
Seamos claros, el resultado de las elecciones estadounidenses no cambiará el mundo. Los procesos que no comenzaron ayer no lo harán mañana. Pero el voto estadounidense se ha convertido en un indicador importante de cambio a largo plazo.
Los columnistas del liberal New York Times, que apoyaron activamente a Kamala Harris, declararon la mañana después de las elecciones: “Es hora de reconocer que Trump y los trumpistas no son una aberración accidental y no representan una desviación temporal del curso de la historia. Reflejan el estado de ánimo de la mayoría de los estadounidenses. Y tenemos que proceder sobre esa base.”
De hecho, la actual victoria de Trump difiere de su primer éxito hace ocho años. En primer lugar, ganó de manera convincente no solo en el colegio electoral sino también en el voto popular, es decir, la mayoría del país en su conjunto. En segundo lugar, el resultado era en gran medida una conclusión previsible.
En tercer lugar, el magnánimo fraude realizado en el 2020, no se pudo concretar por parte de los demócratas. En 2016, nadie sabía qué tipo de presidente podría ser Trump. Ahora sí lo sabemos: todos sus rasgos y debilidades están a la vista. Y, por decirlo galantemente, la naturaleza ambigua y no del todo efectiva de su estilo presidencial. Los demócratas esperaban que los vaivenes del primer mandato alejara a muchos del republicano. Pero eso no sucedió.
Para ser justos, la nominación inicial de Biden, no tan capaz, y su repentino reemplazo por un candidato francamente no apto, una inepta e inoperante como Kamala Harris facilitaron la tarea de los republicanos. La esperanza de que fuera posible llenar un cascarón vacío con el apoyo de celebridades y así crear la impresión de una opción política no se ha materializado. Esto demuestra que los votantes estadounidenses están más al tanto de lo que ocurre de lo que los tecnólogos políticos han creído durante mucho tiempo; y que el haberle pagado cuantiosas cifras de decenas de millones de dólares a los Avengers para publicitar a su candidata, no dió grandes resultados.
Los ciudadanos estadounidenses se preocupan por cuestiones que afectan directamente a sus vidas. La política exterior nunca ha sido una prioridad, pero influir en el comportamiento internacional de los Estados Unidos sí lo es. La era en la que Washington estaba convencido de la necesidad (y, por supuesto, de su derecho) de gestionar los asuntos mundiales está llegando a su fin. El deseo de liderazgo ha estado arraigado en la cultura política estadounidense desde su creación hace trescientos años, pero las formas que ha adoptado han variado. Después de la exitosa conclusión de la Guerra Fría a favor de los EE. UU. en la segunda mitad del siglo pasado, los sentimientos expansionistas tomaron el control por completo.
Las razones son claras: los obstáculos a la difusión externa habían desaparecido. Una parte más realista del establishment creyó que se trataba de una oportunidad favorable, aunque temporal, y que debía aprovecharse rápidamente. La otra parte cayó en una ilusión anti-histórica sobre la finalidad de la dominación estadounidense, que Washington ahora podía rehacer el mundo a su propia imagen y luego dormirse en los laureles.
La edad de oro del “mundo estadounidense” duró desde principios de los años 1990 hasta mediados de los años 2000. El segundo mandato del presidente republicano George W. Bush trajo los primeros signos de un repliegue. En realidad, todos los presidentes posteriores han continuado este proceso, en diferentes formulaciones. La inconsistencia, sin embargo, fue que, si bien el marco de lo que era posible cambió, la base ideológica de la política no se adaptó. La retórica no son solo palabras, te lleva a una rutina. Y esto te lleva a lugares que pueden no haber sido previstos.
La situación en Ucrania es una manifestación vívida de este fenómeno. Estados Unidos cayó en esta crisis aguda y muy peligrosa por inercia, guiado no por una estrategia bien pensada sino por eslóganes ideológicos e intereses de lobby específicos. Como resultado, el conflicto se convirtió en una batalla decisiva por los principios del orden mundial, algo que nadie en el “cuartel general” había planeado ni previsto. Además, la batalla se convirtió en una prueba del verdadero potencial combativo de todos los bandos, incluido Occidente bajo el liderazgo estadounidense.
Y en términos prácticos se reveló que seguir manteniendo un frente que con una guerra “subsidiada” que solo hace enflaquecer las cuentas públicas americanas y no trae ningún resultado no es un buen negocio, a los ojos de un empresario como Donald Trump.
Rememoranza de lo que dijo la cantante Leona Lewis en su tema Bleeding Love:
“Once or twice was enough and it was all in vain
Time starts to pass, before you know it, you’re frozen…
… But I don’t care what they say
I’m in love with you
They try to pull me away, but they don’t know the truth
My heart’s crippled by the vein that I keep on closing
You cut me open and I Keep bleeding, keep, keep bleeding love”
Y en este caso Donald Trump considera que con Ucrania, USA sigue sangrando, innecesariamente. Y también está la situación de la imagen que se da ante otros países, y no desea repetir algo tan vergonzoso como la retirada de Afghanistan que llevó adelante Joe Biden en 2021, lo que representó una ocupación de 20 años con un gasto de movilización altísimo y sin ningún resultado.
Trump intentó dar un giro conceptual durante su primer mandato, pero en aquel momento él mismo estaba muy mal posicionado para dirigir el país y sus colaboradores no pudieron consolidar el poder. Ahora la situación es diferente. El Partido Republicano está casi totalmente del lado de Trump y el núcleo trumpista pretende atacar al “Deep State” en sus primeros meses en el poder para sanearlo. En otras palabras, instalar a personas afines en el aparato, incluso en los niveles medios, para impedir el sabotaje sistemático de las políticas del presidente que
se llevó a cabo durante su primer mandato.
Dios sabe si funcionará o no, sobre todo porque el propio Trump no ha cambiado: los instintos y las reacciones espontáneas prevalecen sobre la coherencia y la moderación. Sin embargo, lo importante es que las intenciones de Trump y sus aliados –un giro hacia los intereses mercantiles de Estados Unidos, entendidos de forma rígida, y alejarse de la ideología– están en línea con la dirección general del mundo. Esto no hace de Estados Unidos un socio cómodo, ni mucho menos agradable, para otros países, pero sí ofrece esperanzas de un enfoque más racional.
Trump sigue hablando de “acuerdos”, que entiende de una manera generalmente simplista. Los republicanos que lo rodean creen en la fuerza y el poder de Estados Unidos, no para gobernar el mundo entero, sino para imponer sus términos allí donde sea beneficioso. Hoy hay una sensación de pasar página y abrir un nuevo capítulo. En primer lugar, por la bancarrota de quienes escribieron el anterior, y en segundo lugar porque estamos en el umbral de pasar al segundo cuarto de siglo, el Siglo XXI, y hoy la política exterior es cambiante, la tecnología se moderniza, los procesos se modernizan y las guerras serán guerras del Siglo XXI.
Otro factor es que cada día se ve mas grande la brecha entre quienes discriminaron, vilipendiaron, y menospreciaron a los talibanes (junto con otros pueblos, incluidos Latinoamérica), y se encontraron con que cada uno de los combatientes en Afghanistan hablaban tres idiomas y TODOS eran formados con Maestrías en Universidades extranjeras; alem de manejar procesos y poder reconstruir la economía de su país en poco tiempo con obreros propios y capital intelectual propio, y tecnología propia; y quienes creen en un modelo diferente que no responda al Deep State, ni a los deseos bélicos irracionales de los demócratas.
Hoy quedó demostrado que los Avengers no definen una elección.
DOCTOR PABLO GARAY
DOCTOR EN DERECHO INTERNACIONAL