
Lines of cocaine on black glass background
En primer lugar hay que considerar lo que es el narcotráfico y otras actividades. Felipe Curcó, académico mexicano, analiza con rigor en su libro La guerra perdida. Dos ensayos críticos sobre la política de combate al crimen organizado (2006-2010)[1] el funcionamiento interno de los grandes cárteles mexicanos. Estas organizaciones no solo se enriquecen con el tráfico de cocaína, marihuana o fentanilo, sino que diversifican sus fuentes de ingresos mediante negocios igualmente ilícitos y degradantes, surgiendo así la trata de personas, el robo y tráfico de combustibles estatales, la extorsión, el secuestro, la piratería, además del blanqueo de capitales a través de actividades aparentemente legítimas como la construcción y la hotelería. De este modo, el narcotráfico no es una actividad aislada, sino que se entrelaza con diversas formas de criminalidad y corrupción. Pero entonces, si el narcotráfico está presente en buena parte del mundo, cabe preguntarse cuándo hay propiamente un narcoestado. La respuesta que ofrece Curcó es clara: un país se convierte en narcoestado cuando el crimen organizado ha penetrado profundamente en la administración pública, en todos sus niveles, hasta el punto de anular la capacidad de control de las instituciones. Es decir, cuando la estructura del Estado queda subordinada —de manera abierta o encubierta— a los intereses del hampa, que opera con impunidad y protección política.
En segundo lugar, debe verse la presencia criminal en el gobierno. El colapso institucional y la ruina económica que padece hoy Venezuela son, para muchos analistas, la evidencia más clara de lo que significa un narcoestado en pleno funcionamiento. A esto se suman casi cuatro décadas de empobrecimiento sostenido, niveles de corrupción que no tienen parangón en la región, y un éxodo que ya supera los ocho millones de personas en apenas dos décadas. Todo ello en lo que alguna vez fue uno de los países más ricos de Sudamérica gracias a sus vastas reservas petroleras. La particularidad venezolana es que quienes encabezan su principal organización criminal no son outsiders ni mafias paralelas, sino miembros de la propia élite gubernamental. Mike Vigil, exdirector de operaciones internacionales de la DEA, ha sido contundente al afirmar que “Venezuela pasó de ser un narcoestado a ser, directamente, un estado mafioso”. Su diagnóstico se apoya en la acusación formal que el propio gobierno de Estados Unidos hizo contra Nicolás Maduro, señalándolo como uno de los principales líderes del llamado Cártel de Los Soles. Esta red criminal, integrada por altos funcionarios y jerarcas militares, ha convertido al país en un centro neurálgico para la distribución de cocaína hacia el resto del mundo. Así, el crimen organizado en Venezuela no solo ha penetrado las instituciones, las ha secuestrado.
En tercer lugar, ha de analizarse lo que es el blanqueo de capitales. Gomorra, la obra más célebre de Roberto Saviano, es una referencia imprescindible para comprender cómo funciona el crimen organizado no solo en Italia, sino a escala global. Con un enfoque que mezcla investigación periodística y relato en carne propia, Saviano expone con crudeza el mecanismo que utilizan las mafias para extender su poder. El proceso comienza con el control del narcomenudeo en las calles, donde se afianzan mediante la violencia y la intimidación. Luego avanzan hacia la extorsión sistemática y la acumulación de capitales ilícitos. Cuando el dinero crece, diversifican sus negocios; aparece el tráfico de armas, contrabando, prostitución, piratería, entre otros. Paralelamente, inician el blanqueo de capitales, al principio de forma modesta, hasta que el volumen de dinero y droga alcanza tal dimensión que se ven obligados a crear redes criminales más sofisticadas para sostener el crecimiento de su imperio. Saviano no llega a calificar a Italia como un narcoestado en sentido estricto, pero deja claro que la mafia ha infiltrado cada rincón de la vida nacional, tanto en actividades legales como ilegales. Su investigación también revela que el blanqueo perfecto se da cuando el dinero sucio se internacionaliza; es entonces cuando se vuelve casi imposible rastrear su origen. Así, el autor lanza una advertencia inquietante, y es que cualquier persona que se hospeda en un hotel de cadena, que cena en un restaurante de lujo o que compra en una boutique de una capital europea o americana, podría (sin saberlo) estar alimentando el engranaje de alguna red criminal internacional.
En cuarto lugar, lo que es el salto de lo local a lo internacional. Este año se conoció una noticia que podría reconfigurar el mapa global del crimen organizado; la ‘Ndrangheta, la poderosa mafia calabresa, ha forjado una alianza con el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), uno de los grupos criminales más letales y estructurados de México, con el objetivo de potenciar el tráfico internacional de fentanilo. Este dato no hace más que reforzar una de las ideas centrales de Felipe Curcó. El narcotráfico es, ante todo, un negocio de naturaleza internacional porque el capital, las redes y los intereses que lo sostienen también lo son. Para el académico mexicano, la guerra contra el narcotráfico que lanzó el entonces presidente Felipe Calderón en 2006 estaba condenada desde su inicio. Y es que, como ya se ha señalado, el tráfico de drogas es apenas una entre más de veinte actividades ilícitas que integran el portafolio criminal de estas organizaciones. Por ello, advierte Curcó, «es inútil declarar una guerra frontal a un enemigo de dimensiones desconocidas». La historia de estas conexiones no es reciente. Basta recordar a la célebre Cosa Nostra siciliana, que desde principios del siglo XX tejió vínculos con la mafia estadounidense en ciudades como Nueva York o Chicago. O el caso de los capos gallegos de la droga, como Sito Miñanco, quienes en los años ochenta ya mantenían conexión directa con los narcotraficantes colombianos. Incluso, el informe anual de la ONU de 2010 advertía que rastrear el flujo del dinero sucio del narcotráfico era una tarea casi imposible, precisamente por la intrincada red que une a países tan dispares como China, Estados Unidos, México, Japón, India, Italia o Perú. El crimen organizado no entiende de fronteras; su lógica es la del mercado global.
En quinto lugar, lo que es la impunidad y vulnerabilidad social. Uno de los males más profundos que aquejan a México es la impunidad, ese terreno fértil donde el crimen organizado crece, se reproduce y se fortalece. Según datos de la organización Impunidad Cero, de cada 100 delitos cometidos en el país apenas 6 son denunciados, y de esos, solo 14 llegan a una resolución judicial con condena para los culpables. Esto revela un panorama desolador: la justicia, en muchos casos, no existe. Y dentro de esta realidad, hay sectores de la población que permanecen invisibles para el Estado y vulnerables ante la violencia del crimen organizado. Entre ellos, destacan los periodistas. México es el país más peligroso del mundo para ejercer esta profesión, según organizaciones como Artículo 19 o Reporteros Sin Fronteras. Acosos, desapariciones, torturas y asesinatos forman parte de la cotidianidad de quienes se atreven a informar. Así lo retrata el reciente documental Estado de silencio (2024), que denuncia el riesgo extremo de hacer periodismo en un país donde decir la verdad puede costar la vida. Otro blanco frecuente son los sacerdotes católicos. El Centro Católico Multimedial de México ha contabilizado más de 70 sacerdotes asesinados en los últimos 18 años. El caso más reciente es el del padre Marcelo Pérez, conocido por sus constantes denuncias sobre la descomposición social provocada por los grupos criminales. Pese a las amenazas, persistió en su labor pastoral y en su denuncia profética, hasta que en octubre fue finalmente silenciado por las balas de la mafia. Pero si hay un drama que desnuda la gravedad de la impunidad en México, es el de los “feminicidios” (conforme el tipo penal actual). Las cifras oficiales hablan de once mujeres asesinadas violentamente cada día, pero colectivos como la Red de Madres Buscadoras y Brujas del Mar insisten en que la realidad es aún peor: al menos veinte mujeres mueren asesinadas cada jornada. En ciudades como Ciudad Juárez, donde la impunidad es absoluta, no solo se registran asesinatos, sino que muchas mujeres terminan quitándose la vida tras años de acoso, violencia y el abandono del Estado. Tras este horror, siempre aparece la sombra de las bandas criminales, que actúan con una brutalidad que la autoridad es incapaz, o en muchos casos, no quiere, contener.
[1] Recuperado en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4419974