces decido descargar alguna app de citas, la que sea, da igual, y me doy cuenta que sí está bien difícil, osea me voy a quedar soltera…”
Hay una tendencia creciente de mujeres de 30, 33, 35 años que se preguntan por qué están solas después de haber pasado su mejor década de vida rechazando, explorando, “viviendo la vida”. Y ahora, entre un café Pinterest y una crisis existencial se preguntan “¿dónde está mi compañero de vida?”. Spoiler: él estaba, pero no era suficiente en su momento.
En los 30 ya no estás esperando al “indicado”, estás empezando a pagar las consecuencias de una narrativa falsa. Desde pequeñas, a las mujeres les dijeron “vos sos una reina, sólo aceptá lo mejor. Primero viajá, viví, gozá, y ya después el amor va a llegar solo”. Y muchas hicieron exactamente eso: vivieron, gozaron, eligieron hombres por adrenalina y calentura, no por estabilidad. Y ahora que llegan los 33 con facturas emocionales, quieren resetearlo todo con un “compañero de vida”. Pero el mercado no funciona así. En el mundo real, todo lo que hiciste en tu pasado cuenta: tu historial amoroso pesa, tu carácter pesa, tus expectativas irreales pesan. Y en la balanza ya no estás sola: competís con chicas de 23 que aún no están rotas por dentro, son más jóvenes, sanas y bellas, y lo más importante, están más aptas para la reproducción y la consecuente formación de una familia.
¿Sabés lo que pasa cuando una mujer se pasa 10 años de su vida rechazando relaciones reales mientras idealiza una fantasía? No es que se quede sola, sino que llega a los 33 sabiendo demasiado de todo, menos de cómo construir algo duradero. Se la pasó la mayor parte de su vida más útil persiguiendo un sueño ficticio (muy bien vendido por corporaciones representantes del modernismo y, hay que decirlo, muy bien comprado por la juventud actual) basado en discursos cortoplacistas que llaman al disfrute sin límites del “aquí y ahora”, dejándose llevar por las emociones del momento (“just do it”) y abandonándose frente a los placeres inmediatos ante el eslogan de que una vida bien vivida es aquella que se compone de una “colección de momentos”. Nada de sembrar esfuerzo y cosechar virtudes, nada de trabajar vínculos fuertes y relaciones verdaderas, nada de buscar en nuestras acciones un sentido de trascendencia que de significado a nuestro existir más allá de lo que percibimos a través de los sentidos, nada de dejar algo valioso a las generaciones futuras como lo hicieron nuestros antepasados, nada de imprimir un poco de profundidad sobre nuestros actos más allá del sentimiento inmediato que nos provocan.
Y acá viene una verdad incómoda: estar con alguien durante años no significa que supiste amar. Haber tenido una relación larga no significa que fuiste buena pareja, y que te hayan engañado no te convierte automáticamente en víctima. Y que no se entiendan estas palabras como un mal intento de excusar a los hombres infieles y que descuidan sus noviazgos con faltas de responsabilidad de pareja, nada más alejado de eso. La idea que se intenta trasmitir es que muchas mujeres no fueron usadas, se usaron a sí mismas. Se usaron para fingir estabilidad mientras seguían quebradas por dentro; se usaron para tapar vacíos con casamientos, viajes y promesas. Y cuando el cuento dejó de funcionar, ahora repiten “no todas somos así”. Por supuesto que no todas son así. Pero las que no son así, no están dando discursos desesperados en redes sociales a los 33 años. Y los hombres que aun creen en el amor justo, estable y parejo, terminan como “plan B”. Recién en ese momento son valorados, no por lo que son, sino por lo que no son. No son malandros, no son infieles, no son descuidados, no son el dolor del pasado: son el descanso después del drama.
El problema no es que no hay hombres buenos, el problema es que muchas mujeres sólo los quieren cuando ya no tienen nada bueno que ofrecerles. La pregunta no es por qué están solas, sino quién querría ser parte del final de una historia mal escrita.